Ahora que ha pasado el segundo referéndum irlandés y que estamos muy cerca de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa si polacos, checos y británicos no nos dan más sorpresas, puede ser un buen momento de analizar algunos miedos que ha causado esta reforma europea. Para ello, hemos elegido los países en los que el nuevo Tratado ha provocado más debate y repasamos sus dudas y temores.

.

El miedo irlandés

Partidarios del sí en el referendum irlandés de octubre. / Getty Images

Ha sido el más analizado y parece que se compone del temor a perder la neutralidad irlandesa, la defensa de valores relacionados con una concepción determinada de la familia y de su sistema fiscal y la sensación de pérdida de peso de Irlanda en el nuevo reparto de poder en Bruselas y tras la ampliación. Los tres primeros miedos son infundados. En Lisboa la seguridad nacional sigue siendo una competencia exclusiva nacional y no habrá defensa europea más que para aquellos países que quieran y puedan. Desde hace mucho tiempo el derecho de familia está afectado por las normas europeas de libre circulación, pero con el límite claro de los aspectos protegidos por las constituciones nacionales, como es el caso de Irlanda. Por otro lado, pasará mucho tiempo hasta que haya una armonización europea de la fiscalidad directa. Sin embargo, es cierto que a pesar de que Irlanda haya conseguido que se consagre el poco europeísta principio de un comisario por Estado, su peso disminuye con las nuevas reglas del juego de Lisboa y por supuesto con las ampliaciones. Pero caer bien a todo el mundo, como es el caso de los irlandeses, no les da derecho a todo.

El presidente francés Nicolas Sarkozy. / Getty Images

El miedo francés

Antes y después del rescate constitucional, Francia ha echado el freno al desarrollo de la política exterior europea, no ha querido que se experimentara con la toma de decisiones por mayoría en este ámbito y en el fondo no le parece mal que al fortalecido alto representante en el Tratado de Lisboa se le quite el nombre de ministro. Este país fundador y esencial en la historia de la Unión atraviesa desde principios del siglo XXI un notable momento euroescéptico (o realista, como se prefiera). Se encuentra poco valorada por su antiguo socio del alma, que con la mudanza a Berlín ha perdido buena parte de su idealismo europeo. La Francia actual ve a Bruselas como un nivel de gobierno del que hay que protegerse y no tanto liderar. De este modo, Nicolas Sarkozy insistió en la brevísima negociación de Lisboa para que se eliminase el objetivo de la libre competencia del Tratado (aunque ha sido reincorporado en forma de protocolo, famous last words) y lanzó un grupo de trabajo sobre el futuro de la UE para fijar las fronteras justo antes de Estambul. El antiguo alcalde de Neuilly-sur-Seine, durante su presidencia semestral en la segunda mitad de 2008, intentó demostrar que la política europea era él, al margen de tratados, consensos y procedimientos europeos.

El miedo polaco

El presidente polaco Lech Kaczynski. / Getty Images

Desde Polonia se han temido varios aspectos del Tratado de Lisboa. El primero, con razón, el nuevo reparto de votos en el Consejo de Ministros, que relega a España y a Polonia a una segunda división, en comparación con el vigente Tratado de Niza. Se trata del mismo reparto de poder de la Constitución Europea, ansiado por Alemania y tolerado por Francia. Por eso el Gobierno de Varsovia, con nulo acierto en las formas, ha conseguido prorrogar las normas de Niza en este aspecto hasta 2017. El segundo temor tiene que ver con la carta de Derechos Fundamentales, de la que Polonia ha intentado zafarse en algunos aspectos relacionados con la moral y la familia, nada que un buen Tribunal de Justicia de la UE puesto a interpretar el Derecho no pueda regular sin necesidad de excepciones aparatosas y poco efectivas. Finalmente, el gran miedo de Polonia es Rusia. El Tratado de Lisboa no da pasos suficientes en el desarrollo de una defensa europea o la coordinación con la OTAN y muchos polacos prefieren como interlocutor a Obama, a pesar de que el amigo americano ya no siga adelante con el irreal escudo antimisiles.

Gran Bretaña, la isla del euroescepticismo. / Getty Images

El miedo británico

Increíble pero cierto: los británicos se volvieron aún más nacionalistas en cuestiones europeas en el corto intervalo entre la adopción de la Constitución y la negociación del Tratado de Lisboa. Hubo una proliferación de las llamadas "líneas rojas" para excluir nuevos desarrollos en políticas de la UE en ámbitos como la fiscalidad, la política social, la libre circulación de personas, la cooperación judicial y en asuntos de interior y la protección de Derechos Fundamentales en la UE. Son todos temores infundados, en buena parte debido a que la información sobre Bruselas en el Reino Unido está fuertemente condicionada por los periódicos populistas o tabloids, que con frecuencia tratan con más rigor asuntos sobre extraterrestres o de salsa rosa. El débil Gobierno de Gordon Brown ha perdido la oportunidad para fortalecer su capacidad de influencia en Bruselas y todo hace prever que la llegada de David Cameron al poder poblará la política exterior británica de ensoñaciones y nostalgias. Aunque la City se recupere por sus medios, a la larga será un error.

El miedo alemán

Alemania teme la disciplina impuesta por la U.E. / Getty Images

Los alemanes son los grandes beneficiados de la reforma institucional de la Constitución Europea, que se mantiene casi entera en el Tratado de Lisboa. ¿Qué temor pueden tener si van a mandar en el Consejo de Ministros y ya lo hacen en el Parlamento Europeo? Además, Durao Barroso ha tenido el detalle de aprender alemán en su primer mandato en la Comisión. Pues bien, Alemania teme su propia creación y le preocupa, en parte con razón, que no haya límites jurídicos y políticos claros a la continua expansión de poderes de la UE. El Tratado de Lisboa sólo da algunos pasos en este sentido, por ejemplo, con la incorporación de los parlamentos nacionales en esta tarea de vigilancia. Como hemos visto en la peligrosa sentencia del Tribunal Constitucional alemán de junio de 2009 imponiendo una serie de condiciones unilaterales antes de que el Tratado de Lisboa pueda entrar en vigor en Alemania, la crisis para "decidir quién decide" está servida. El actual problema alemán tiene que ver con su pérdida de generosidad europea, a medida que se ha convertido en un país normal tras la unificación. Pero también con una concepción anticuada que ve la integración como un choque entre el proyecto europeo y el desarrollo de la identidad jurídica y política de los Estados miembros. Es cierto que la integración requiere que los Estados se sometan a una disciplina jurídica y económica, que limita el proteccionismo y el nacionalismo, pero no se trata de un juego de suma cero y menos con una Unión ampliada y con una crisis económica que ha fortalecido a los Estados. No obstante, en el lenguaje de políticos y comunicadores aparece demasiadas veces el antagonismo "Bruselas vs. Berlín" y se dramatiza de modo exagerado el choque de intereses entre ambos niveles de gobierno.

.

Consulte todas las Listas de FP