Vanished Kingdoms

Norman Davies
830 páginas
Penguin Books, Londres, 2012

En su famoso aforismo –“toda historia es esencialmente contemporánea”– el filósofo italiano Benedetto Croce señaló un fenómeno paradójico: por remotos que parezcan ciertos hechos, la historia se refiere sobre todo a las situaciones presentes en las que vibran aún esos acontecimientos. A su vez, Octavio Paz escribió en Los signos en rotación que el pasado es una “dimensión del presente” y que “el futuro modifica el pasado, lo configura y esclarece”.

El análisis de un mismo hecho histórico se modifica según la época en que se realiza: los personajes del pasado siguen actuando en el presente de acuerdo a la metamorfosis del juicio que de ellos tienen las nuevas generaciones, que interpretan, a su manera, lo que les antecedió.

AFP/Getty Images

Esas relecturas del pasado explican, al menos en parte, el curioso renacimiento del nacionalismo secesionista de catalanes, escoceses, flamencos en estos años iniciales del siglo XXI. La construcción de la propia identidad, aunque sea muchas veces fantasiosa y mitológica, es un medio decisivo en la lucha por el poder. Ya el filósofo francés Ernest Renán en su célebre conferencia ¿Que es una nación? apuntó que “interpretar mal la propia historia forma parte de ser una nación”.

La economía –y los agravios fiscales– explican el resto. Si la ciudad de Munich, por ejemplo, se propusiera un día liberarse del yugo alemán o Londres del británico, los ingresos de sus habitantes llegarían a cifras astronómicas: hasta el 300% de la media de la UE en el caso de los muniqueses y hasta el 600% en el de los londinenses.

En Flandes, Cataluña y Escocia, que en 2014 organizará un referéndum sobre la independencia, la historia, la cultura y el idioma propios se ponen al servicio de reivindicaciones financieras. En contraste, el nacionalismo corso tiene muchas menos posibilidades de triunfar: es poco probable que su población renuncie a las generosas subvenciones de París y a las ventajas que les aporta pertenecer a Francia.

¿Pero tienen cabida esas pretensiones en la Europa actual? La UE es una unión de Estados-naciones y seguirá siéndolo a no ser que se produzca un cambio radical en el acervo comunitario, algo que no parece probable. Para sus críticos, los secesionismos contradicen los fundamentos mismos de la construcción europea y la armonía que se supone encarna la UE y que le valió el premio Nóbel de la Paz de 2012.

Con todo, las regiones europeas que aspiran a la independencia plantean cuestiones incómodas: ¿Tendrá Escocia que volver a solicitar su pertenencia a la UE si sus ciudadanos votan a favor de separarse de Reino Unido? ¿A los catalanes se les privará de su actual ciudadanía europea si optan por separarse de España? ¿Cómo reaccionaría la UE si uno de sus miembros pide ayuda para enfrentar una amenaza secesionista?

Los independentismos europeos se mueven en una terra incógnita jurídica y, por tanto, cualquier desenlace es posible. Aunque los Estados existentes harán todo lo posible para evitar su disgregación –o que otros la permitan–, no va a ser fácil frenar un proceso soberanista pacífico y con un amplio respaldo popular. En el diario Financial Times, el periodista Gideon Rachman señalaba, pensando en Escocia y Cataluña, que “no hay ningún matrimonio que pueda sobrevivir solo declarando que el divorcio es ilegal”.

Pero la voluntad popular es solo una parte de la ecuación. Si surge un nuevo Estado en Europa tendrá que obtener el reconocimiento unánime de todos los países miembros de la Unión antes de ser aceptado, lo que no es nada seguro.

Aunque la UE pudiera gestionar política y jurídicamente una secesión aislada, el temor a un efecto dominó que se podría extender al País Vasco, Tirol del Sur, Alsacia, Córcega, el Véneto o a las minorías húngaras en Eslovaquia y Rumania o las minorías musulmanas en Grecia y Bulgaria, seguramente disuadirá cualquier aventura en ese sentido. De hecho, cinco de los 27 países de la Unión (Chipre, Grecia, Rumanía, Eslovaquia y España) se niegan a reconocer a Kosovo por miedo a alentar movimientos separatistas en sus propios territorios.

