Gente mira imanes con la imagen de Lenin y el Presidente ruso, Vladímir Putin, en una tienda en Moscú. Dmitry Kostyukov/AFP/Getty Images

La incómoda herencia de las revoluciones de 1917.

Llama la atención que el centenario de la Revolución rusa, pese a la importancia que aquel acontecimiento tuvo para la historia mundial, esté pasando poco menos que desapercibido precisamente allí donde tuvo lugar, en Rusia. El poco entusiasmo puesto por sus autoridades está teniendo su reflejo –como suele ocurrir en los dominios de Vladímir Putin– en el escaso interés de los medios de comunicación, en particular la televisión, tan acostumbrada a mimetizar las consignas oficiales. Por extensión, el desinterés no sólo se centra en los medios: quien, por ejemplo, en estas semanas se acerque a algunas de las grandes librerías moscovitas encontrará un apartado dedicado a los libros publicados sobre lo ocurrido en 1917, pero de dimensiones considerablemente menores que en cualquier otro país europeo. Si en Francia, Alemania, Reino Unido o España las novedades editoriales sobre la revolución se cuentan por decenas, en Rusia el volumen –y su calidad– es bastante menor. No supone, no obstante, una sorpresa ya que desde la disolución de la URSS las políticas desplegadas tanto por Boris Yeltsin como por Putin en torno a la memoria y celebración de la Revolución han tenido como objetivo el olvido, relegar a esta a un rincón por no ser recomendable su compañía pero reivindicando a su vez algunos de sus frutos.

En realidad el centenario de la Revolución rusa ha tenido dos momentos, ya que conmemora dos acontecimientos, la revolución liberal de febrero de 1917 que derrocó a Nicolás II y la revolución bolchevique de octubre que derrocó al gobierno provisional surgido de aquella. Pese a sus enormes diferencias, tanto en sus principios y sus objetivos como en sus logros, ni uno ni otro proceso revolucionario ha merecido la consideración de Putin ni la suficiente atención de los medios de comunicación. Al contrario, las redes sociales, último reducto de libertad informativa en Rusia, se han hecho eco del rechazo del Presidente ruso a conmemorar lo ocurrido un siglo atrás, oposición que incluso fue transmitida a sus asesores para que quedara clara su postura. Una vez más, como ha ocurrido tradicionalmente desde los tiempos soviéticos, las noticias tienen que interpretarse a partir de sus consecuencias.

Paradójicamente, la presidencia de Putin, desde que en 2000 asumiera el poder de la Federación Rusa, se ha caracterizado, en lo que al plano simbólico se refiere, por la recuperación de buena parte de la memoria soviética. Yeltsin, más asociado a posturas occidentalistas por la disputa que durante su mandato mantuviera con el Partido Comunista, se alejó tanto como pudo de todo aquello que representara a la URSS. Un claro ejemplo es lo ocurrido con el himno nacional. Yeltsin impuso un himno diferente al soviético, la Patrioticheskaya Pesnya (Canción Patriótica), que fue oficial en Rusia entre 1991 y 2000. Sin embargo, Putin recuperó el himno soviético en su primer año como presidente en una decisión no exenta de polémica, ya que a ella se opuso buena parte del –por otra parte, exiguo– arco liberal. De igual forma, ha mantenido la hoz y el martillo como emblema de la compañía de aviación Aeroflot. Por ello sorprende más, si cabe, el rechazo a celebrar los procesos revolucionarios que tuvieron lugar hace un siglo y que dieron lugar al establecimiento de la Unión Soviética.

¿Por qué la Rusia de Putin no quiere reconocerse en la Rusia revolucionaria de febrero u octubre de 1917? Quizá precisamente porque el componente revolucionario alude a la caída de sistemas políticos como la monarquía zarista y el sistema liberal, a la ruptura del imperio ruso, al cambio radical de gobernantes y forma de gobierno, algo que –sólo de pensarlo– produce vértigo en el entorno de Putin. El concepto de revolución en la actual Federación Rusa está más asociado a las recientes revoluciones de colores que a los acontecimientos de comienzos del siglo pasado, de ahí que se prevenga su uso.

Dado que las movilizaciones que iniciaron las revoluciones de colores fueron dirigidas contra figuras políticas acusadas de autoritarismo, corrupción y fraude electoral, marco del que no consigue escapar Putin, es fácil comprender la asociación realizada. La Revolución de las Rosas (2003) provocó la salida del poder de Eduard Shevardnadze en Georgia, la Revolución Naranja (2004) supuso la elección de Víktor Yúshchenko en Ucrania y la Revolución de los Tulipanes (2005) supuso el abandono del poder de Askar Akáyev en Kirguistán. Al alcanzar el eco de estas movilizaciones a la Rusia de Putin y a la Bielorrusia de Aleksandr  Lukashenko, cualquier evocación al derrocamiento de un líder o de un sistema político por la acción de las masas es cortada de raíz.

