Guerras civiles, limpiezas étnicas y genocidios lastran la reconciliación en los países que los sufrieron. A continuación se detallan algunos ejemplos de guerras civiles ya concluidas, excepto la de Darfur que se halla en un status de postconflicto mediático, mostrando en qué sociedades es más difícil curar las heridas después de los intentos llevados a cabo para aniquilar o socavar a algunos de sus grupos étnicos, religiosos o socioeconómicos.

 

Sri Lanka

AFP/Getty Images

El largo conflicto de Sri Lanka terminó en 2009 con la derrota de la insurgencia separatista de los Tigres Tamiles. Tras dejar alrededor de 100.000 muertos durante un periodo de 26 años, la guerra se saldó con una rotunda victoria militar de la oficialidad (budista y de etnia cingalesa), que ha prorrogado y ahondado la discriminación y escasa representatividad política de los tamiles (mayoritariamente hindúes).

Después de doblegar a los rebeldes, y empujado por la presión internacional, el Gobierno de Sri Lanka inició un bosquejo de reconciliación. Una de sus principales hitos fue la creación de la Comisión para las Lecciones Aprendidas y la Reconciliación, que ha sido criticada, entre otras cosas, por negar adecuada protección a los testigos. Además, la administración singalesa no ha realizado investigaciones creíbles sobre las violaciones de derechos humanos perpetradas por las fuerzas oficiales durante el conflicto. Imbuido por un discurso victorioso, el Gobierno se niega a conceder mayor autonomía a los territorios tamiles en el este y el norte, ha oprimido las protestas pacíficas de esta minoría y hostigado a sus líderes políticos. Mientras emergen nuevas pruebas sobre ejecuciones sumarias y matanzas indiscriminadas de civiles perpetrados por las fuerzas cingalesas, defensores del pueblo tamil están luchando para que la comunidad internacional defina como genocidio lo ocurrido en Sri Lanka.

Representantes del Gobierno afirman haber dado grandes pasos en diversas facetas de la reconciliación, como el reasentamiento de las personas desplazadas o la rehabilitación de los excombatientes. Pero la opinión generalizada en la comunidad internacional es que la victoria militar sobre los sangrientos Tigres Tamiles ha dado carta blanca al Gobierno para envolverse en una retórica incendiaria y estrechar el cerco sobre las minorías. Los tamiles (y también los musulmanes) siguen discriminados, por lo que los agravios aún están vivos.

 

Darfur (Sudán)

La guerra civil que sufre Darfur desde 2003 no ha concluido. La violencia sigue, aunque la falta de atención convierta a esta región sudanesa en una zona de postconflicto mediático. La consecuencia más fatídica de la guerra entre los grupos rebeldes de Darfur y el gobierno es el asesinato sistemático de campesinos negros a manos de las milicias árabes Janjaweed, respaldadas por Jartum. Estos jinetes son el brazo ejecutor del primer genocido del siglo XXI, en el que más de 400.000 personas han sido masacradas y alrededor de 2,7 millones han tenido que hacinarse en campos de refugiados.

El Gobierno sudanés no acepta nada de lo que se le imputa. Dice no dar apoyo a los Janjaweed y considera que las cifras de muertos del conflicto están infladas. En 2010 el presidente sudanés, Omar al Bashir, fue declarado culpable de orquestar el genocidio de Darfur por la Corte Penal Internacional. Sin embargo, Al Bashir disfruta del apoyo explícito de los principales organismos regionales, como la Unión Africana y la Liga Árabe, que han desacreditado la sentencia. El apoyo regional (y también de potencias como Rusia y China, que han bloqueado resoluciones de Naciones Unidas contra Jartum) se basa parcialmente en críticas de injerencia e incluso colonialismo hacia la Corte.

