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La base de la cadena de suministro de la Nueva Ruta de la Seda está en construcción en Lianyungang, China, 2020. TPG/Getty Images

Aunque la Nueva Ruta de la Seda incrementará la influencia política y económica de China en varios continentes, los problemas de conectividad y las dificultades comienzan a asomar. ¿Será Pekín capaz de lidiar con ellas?


Libro_portadaThe Emperor’s New Road: China and the Project of the Century

 Jonathan E. Hillman

Yale University Press, 2020


El rápido ascenso de China en el mundo es probablemente el acontecimiento más importante de la política mundial desde que comenzó este siglo. El fin de la historia fue en realidad el vuelco de la historia; la incapacidad de las clases dirigentes de Washington de prever la reaparición del gigante asiático en el escenario global —hasta el siglo XVIII fue una gran potencia comercial— y de gestionar las relaciones de Occidente con Rusia han acabado a toda velocidad con los años en los que Estados Unidos se consideraba la única superpotencia, el regalo divino que convirtió la democracia y el liberalismo económico en una doctrina triunfante. ¿Sustituirá China como superpotencia a EE UU para mediados de siglo? ¿Hará realidad su aspiración de ser una superpotencia mundial? ¿Qué medios empleará para alcanzar unos objetivos tan ambiciosos? Sea cual sea el razonamiento del líder supremo de ese país, Xi Jinping, y su cerrada dirección, conviene tratar de entender la iniciativa de la Franja y la Ruta, o Nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative, BRI), la nota distintiva del himno económico de China.

El presidente saliente de Estados Unidos, Donald Trump, considera a China una “plaga”; el presidente electo, Joe Biden, como un país “matón”. La guerra retórica y comercial entre los dos países y la creciente aprensión de Europa sobre cómo hacer frente a la competencia china son el objeto de numerosos artículos en el Reino del Centro. Como suele ocurrir en Occidente, se sabe poco de cómo concibe Pekín su misión en calidad de nueva superpotencia. Muchos no supieron ver tampoco lo que pensaba Rusia de su caída en los 90, ni mucho menos lo que piensa el mundo árabe sobre la intromisión de Europa y EE UU en sus territorios durante dos siglos. Dado que las reglas europeas y, más en general, las occidentales ya no son necesariamente las que mandan, ni en los modelos económicos, ni en el comercio ni en la interpretación de la historia moderna, intentar comprender el punto de vista del otro es fundamental.

Lo llamativo en el caso de China es que resuenan constantemente ecos del pasado que, en opinión de sus líderes y sin duda de la mayoría de sus habitantes, también indican el futuro. La mentalidad de nosotros contra ellos adoptada por Xi en las relaciones de su país con el mundo moderno recuerdan al fundador de la dinastía Ming (1344-1644 d.C.), el emperador Hongwu Zhu Yuanzhang, que alimentó el victimismo para impulsar un nacionalismo feroz. Presidió una renovación del poder genuinamente chino después de un siglo de discriminación bajo los mongoles. Después, China perdió su oportunidad tras la Revolución Industrial por culpa de las Guerras del Opio en la década de 1840 y la posterior intervención europea en la política del país. Los chinos conservan un fuerte sentimiento de humillación. Por eso, igual que la dinastía Ming construyó la Gran Muralla para impedir entrar a los bárbaros, Xi ha erigido un Gran cortafuegos de censura en Internet para impedir que la influencia extranjera se infiltre en el país.

Con la salida de China al mundo, en 2013 se puso en marcha la iniciativa de la Franja y la Ruta, con el propósito de construir carreteras, ferrocarriles y puertos y, más recientemente, cables eléctricos en más de un centenar de países. La inversión supera el billón de dólares y el objetivo es conquistar los mercados extranjeros para las empresas chinas y, como ha ocurrido siempre, reforzar la influencia del país asiático. El coste multiplica por siete el del Plan Marshall con el que Estados Unidos, tras la Segunda Guerra Mundial, contribuyó a reconstruir Europa. Jonathan Hillman, autor de The Emperor’s New Road, que trabaja en el CSIS en Washington, describe la ambición de China con lenguaje sucinto e irónico. “Desde que salió de la estación, la Ruta se ha convertido en un tren sin conductor… Su velocidad frenética ya ha sobrepasado la capacidad de China de medir con precisión y gestionar todas esas actividades. En medio del caos, triunfan la corrupción y la búsqueda de rentas”.

