Las organizaciones de derechos humanos se indignan, con razón, ante el lamentable historial de China. Pero es una torpeza tratar a una superpotencia emergente como si fuese una dictadura de poca monta. A veces, algo de pragmatismo da buenos resultados.

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Acción pragmática: Las estrategias inteligentes simpren tienen en cuenta los puntos fuertes y débiles de sus objetivos.

Cuando, hace poco, el Congreso de Estados Unidos aprobó una resolución en la que instó a China a poner fin a la represión de los disidentes tibetanos y entablar diálogo con el Dalai Lama, un portavoz de Pekín afirmó que el texto había “herido seriamente los sentimientos del pueblo chino”. No era ésta la primera vez que el gigante asiático expresaba su disgusto emocional frente a algún gesto político. Personas de todo tipo, desde la cantante islandesa Björk, que gritó “¡Tíbet! ¡Tíbet!” al acabar un concierto en Shanghai, hasta el primer ministro canadiense, Stephen Harper, que se entrevistó con el Dalai Lama en Ottawa, han sido acusadas de herir los sentimientos de los habitantes del Imperio del Centro. Es más, puede que China sea el único lugar donde se toman en serio las salidas de tono del comentarista de la CNN, Jack Cafferty, que llamó “panda de matones” al Gobierno de ese país. Esta susceptibilidad revela un caso grave de angustia adolescente o un rasgo esclarecedor del temperamento nacional. O quizá ambas cosas. Es difícil imaginar a Vladímir Putin, a Robert Mugabe o incluso a George W. Bush, reconociendo sentirse heridos por algo, no digamos ya si se trata de la clase de efímeros actos simbólicos que tan a menudo parecen irritar a los chinos.

Sea como sea, el hecho de que en Pekín se tomen tan en serio lo simbólico, ofrece una rara oportunidad para quienes están interesados en defender los derechos humanos. Al fin y al cabo, las organizaciones y los gobiernos occidentales tienen muy pocas maneras de influir sobre China en materia de libertades civiles y políticas. Los ruegos por vía diplomática producen escasos resultados. A nadie se le pasa por la cabeza intentar aislar al país más poblado del mundo. Las sanciones económicas que tan buenos resultados dieron frente al apartheid surafricano y que ejercen presión, aunque sólo sea formal, sobre regímenes como los de Myanmar (antigua Birmania) o Zimbabue resultarían inútiles contra la segunda mayor economía del planeta. Detener las violaciones de las libertades mediante una intervención militar es impensable.

Esto resulta muy frustrante para los defensores de los derechos humanos que desearían que se aplicase la máxima presión posible frente a un Estado que reprime cualquier discrepancia política; practica habitualmente la tortura; ha encarcelado a decenas de miles de personas sin un juicio justo; hostiga, en ocasiones brutalmente, a sus minorías tibetana y Uigur y cada año ejecuta a miles de personas, muchas veces por delitos menores. Por ejemplo, Estudiantes por un Tíbet Libre propone un boicot contra todos los productos fabricados en China. Pero es una torpeza pensar que podemos tratar a una potencia nuclear o a un país cuyos tentáculos económicos alcanzan todo el planeta del mismo modo que nos dirigimos a una dictadura de poca monta o a un país subdesarrollado. Esto no significa que haya que ser menos exigente con los derechos humanos en unos lugares que en otros. La tortura es tortura, se practique en Lhasa o en Abu Graib. Pero un estratega inteligente siempre tiene en cuenta las fortalezas y debilidades de sus oponentes y afina su estrategia en función de ellas. Proponer un enfoque diferente ante China que ante Bielorrusia o Sudán no es un acto de hipocresía, sino de sentido común.

