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Migrantes esperan en el puerto de Gran Canaria, España, noviemrbe 2020. Europa Press via Getty Images

El reciente incremento del flujo migratorio en Canarias vuelve a poner sobre la mesa cómo la Unión Europea, y sus Estados miembros, siguen insistiendo en una formula fallida frente a la migración irregular.

Por más que algunos se empeñen, la movilidad humana es un fenómeno estructural. La población se mueve desde que el mundo es mundo. Muchos países no existirían, o no serían lo que son, sin la migración. Esto quiere decir, ni más ni menos, que por más que se intenten levantar muros más altos y construir vallas más largas la gente va a continuar moviéndose.

Durante las últimas semanas y meses, se ha ido observando un incremento muy sustantivo del número de llegadas al archipiélago canario, con unos incrementos superiores al 1.000%. La principales causas del aumento de las llegadas son múltiples. Además de las causas habituales como son el hambre, el cambio climático o los conflictos, en este caso se suman los efectos que la pandemia está teniendo en países como Marruecos donde la economía se ha desplomado como consecuencia, entre otros, de la caída del turismo. A lo anterior hay que añadir otras dos cuestiones, el recrudecimiento del conflicto del Sahara Occidental y el desvío de los flujos migratorios hacia el sur del país y la costa atlántica, una región más difícil de controlar por la policía marroquí que los pasos de Ceuta y Melilla.

Algo similar, ya que el contexto era diferente, sucedió en 2006 con la denominada “crisis de los cayucos”. En aquel momento llegaron a arribar a Canarias más de 30.000 personas procedentes, sobre todo, de Senegal y Mauritania. Varias fueron las acciones que se tomaron a través de la coordinación ministerial dirigida desde la vicepresidencia de Mª Teresa Fernández de la Vega. Así se pusieron en marcha vuelos de traslado a la península para rebajar la carga de los centros de acogida de las islas muy saturados; se puso en marcha el llamado Plan África acompañado de una ofensiva diplomática sin precedentes y se establecieron protocolos de acogida en colaboración con organizaciones del tercer sector como Cruz Roja. Nunca antes se había vivido una crisis humanitaria de estas características en España y se adoptaron medidas reactivas y urgentes.

Los ejes de la política migratoria en España, pero también en Europa, son esencialmente tres: el control de la migración irregular, la cooperación con los países de origen y tránsito y la gestión de la migración. Pues bien, desde 2006 hasta 2020 nada ha cambiado. Sobre el papel, estos continúan siendo los ejes sobre los que articular una política pública migratoria. Como otras políticas públicas, también aquí, es imprescindible que su diseño sea eficaz, es decir, alcance los objetivos marcados. El principal problema que existe es que los gobiernos, no sólo el español, en cualquiera de sus colores políticos, también los europeos, se han centrado única y exclusivamente en el control fronterizo y en la externalización de la política.

Decíamos que la migración es un fenómeno estructural, por tanto, hay que gobernarlo. Parece evidente que el gobierno de la migración no puede recaer sólo en un país, sino que es necesaria la coordinación, una gobernanza global del fenómeno. Pero eso no quiere decir que desde los Estados no pueda hacerse nada. Al contrario.

La crisis que está viviéndose en Canarias es el resultado lógico de una política que sólo se sostiene sobre el control. Desde hace meses, sino años, es bien sabido que cuando se cierra una ruta hacia Europa, hay otra que se abre. Una más peligrosa y mortal. También se sabe, porque se comprueba cada día, que la externalización de la política migratoria a través de acuerdos con los gobiernos de países terceros deja en manos de esos Estados, pocas veces democráticos, el devenir de esos flujos a través de lo que puede llamarse abiertamente, chantaje. Los acuerdos con Marruecos o con Turquía, paradigmas de la externalización, demuestran que no sólo este tipo de políticas son muy caras, sino que además no cumplen, más que en el corto plazo, sus objetivos y, por tanto, no son eficaces. Y además incrementan la mortalidad de las personas en movimiento.

Obviamente, lo que sucede estos días en Canarias no puede ser explicado sin mirar el marco general de la Política de Inmigración y Asilo europea. El Pacto de Migración y Asilo presentado a finales de septiembre por la Comisión Van der Leyen sin duda enmarca las acciones que está desarrollando el Gobierno español. Se podría decir que es la aplicación práctica del mandato de la Comisión en la materia. Las líneas maestras sobre las que se sostiene dicho pacto establecen que la prioridad en materia migratoria ha de ser el control y la externalización, olvidándose de otras cuestiones tanto o más sustantivas como la gestión de los flujos, la incorporación de los visados humanitarios en origen, etcétera, instrumentos que dotarían de una mayor eficacia a esta política pública.

A pesar de que el Pacto de Migración y Asilo todavía se encuentra en fase de negociación y diálogo, el Gobierno español lo está poniendo ya en práctica. Así, el hecho de no dar traslado a la península a los migrantes que colapsan las infraestructuras de las islas forma parte de la idea de fondo del Pacto. Se trataría en este caso de utilizar la insularidad como muro de contención hacia Europa. En esas fortalezas naturales se identificaría a aquellas personas que tendrían acceso a la protección internacional de aquellas que podrían ser repatriadas a sus países de origen y tránsito por mor de los acuerdos firmados con estos países.

Tal y cómo ha declarado el Ministro de Seguridad Social e Inclusión, 9 de cada 10 de las personas que se encuentran en Canarias podrán ser deportadas. La cuestión es cuándo y en qué condiciones van a tener que esperar a que ese procedimiento se ponga en marcha. De entrada, se han vulnerado sus derechos fundamentales al haberlos tenido retenidos durante más de 72 horas. Pero, además, como muy bien conocen nuestras autoridades, en estos momentos los procesos de deportación no están pudiéndose llevar a cabo. Marruecos, Senegal y Mauritania se niegan a recibir los vuelos. La situación en la que se encuentran como consecuencia de la pandemia y la crisis económica es lo que hace más complicado el cumplimiento de los acuerdos. De ahí la ofensiva diplomática desplegada por España en estos países. De nuevo, la política externalizadora muestra sus deficiencias y su falta de operatividad.

Y, sin embargo, sigue insistiéndose en la misma fórmula fallida. Se apuesta todo a la colaboración de Estados terceros sin enfrentarse a las causas últimas de los flujos migratorios. Pareciera que más que resolver el problema de la migración irregular, lo que se quisiera fuera perpetuarlo para poder continuar manteniendo un régimen de desigualdades que beneficie a un modelo económico sostenido sobre ellas.

Pero mientras todo esto sucede y se debate y negocia, es imprescindible que se adopten medidas que ayuden a paliar la situación de las personas que se encuentran hacinadas en Canarias. Desde lo más concreto e inmediato, como es la creación de una red de acogida que garantice los derechos fundamentales de estas personas o el traslado a una parte de ellas a centros de la península que actualmente disponen de plazas libres y que permitirían ofrecerles un trato más humano. Desde un plano más general, el diálogo real con los países de origen y tránsito, pero no sólo con los gobiernos, en muchos casos personalistas y no democráticos, sino también con las propias poblaciones. El intercambio de dinero a cambio de repatriaciones no es algo que esté dando los resultados esperados. Así que, ¿por qué no cambiar el modelo?

En el caso de Europa y de los países europeos la hipocresía se hace evidente, puesto que el proyecto de la UE se construyó sobre la idea de un estado democrático y de derecho, donde hubiera un respeto pleno a los derechos humanos. Nada de esto se cumple en relación con la migración y el asilo.