Sin embargo, tampoco ello garantiza el statu quo. Las elites nacionalistas saben que sus potenciales Estados son viables. Ser ciberglobales e hiperlocales es una utopía posible. Después de todo, Malta y Luxemburgo, que pertenecen a la zona euro, suman juntos apenas un millón de habitantes.

La propia UE como garante de la paz y la estabilidad del Viejo Continente, ha creado las condiciones que hacen posible la independencia para las regiones desafectas con los Estados a los que pertenecen. Al pertenecer a un club dotado de un formidable poder financiero, diplomático y militar, las nuevas pequeñas naciones podrían prosperar, beneficiándose de los acuerdos comerciales que la Unión negocia en nombre de todos sus miembros y de su política exterior y de seguridad común.

Curiosamente, la estructura institucional comunitaria es parecida a la del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico, que se extinguió en 1806, barrido por el pujante nacionalismo surgido de la Revolución Francesa. Durante la Edad Media y el Renacimiento, lo normal era que existiesen varios focos de lealtad colectiva. Por una ironía de la historia, hoy el Sacro Imperio goza de un renacido prestigio.

De hecho, muchos historiadores alemanes lo consideran casi como un prototipo premoderno de la UE. Su ambigua soberanía propiciaba, la tolerancia, la libertad, la diversidad, la prosperidad y la paz para sus súbditos y señoríos bajo un estricto principio de subsidiariedad: la mayoría de las decisiones siempre se tomaban en el más bajo nivel posible de jurisdicción.

Como en el Sacro Imperio medieval, en la Europa comunitaria hay cuatro niveles de poder: el imperial-comunitario (Bruselas), el real-nacional (los Estados centrales), el feudal-federal (las autonomías españolas o los lander alemanes) y el municipal.

 

La reinvención nacional

El futuro europeo se librará en un ámbito en el que se entrelazan las ideas, los sentimientos identitarios y los intereses materiales. Las encuestas muestran que en Escocia una clara mayoría quiere seguir considerando suya la Union Jack (la bandera de Reino Unido). La mayoría de los catalanes, a su vez, desean que se celebre un referéndum, pero están muy divididos respecto a la independencia. Los nacionalistas flamencos, por su parte, parecen estar dispuestos a conformarse con una confederación en lugar de una ruptura total.

La crisis ha acelerado el proceso de unificación europea en casi todos los ámbitos: fiscal, financiero y político. A medida que la UE avanza hacia una mayor integración, también se debería conceder a las regiones una mayor participación en la toma de decisiones para atenuar las fuerzas disociadoras.

No parece haber otro camino para resolver los dilemas de la globalización. Cuanto más homogéneo se vuelve el mundo, más bulle la necesidad de diferenciación. La democracia misma fomenta la emergencia de nacionalismos reprimidos: la solidaridad intercomunitaria se reafirma a través del rechazo a lo extraño.

No es un fenómeno nuevo. En el siglo XVIII ya Jean-Jacques Rousseau aconsejó a los polacos que se resistieran a la expansión rusa aferrándose a sus instituciones nacionales, a sus trajes, sus costumbres y modos de vida: su resistencia equivalía, les aseguró, a las exigencias universales de la humanidad.

El problema es que los términos utilizados para definir las identidades colectivas son ambiguos e intercambiables. Según escribió el escritor francés Jean Daniel en el Nouvelle Observateur, “la nación existe y, sin embargo, no se puede definir”.

La idea de nación, al menos en principio, es excluyente: para muchos es inadmisible la doble pertenencia a dos naciones distintas. Un Estado multinacional para un nacionalista coherente es solo un Estado transitorio hacia la única situación natural: la “plenitud nacional” a la que se refiere Artur Mas, el presidente de la Generalitat catalana.

Pero el concepto de nación nunca estuvo cerrado: fue progresista para los liberales del siglo XIX y reaccionario en el siglo XX para los antimodernistas. Según el politólogo francés Gil Delannoi, la nación es una entidad teórica y estética, orgánica y artificial, individual y colectiva, universal y particular, ideológica y apolítica, trascendente y funcional, étnica y cívica; todo a la vez. El Estado-nación culmina, por ello, en un ser a la vez territorial, político, social, cultural, histórico, mítico y religioso.