El hecho de que, frente a Pekín, resulte inútil un endurecimiento de las sanciones, no significa que la única alternativa sea la diplomacia tranquila, que normalmente es sinónimo de inactividad. Y tampoco que debamos esperar a que el crecimiento económico genere una clase media suficientemente numerosa y reivindicativa como para exigir sus derechos. A parte de que semejante estrategia conllevaría años, si no décadas, de sufrimiento silencioso, aún está por demostrar que el desarrollo económico, por sí mismo, haga surgir los cambios políticos necesarios. Sí fuese así, la Suráfrica de los tiempos del apartheid, con su vigoroso PIB, habría sido un modelo de virtud en materia de libertades.

China tiene raíces milenarias, pero en la escena internacional aún es un simple adolescente. La respuesta adecuada es ignorar muchas de sus rabietas, trazar líneas que Pekín no pueda cruzar sin sufrir serias consecuencias (como ha hecho Estados Unidos, aunque sea implícitamente, con respecto a un ataque contra Taiwan o una masacre de minorías o disidentes), y dar o quitar de incentivos de manera sutil, respondiendo ante las malas conductas con medidas ponderadas que mantengan la presión sin llegar a provocar una reacción contraproducente.

Las actuaciones humanitarias que mejores resultados han dado ante China se caracterizan por lo que podría denominarse tenacidad respetuosa

Evidentemente, esto último es lo más difícil. Pero la presión en torno a las Olimpiadas ya ha conseguido mayor implicación del gigante asiático en la crisis de Darfur que los ruegos de muchos años. La cancelación de la asistencia a la ceremonia de inauguración por parte de varios jefes de Estado quizá haya contribuido a disuadir al Gobierno chino de actuar con más brutalidad en Tíbet (Pekín incluso ha accedido a entablar conversaciones con el Dalai Lama, aunque aún está por ver cuál será su alcance). La posibilidad de que se produzcan más ausencias y protestas podría hacer disminuir su intransigencia, aunque sólo sea temporalmente. Sin embargo, un auténtico boicot contra los Juegos Olímpicos sería perjudicial y generaría un profundo resentimiento entre la población china. Los adolescentes necesitan disciplina, es cierto, pero pueden obcecarse si sienten que se les trata con desprecio.

¿Cuál es la estrategia a seguir? Las actuaciones humanitarias que mejores resultados han dado ante China –como la de John Kamm, ex director de la Cámara de Comercio Americana en Hong Kong, que intercedió en favor de cientos de prisioneros políticos– se caracterizan por lo que podría denominarse tenacidad respetuosa. Siempre está bien intentar acabar con la censura en Internet o denunciar los casos de gente maltratada por promover el Estado de derecho o ejercer la libertad de expresión. Pero también debemos aplaudir los intentos por reducir la corrupción o experimentar con elecciones locales.

Para que el trabajo a favor de los derechos humanos sea eficaz hacen falta dos cosas. En primer lugar, hay que tener un sentido trágico de la historia, admitir que, hagamos lo que hagamos, nunca seremos capaces de salvar a todo el mundo de la miseria o el sufrimiento. Por ejemplo, a pesar de su enorme poder e influencia, en ocasiones la capacidad del Gobierno de EE UU para influir en las libertades es limitada y su deseo de actuar abiertamente se ve condicionado por otros intereses en juego. Quienes creemos en los derechos humanos haríamos bien en admitirlo y adaptar a esta realidad nuestras recomendaciones al Gobierno estadounidense. Si no, corremos el peligro de que nos marginen más de lo que ya estamos.

Pero, en segundo lugar, una buena labor en defensa de los derechos requiere perseverancia y visión a largo plazo, reconocer que éstos se han convertido en la lengua franca de gran parte del planeta y en ticket de entrada para ser admitido como miembro respetable de la comunidad internacional. Estado Unidos, con su nivel de aprobación cayendo en picado por todo el mundo, ha aprendido esta lección por las malas. También China acabará por darse cuenta de que la mejor manera de evitar sentirse herido es, de entrada, no dar lugar a que te critiquen.

 

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