Un mosaico con la imagen de Lenin en el metro de Moscú. Mladen Antonov/AFP/Getty Images

En el proceso de definición simbólica de la nueva Rusia, Putin ha escogido elementos del pasado zarista (la bandera, el escudo, la relación con la Iglesia Ortodoxa…) a la vez que del pasado soviético (el himno, las Fuerzas Armadas, la nostalgia de la guerra fría…). La suma de ambos ha supuesto la reivindicación de una narrativa imperial ligada a sus aspectos más destacables tanto del periodo ruso como del soviético. En este escenario se explica la reciente erección de monumentos al príncipe Vladímir –quien cristianizó el reino eslavo de la Rus de Kiev en 988– frente a las murallas del Kremlin, en 2016, o a Kaláshnikov –inventor del fusil de asalto que lleva su nombre–, en 2017. También se explica la creciente reivindicación, el 9 de mayo, del Día de la Victoria (en la Gran Guerra Patria, como denominan los rusos a la II Guerra Mundial): si la celebración del 60 aniversario en 2005 fue una celebración por todo lo alto que, de paso, se utilizó para rehabilitar la figura de Iósif Stalin, en 2015 supuso una demostración de fuerza militar sin parangón desde la desaparición de la Unión Soviética.

El debate, en parte académico, en parte ideológico, sobre la naturaleza de la Revolución de octubre, es decir, sobre si se trató de una conspiración bolchevique, un asalto al poder, un oscuro golpe de Estado, o si, por el contrario, fue una revolución social de carácter liberador, impregna también a la sociedad rusa. El posicionamiento sobre lo que fue Octubre define ideológicamente a los rusos hasta hoy en día, en particular a los defensores de las posiciones comunistas, que han tenido siempre un importante porcentaje del voto (un 13,34% en las elecciones parlamentarias de 2016, situándose como segunda fuerza más votada). No hay –ni hubo nunca– memoria de la Revolución de febrero, ya que la toma del poder por los bolcheviques acabó con su mera posibilidad y posteriormente no ha sido reivindicada por casi nadie. Pero tampoco hay hoy una memoria nostálgica de la Revolución de octubre, posiblemente por una consecuencia lógica del paso del tiempo: nadie queda que pueda recordar aquello y, menos aún, de recordarlo positivamente.

Queda, eso sí, la figura omnipresente de Vladímir Lenin, representada en miles de símbolos que ocupan el espacio público y sobre los que nadie en Rusia –salvo en los primeros años tras la ruptura de la URSS– reclama su retirada. En cierta forma, el mito histórico soviético, indisolublemente unido al mito de la Revolución, se sostiene amparado bajo la forma de Lenin. Es la imagen de Lenin quien ha dejado en Rusia –y no sólo en Rusia– el legado nostálgico de una revolución casi olvidada por los ciudadanos, que tiene en ocasiones el carácter fundacional de una nación y sobre la que a menudo recae la responsabilidad de lo ocurrido en las décadas posteriores. La presencia de la tumba de Lenin en la Plaza Roja de Moscú, en el corazón de la ciudad, en un mausoleo que sirve más de atracción turística que de atracción política (él, Francisco Franco, enterrado en el Valle de los Caídos, y el mariscal Tito, cuyo mausoleo está en Belgrado, son los tres últimos dictadores que ocupan con honores un monumento en Europa) es señal de la pervivencia del mito revolucionario. Sin embargo, la propia celebración de la Revolución ha desaparecido formalmente. La fiesta, que durante el periodo soviético se celebraba los días 7 y 8 de noviembre, fue acortada por Yeltsin a un día –el 7– en 1992, eliminándose también el desfile militar. Pocos años después, en 1996, pasó a denominarse “Día de la Reconciliación” hasta que Putin, en 2004, la sustituyó por el “Día de la Unidad Nacional”, que celebra –el 4 de noviembre– el alzamiento de 1612 contra los polacos.

Si la Revolución de febrero, como pudo verse este año, no ha sido reivindicada ni coincidiendo con su centenario pese a los muchos elementos positivos que las autoridades rusas podían rescatar de la misma, otro tanto cabe esperar de la de octubre, que tampoco ha sido reclamada –al contrario– en ningún momento. La ambivalencia del juicio de los rusos con aquellos acontecimientos es grande, como lo es la de Putin, quien la rechaza con vehemencia como proceso revolucionario que fue, pero defiende algunos de legados que dejó. Para la mayor parte de los rusos de hoy, sobre todo para los de más edad, para las generaciones más mayores, la nostalgia de la Unión Soviética es grande, reflejándose en las series de televisión o en determinadas cadenas de comida rápida rusa con decoración de los 60, sin embargo se trata de una añoranza por los años del deshielo, por los periodos de Nikita Jruschov y Leonid Brézhnev en los que la URSS vivió una etapa de desarrollo y estabilidad. Octubre hace años que no forma parte del paisaje ruso salvo en forma de viejos restos arqueológicos de la memoria. Su no celebración es señal de que se trata de una herencia incómoda, con la que no se sabe que hacer pero a la que no se renuncia del todo. Cien años después de las revoluciones de 1917, hay pocos vientos de cambio en Rusia.