Como una matrioshka rusa, la nación se encuentra llena de otras cosas, pero funciona y galvaniza comunidades, por contradictorios que puedan ser los intereses individuales de sus integrantes. Su éxito y persistencia se debe a su extraordinaria capacidad para mimetizarse con todo tipo de ideologías y estructuras sociales.

Los códigos culturales, las naciones y las etnias existen como vivencias, no como abstracciones intelectuales. Su esencial simpleza fue expresada por el escritor irlandés James Joyce en el Ulises: “Una nación es la misma gente viviendo en el mismo sitio”. En tiempos de crisis, sirve como zonas de refugio ante la intemperie de un mundo peligroso e imprevisible, por lo que a medida que las diferencias reales entre los grupos disminuyen, las diferencias simbólicas –o imaginarias– se hacen más notorias.

Esa obsesiva búsqueda de la identidad refleja, tal vez, un deseo de retorno a una imaginaria inocencia extraviada en el pasado. Pero nada se busca si no se ha perdido: nada se echa de menos si antes no se ha tenido o, al menos, se ha creído tener.

 

Los reinos desaparecidos

Pocos libros recientes ayudan a comprender con más profundidad el poliédrico tema de las naciones europeas que Vanished Kingdoms, de Norman Davies, uno de los mayores especialistas en la historia del Viejo Continente y autor de textos clásicos como a Europe: A History y God’s playground: A history of Poland.

Davies, que enseñó durante 25 años en la London’s School of Slavonic an East European Studies, adquirió su prestigio internacional como historiador de Polonia, donde sus libros son de consulta obligatoria en colegios y universidades.

En las últimas dos décadas, Davies ha ampliado el foco de sus investigaciones para abarcar el continente entero desde sus más remotos orígenes hasta la actualidad. Algunos de sus críticos le acusan de pintar sus frescos históricos en lienzos demasiado amplios. Pero siempre reluce en su prosa una especial sensibilidad para percibir la fragilidad de las instituciones humanas.

Su último libro lleva como subtítulo “Historia de una Europa medio olvidada”. Es decir, esa que solo recuerdan algunos eruditos porque sus antiguos Estados se desvanecieron incluso de la memoria de sus descendientes. El catálogo de esos reinos desaparecidos en las brumas de la historia parece un catálogo de sitios imposibles, como si se tratara de las “ciudades invisibles” descritas por Ítalo Calvino.

Sus propios nombres parecen evocar la Tierra Media de Tolkien: desde los reinos medievales de Tolosa y Alt Clud a países como Borusia, Etruria y la Rutenia subcarpática, que disfrutó de una fugaz independencia en marzo de 1939.

Alguno de ellos, como la Rzeczpospolita de Polonia-Lituania fue en su momento el reino más grande de Europa. Sin embargo, en algo menos de 20 años, a finales del siglo XVIII, fue destruido de manera tan completa que poca gente ha escuchado hablar de él.

El imperio Bizantino duró casi un milenio pero sufrió el mismo destino que otro imperio que heredó su cultura greco-ortodoxa: la Unión Soviética. En su apogeo, la URSS poseía el territorio más extenso del mundo y un vasto arsenal nuclear. Pero todo su poderío militar no fue suficiente para salvarlo. En 1991 desapareció del mapamundi.

La crueldad del olvido es tan grande que Sabaudia o Lotaringia pueden resultar hoy tan extraños a los oídos europeos como los antiguos reinos bíblicos de Ziklag, Edom, Moab o Geshur. Y el fenómeno no termina nunca. Desde 1945 se han escrito obituarios para la República Democrática de Alemania, la Unión Soviética, Checoslovaquia y la Federación Yugoslava. Y seguramente no serán los últimos.

Según Davies, el tema central de su libro es “la vida y la muerte de los Estados”, recordando que cuando Aristóteles escribió que el hombre es un “animal político” y que el Estado es una “creación de la naturaleza”, ya dejó implícito que los Estados también están sujetos a los ciclos vitales.

Lo único que queda por dilucidar, sostiene el autor, es cuándo y cómo se producirá ese desenlace: “Es solo nuestra vanidad la que nos hace pensar que lo que forma parte de nuestro mundo hoy es estable y seguro”. El libro es, en ese sentido, un sutil ensayo crítico contra la pretensión de algunos historiadores de escribir versiones definitivas de algo que durará para siempre, como si ello fuera posible.

 

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