Hoy el conflicto y la limpieza étnica siguen dejando muertos, sin que la operación híbrida de la Unión Africana y las Naciones Unidas en Darfur (UNAMID) haya podido evitarlo. Ese genocidio a cámara lenta se enmarca en un contexto de anquilosadas negociaciones de paz para dotar de una nueva autoridad a la región y compensar a las víctimas de las atrocidades. Pero los progresos son lentos, los campos de refugiados cada vez están más llenos y el Gobierno sudanés está más ocupado en los conflictos petroleros con Sudán del Sur y en burlar la justicia internacional, que en detener los crímenes y proporcionar resarcimiento.

 

Guatemala

AFP/Getty Images
AFP/Getty Images

El llamado genocidio maya fue un monstruoso episodio del largo conflicto armado de Guatemala. La mayoría de las alrededor de 200.000 personas que murieron pertenecían a la etnia maya, protagonista de una sublevación guerrillera, y su eliminación sistematizada fue acometida fundamentalmente por las Fuerzas Armadas. Tras el acuerdo de paz de 1996, casi todos los asesinatos y desapariciones han quedado impunes, según los distintos informes elaborados por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de Guatemala. Se desconoce el paradero de cerca de 40.000 personas que fueron víctimas de desapariciones forzadas, y no se ha establecido una comisión independiente para localizarlas. Tras el fin del conflicto se promulgó la Ley de Reconciliación Nacional, pero su aplicación se considera insuficiente: Naciones Unidas ha pedido al Gobierno guatemalteco que la aplique plenamente para que no se amnistíe a los perpetradores y para asegurar una reparación adecuada a las víctimas.

La actualidad no brinda indicadores esperanzadores para el resarcimiento. Efraín Ríos Montt, que presidió el país a principios de los 80, durante el periodo álgido de las masacres, fue condenado en mayo por genocidio y crímenes de guerra contra miles de indígenas; la sentencia, sin embargo, fue revocada días después. Está previsto que se celebre un nuevo juicio el año que viene, pero los defensores de los derechos humanos consideran que ya se ha perdido una oportunidad histórica de ponerlo entre rejas. A su vez, una sombra de duda mancha al actual presidente, Otto Pérez Molina, por su supuesto involucramiento en actos de tortura y de genocidio. Esto complica aún más la reconciliación en uno de los países más violentos del mundo, entrampado en la criminalidad de poderosas bandas juveniles lubricadas por el narcotráfico.

 

Antigua Yugoslavia

El desmembramiento de la Antigua Yugoslavia y las guerras que lo balizaron entre 1991 y 1999 fueron un abyecto escaparate de violaciones de los derechos humanos, crímenes de guerra e intentos genocidas, saldado con al menos 130.000 muertos. Varios años después, la convivencia ha sido parcialmente restaurada, las heridas comienzan a cicatrizar y algunos de los criminales de guerra más buscados, como Radovan Karadzic o Ratko Mladic, han sido capturados. Ellos y otros de los principales responsables de las masacres han sido juzgados por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY), establecido en 1993.

Sin embargo, el Consejo de Europa recuerda que la vuelta a la normalidad está plagada de obstáculos, la impunidad es muy elevada y no existe una comisión regional para examinar las múltiples violaciones de los derechos humanos perpetradas. A su vez, sigue sin averiguarse el paradero de más de 13.000 personas desaparecidas durante los conflictos, y unos 400.000 refugiados llevan desde los 90 a la espera de ser reasentados. Tampoco ayuda a la convivencia el hecho de que algunos conocidos criminales de guerra hayan sido absueltos por el TPIY.

La integración europea, con la interrelación de intereses que propicia y la obligatoria adhesión a legislaciones comunes, ofrece el mejor camino para afianzar la convivencia. Croacia acaba de ingresar en la UE después de haber entregado a la justicia internacional a sus criminales de guerra más conocidos; su ejemplo puede servir de esperanza y acicate reformista a otros Estados balcánicos, como Bosnia Herzegovina, cuyo proceso de adhesión está en punto muerto. Serbia, que con la captura de Karadzic o Mladic ha visto allanado su camino hacia la Unión, iniciará el año que viene las negociaciones para su adhesión europea, a pesar de la situación en Kosovo, ecosistema en miniatura de todo lo que aún puede ir mal en los Balcanes. La región no podrá respirar plenamente tranquila hasta que sus Estados se vean uncidos al proyecto común europeo.

