Niger; Eye of the Sahel Storm
Soldado del ejército nigerino en un descanso durante una patrulla de seguridad cerca de la frontera nigerina en Maradi (Giles Clarke/Getty Images).

Desde 2017, cuando el Estado Islámico perdió su llamado “califato” en Oriente Medio, África ha sido escenario de algunos de los enfrentamientos más feroces del mundo entre Estados y yihadistas. La militancia islamista en el continente no es una cosa nueva, pero las revueltas vinculadas al Estado Islámico y a Al Qaeda han aumentado en los últimos años.

Unos Estados débiles luchan contra ágiles grupos de combatientes en vastas áreas rurales en las que los gobiernos centrales tienen poca influencia. En algunas zonas del Sahel se ha producido una espiral de derramamiento de sangre, sobre todo debido a los combates entre yihadistas, cuya presencia se ha extendido desde el norte de Malí hasta el centro del país y llega también a Níger y las áreas rurales de Burkina Faso.

La insurgencia de Boko Haram ha perdido las franjas del noreste de Nigeria que controlaba hace unos años, y el movimiento se ha fracturado. Pero los grupos escindidos siguen causando enormes daños en torno al lago Chad. En el este de África, Al Shabab, el grupo rebelde islamista más antiguo del continente, sigue siendo una fuerza potente, a pesar de los intentos de derrotarlo desde hace más de 15 años. El grupo controla gran parte del sur rural de Somalia, gestiona tribunales alternativos y cobra impuestos por la fuerza en otras zonas y, de vez en cuando, organiza ataques en los países vecinos.

Los frentes yihadistas más recientes de África —en el norte de Mozambique y el este de la República Democrática del Congo— también son motivos de preocupación. Los insurgentes que reivindican la creación de una nueva provincia del Estado Islámico en la región de Cabo Delgado, Mozambique, han intensificado los ataques contra las fuerzas de seguridad y la población civil. Casi un millón de personas han huido de los combates. Los militantes tienen vínculos informales con las redes del Estado Islámico que se extienden tanto por la costa oriental del continente como por el este del Congo, devastado por la guerra. En esta última región, otro grupo rebelde islamista —una facción de las Fuerzas Democráticas Aliadas, una milicia ugandesa que actúa desde hace mucho tiempo en el Congo— ha declarado ahora que está afiliado al Estado Islámico. El pasado mes de noviembre llevó a cabo varios ataques en la capital ugandesa, Kampala.

El gobierno de Mozambique, que se había resistido durante mucho tiempo a la intervención extranjera en Cabo Delgado, aceptó el año pasado, por fin, que entraran tropas ruandesas y unidades de la Comunidad para el Desarrollo del África Meridional (SADC en sus siglas en inglés), una organización regional. Su actuación recuperó el terreno ganado por la insurgencia, aunque parece que ahora esta última está reagrupándose. Las fuerzas ruandesas y de la SADC se arriesgan a una guerra prolongada.

En Somalia y el Sahel, la impaciencia occidental podría ser decisiva. Las fuerzas extranjeras —la Misión de la Unión Africana en Somalia (AMISOM), financiada por la UE, y las tropas francesas y de otros países europeos en el Sahel— ayudan a mantener a raya a los yihadistas. Sin embargo, las operaciones militares suelen provocar el rechazo de la población local y erosionan aún más las relaciones entre esta y las autoridades estatales.

Los años de esfuerzos extranjeros para formar ejércitos autóctonos no han servido de mucho. Los coroneles malienses han tomado el poder en Bamako dos veces en poco más de un año, mientras que la fuerza regional G5 Sahel, compuesta por tropas de Malí y los países vecinos, tiene que luchar al mismo tiempo contra los yihadistas (Chad ha retirado hace poco parte de los soldados que aportaba a la fuerza regional, por temor a la agitación en su país). En cuanto a las fuerzas de seguridad somalíes, es frecuente que las unidades, enredadas en disputas políticas, se disparen entre sí.

Si la intervención extranjera se reduce, es indudable que la dinámica sobre el terreno se inclinaría, quizá de forma decisiva, en favor de los militantes. En Somalia, al Shabab podría hacerse con el poder en Mogadiscio tal como hicieron los talibanes en Kabul. Las potencias extranjeras que intervienen están en el mismo atolladero en el que estaban en Afganistán: incapaces de lograr sus objetivos pero temerosas de lo que sucederá si se retiran. Por ahora, parece que se quedarán.

Aun así, en ambos lugares es necesario un replanteamiento que implique una mayor intervención de los civiles además de las campañas militares. Los gobiernos del Sahel deben mejorar sus relaciones con los habitantes de las zonas rurales. Somalia tiene que reparar las relaciones entre las élites; a finales de diciembre hubo otro estallido por una larga disputa electoral. Más controvertida es la perspectiva de hablar con los yihadistas. No será fácil: los vecinos de Somalia, que aportan tropas a la AMISOM, se oponen a cualquier compromiso; y, aunque los gobiernos del Sahel se han mostrado más abiertos, Francia rechaza las negociaciones. Nadie sabe si el compromiso con los militantes es factible, qué entrañaría ni cómo lo vería la población.

Pero la estrategia basada exclusivamente en la fuerza militar ha servido sobre todo para engendrar más violencia. Si las potencias extranjeras no quieren seguir perseguidas por el mismo dilema de aquí a 10 años, deben preparar el terreno para las conversaciones con los líderes islamistas.