Una diferencia clara con el Plan Marshall es que los receptores de aquella ayuda eran países que se habían industrializado en el siglo XIX pero cuyas industrias habían quedado destruidas. Casi todos eran democracias y, a finales de los años cuarenta, el Estado de derecho se había restablecido en todos, incluida Alemania. La mentalidad de los dirigentes chinos actuales tiene inconvenientes que The Emperor’s New Road ilustra con detalle. Muchos beneficiarios de las inversiones chinas son democracias a duras penas (Pakistán) o muy imperfectas (Sri Lanka, Indonesia, Malasia, etcétera). Los chinos presumen de sus tecnología de vanguardia y sus grandes empresas constructoras, pero los proyectos se impulsan y se conciben en el mayor de los secretos y apenas se someten al control social, medioambiental o económico de los ciudadanos de los países receptores. Con todas las críticas que han recibido en el pasado los proyectos de ayuda financiados por Occidente y el Banco Mundial, en este caso los problemas son aún mayores, pero están rodeados por un muro de silencio.

Jonathan Hillman ha viajado a muchos de los sitios en los que están desarrollándose los grandes proyectos y las historias que cuenta son propias de novelas policiacas, con un reparto de personajes que cualquier escritor envidiaría. En The Looting Machine. Warlords, Tycoons, Smugglers and the Systematic Theft of Africa’s Wealth, Tom Burgis describía un fenómeno que no era exclusivo de las empresas chinas, pero lo que llama la atención es que los proyectos chinos actuales son similares a los que promovían los británicos y los franceses durante su expansión colonial. Hillman sugiere que las trampas que aguardan a la Nueva Ruta de la Seda no se diferencian mucho de las que se encontraron las potencias coloniales. Como Tom Burgis, que trabaja como periodista en el diario Financial Times, Hillman combina un agudo conocimiento de la banca y las finanzas internacionales con visitas sobre el terreno que suelen ser verdaderamente entretenidas e incluso francamente divertidas.

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El Presidente chino, Xi Jinping, da la bienvenida al Primer Ministro paquistaní, Imran Khan, en un forum sobre la Nueva Ruta de la Seda., 2019. Valery Sharifulin\TASS via Getty Images

Varios proyectos de la Ruta han obtenido grandes resultados, y entre los que están en construcción, seguramente lo obtendrán también los 6.671 kilómetros de ferrocarril de alta velocidad entre el suroeste de China y Singapur y la presa hidroeléctrica por valor de 5.800 billones de dólares en Nigeria. Pero ha habido fracasos inmensos. El capítulo dedicado a Pakistán se titula “El agujero negro”. El Corredor Económico China-Pakistán (CPEC), que se extiende desde la Cordillera del Karakorum hasta el Mar Arábigo, “ha producido más discrepancias que armonía”, y da la impresión de que Pekín está encontrando a los paquistaníes tan difíciles como los encontró Estados Unidos durante décadas. El autor escribe que, “si el vecino Afganistán es el cementerio de los imperios, Pakistán es el agujero negro de la ayuda exterior” y lo ha sido desde su fundación. Si China, con su ayuda, lograra dar estabilidad a Pakistán, “liberaría su poder para llegar más allá hasta Afganistán, hasta el Mar Arábigo, hasta acercarse a la frontera india”. Sin embargo, hasta ahora, el gigante asiático no ha dado ninguna estabilidad a un país desgarrado por las turbulencias políticas y una deuda acuciante. Si lo consiguiera, demostraría “una capacidad increíblemente sofisticada de utilizar el poder”. La carretera que están construyendo los chinos sobre las montañas más desoladoras del mundo para conectar los dos países tiene más sentido estratégico que comercial.

El autor cuenta que un antiguo embajador paquistaní en Washington describía la relación entre su país y EE UU como “una historia de expectativas desmesuradas, promesas rotas y malentendidos desastrosos”. Hoy, como los economistas occidentales que asesoraban a Pakistán en otros tiempos, las autoridades chinas parecen haber sobrevalorado sus dotes. Les sorprende que algunos proyectos en Pakistán se detengan por motivos que jamás interrumpirían una obra en China. Si se piensa que el CPEC es la estrella de la iniciativa BRI, esto obliga a preguntarse: ¿será posible que las palabras anteriores describan, de aquí a unos años, la relación de Pekín con Islamabad?

El capítulo sobre Sri Lanka se titula “Juego de préstamos” y cuenta la historia de cómo se construyó en la costa sureste de Sri Lanka, en Humbatota, un puerto inmenso y más bien innecesario, al que siguió un aeropuerto también innecesario en Mattala. En lugar de servir a las rutas marítimas de más tráfico del mundo, el puerto absorbe el 1% del tráfico total de la isla, y solo gracias al desvío de transportes de automóviles desde el puerto de la capital, Colombo. Sri Lanka contrajo una pesada deuda para construir este elefante blanco y no pudo devolver el préstamo a China, que entonces firmó un arrendamiento de 99 años por 1.120 millones de dólares como pago. Algo muy similar a la historia de Hong Kong. En 2015, el 95% de los ingresos del Gobierno se destinaba a pagar la deuda externa del país. Otro paralelismo irónico, e incluso incómodo, con las relaciones entre Europa y China a principios del siglo XX. La historia de Humbatota cuenta con los personajes habituales: un joven local, Mahinda Rajapaksa, que fue elegido miembro del Parlamento y después presidente, que soñaba con desarrollar su región de origen y para ello promovió un proyecto grandilocuente que no tiene lógica económica pero fue una gallina de los huevos de oro para su familia y su partido político. Como dice el autor, las ideas de proyectos megalómanos “van y vienen, pero no suelen desaparecer”. Algunas, como el Canal de Suez, poblaron los sueños 2.000 años antes de hacerse realidad.