 

Ruanda

La masacre étnica que sufrió Ruanda en 1994 se saldó con más de 800.000 tutsis y hutus moderados asesinados durante la campaña de exterminio llevada a cabo por radicales hutus. El proceso de reconciliación iniciado desde el fin de las matanzas se basa parcialmente en erradicar las diferencias entre dos grupos étnicos enfrentados y en reconstruir una identidad ruandesa unificada. Para lograr ese objetivo, en 1999 se estableció la Comisión para la Unidad Nacional y la Reconciliación, que incluye programas de promoción de los valores comunes ruandeses.

AFP/Getty Images
AFP/Getty Images

Sin embargo, la justicia ha sido el elemento clave que ha posibilitado la restauración de la convivencia en el país. El principal instrumento judicial para llevar a los perpetradores a la justicia vio la luz en noviembre de 1994, cuando se creó el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR). En total, el TIPR ha arrestado a 93 responsables de la masacre, y sólo quedan nueve que han logrado burlar la justicia. Ante la imposibilidad para absorber la inmensa cantidad de casos, en 2005 el Gobierno decidió restaurar los tribunales tradicionales o gacaca, clausurados en mayo del año pasado después de juzgar a más de dos millones de sospechosos de menor rango.

Ruanda ha dejado atrás ese periodo oscuro, la economía del país es una de las más prometedoras de África, y es probable que la prosperidad apuntale esa reciente estabilidad. Sin embargo, muchos críticos denuncian que el actual presidente, Paul Kagame, discrimina deliberadamente a los hutus, que constituyen la mayoría de la población, negándoles puestos relevantes dentro de la administración. Además, la enemistad entre hutus y tutsis, relativamente mitigada en Ruanda a pesar de la alienación de los primeros, continúa reverberando con fuerza en países vecinos como la República Democrática del Congo. Así, la relativa estabilidad nacional podría verse amenazada por las rencillas interétnicas regionales, azuzadas por las autoridades ruandesas mediante el apoyo a grupos insurgentes como el M23 congoleño.

 

Camboya

El país asiático se lame aún las heridas de un pasado algo más lejano, pero especialmente traumático. Tras la Guerra Civil y la toma del poder por los Jemeres Rojos encabezados por Pol Pot, casi dos millones de personas murieron durante la implantación del sueño comunista de la Kampuchea Democrática entre 1975 y 1979, cebándose especialmente sobre las personas urbanas y con educación. Hasta 2006 no se creó el Tribunal para el genocidio camboyano, tarde para gran parte de las víctimas, y además con un mandato muy limitado: sólo se juzgaría a los cinco máximos responsables de esa descomunal sangría. Todos ellos han pasado ya por el banquillo del Tribunal, incluido Kang Kech Ieu, alias Duch, director del centro de torturas y ejecuciones más conocido del país.

Han transcurrido decenios, y algunos de los perpetradores juzgados han pedido perdón por las atrocidades cometidas. Sin embargo, el resarcimiento de las víctimas es una realidad lejana, y la voluntad de las autoridades por mostrarse beligerantes ante lo sucedido se centra a veces más en la retórica que en lo esencial, por ejemplo al promulgar en junio una ley que prohíbe negar públicamente la existencia del genocidio de los Jemeres Rojos.

La cifra de víctimas y verdugos es tan inmensa que es imposible depurar todas las responsabilidades, por lo que el énfasis debería centrarse en restañar las heridas. Sin embargo, a Camboya se le resisten los pasos necesarios para hacerlo: no existe una comisión de la verdad, ni compensación económica planificada para las víctimas ni sus familias, ni una infraestructura sanitaria capaz de curar los traumas físicos y psicológicos legados por el genocidio. Además, las deficiencias educativas y la juventud de la población (gran parte de los camboyanos ni siquiera habían nacido cuando tuvo lugar la masacre) amenazan con sumir al país en la amnesia colectiva respecto a lo ocurrido.