En 2018, Christine Lagarde, entonces directora gerente del FMI, advirtió en un discurso de que “el primer reto es garantizar que la Ruta de la Seda solo vaya adonde es necesario”. A primera vista, parece evidente que ha habido mala praxis por parte de China. No era el principal acreedor de Sri Lanka, pero aceptó unas condiciones de pago que otros prestamistas más responsables no estaban dispuestos a asumir. Sus motivos parecen ser estratégicos: ningún otro acreedor estaba dispuesto a tener un 80% de una inversión así y además encargarse de administrarla. El Banco Mundial y el Banco Asiático de Desarrollo nunca habrían aceptado esas condiciones. El autor dice algo interesante: que los proyectos chinos están mucho menos coordinados de lo que puede parecer desde fuera, porque los grandes bancos y los organismos estatales compiten entre sí e ignoran lo que hacen sus colegas dentro de una burocracia llena de secretismo. Los estudios de viabilidad se ocultan, igual que la financiación. Con todo, a la hora de la verdad, “puede que hubiera una trampa de deuda, pero los líderes de Sri Lanka la tendieron y cayeron en ella”.

A pesar de las dificultades, la BRI seguirá teniendo repercusión en muchos países y aumentando la influencia política y económica de China en varios continentes; pero el proyecto sigue teniendo un “problema de conectividad”. El autor dice que “hay una tensión fundamental entre la conectividad que China dice buscar a través de la BRI y el control que está dispuesta a ceder. Mientras asegura defender la globalización y ampliar sus lazos, está ejerciendo la represión en zonas por las que deben pasar las rutas de la Iniciativa, lo que puede ser un impedimento para sus propios proyectos. En Xinjiang, en 2017, había el quíntuple de agentes de policía que 10 años antes, y el gasto de la provincia en tecnología de vigilancia se ha disparado hasta llegar a 3.500 millones de dólares. Ese mismo año, Xi llamó a construir una “Gran muralla de hierro” alrededor de la provincia, en la que la represión contra los musulmanes uigures ha hecho que haya millones de personas retenidas en “centros de reeducación”. Fomentar una imagen de que se quiere conectar el mundo al mismo tiempo que se levanta una fortaleza dentro del país es una mezcla incómoda. Cuando Hillman atravesó la ciudad de Tashkurgan, próxima a la frontera con Pakistán, tuvo la impresión de estar en “un puesto avanzado y remoto, preparándose para un asedio que nunca llegará”.

Las rutas de la seda antiguas fomentaban el comercio pero también las ideas. La censura y la ciberseguridad chinas se inmiscuyen cada vez más; ya se han ofrecido a otros países a mostrarles su experiencia con el “Gran cortafuegos”. El resultado es que se limita el intercambio de conocimientos, aunque a los chinos les puede resultar más fácil tender líneas de fibra óptica y manejar redes de telecomunicaciones capaces de proporcionar beneficios comerciales, informaciones y la posibilidad de interferir en las comunicaciones enemigas, que promover proyectos de infraestructuras. Ante el escrutinio creciente en los mercados occidentales, es posible que los gigantes tecnológicos chinos “refuercen aún más su presencia en los mercados en vías de desarrollo y emergentes”. ¿Qué éxito tendrá a largo plazo la BRI, con el lastre imperialista cada vez mayor que entraña?

Hay que recordar que el imperialismo puede definirse como la extensión y el mantenimiento del poder y la influencia de un país a través del comercio, la diplomacia y el dominio militar o cultural. En ese sentido, las ambiciones de la Iniciativa de la Ruta de la Seda son imperialistas. Y eso lleva a tres reflexiones finales. Cuanto más continúe el ascenso de China, más probabilidades hay de que sus actividades en el extranjero adopten un tono militar más duro. Desde la antigua Roma hasta los imperios mongol y británico, el comercio en expansión siempre ha sido el vencedor. En segundo lugar, los imperios suelen ser los peores enemigos de sí mismos: la historia de España, el Reino Unido y Rusia/Unión Soviética lo demuestran. Por último, la pandemia de la COVID-19 ha dejado al descubierto los fallos de la BRI, al tiempo que ha creado nuevas necesidades que Pekín podría explotar. Muchos de sus socios asiáticos están viéndose empujados hacia el abismo.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.