La
sacralidad de la vida

Peter Singer Los
partidos políticos

Fernando Henrique Cardoso El euro
Christopher Hitchens

La
pasividad japonesa

Shintaro Ishihara

La monogamia

Jacques Attali

La
jerarquía religiosa

Harvey Cox

El Partido
Comunista Chino

Minxin Pei

Los
coches contaminantes

John Browne

El
dominio público

Lawrence Lessig

Las
consultas de los médicos

Craig Mundie

La monarquía
inglesa

Felipe Fernández-Armesto

La
guerra contra las drogas

Peter Schwartz

La
procreación natural

Lee Kuan Yew

La polio
Julie Gerberding

La soberanía

Richard Haass

El anonimato

Esther Dyson

Los subsidios
agrícolas

Enrique Iglesias

Acosado, en 1948, el soberano egipcio Faruk dijo que
pronto quedarían
sólo cinco reyes gobernantes en el mundo: los de corazones, tréboles,
diamantes y picas, y el monarca inglés. Ahora da la impresión
de que se equivocaba en uno. Pero la monarquía no se ahogará en
una ola de sentimiento republicano ni se eliminará debido a sus
fracasos. La crisis, cuando llegue, la provocará el hecho de que
la familia real no está dispuesta a seguir cumpliendo su tarea.


ILUSTRACIONES: NENAD JAKESEVIC
PARA FP

En teoría, los miembros de la familia real deberían simbolizar
un objetivo colectivo nacional –si es que existe semejante cosa– y
encarnar valores comunes. Ése era el papel para el que los hijos
de la reina Isabel II parecían preparados cuando eran jóvenes.
Cortesanos, consejeros y medios de comunicación daban una imagen
de ellos como ideal de refinamiento burgués. Pero la historia
se adueñó de todo. Resultó que representaban demasiado
bien a su tiempo, parecían más un hogar de telecomedia
o una dinastía de culebrón que una familia modelo: bobos,
indisciplinados, caprichosos, movidos por rivalidades mezquinas y animados
exclusivamente por las infidelidades.

Hoy, su pompa y su oropel parecen chabacanos y demasiado caros, un diente
de oro en una boca llena de caries. Carlos, el príncipe de Gales,
que tanto ha hecho por la sociedad y el medio ambiente, podría
haberse ganado los buenos deseos de su pueblo. En cambio, ha convertido
su tragedia en una farsa. Su última torpeza fue programar una
boda civil de segunda que sólo puede presentarse como legal si
se apela, ridículamente, al Convenio Europeo de Derechos Humanos.
Se ha descubierto así a la minoría desfavorecida más
pequeña y más rica del mundo.

En pocas palabras, los miembros de la familia real han hecho un trabajo
abominable en un papel que ellos mismos escogieron. De acuerdo con cualquier
criterio laboral normal, habría que despedirles. Sin embargo,
por ridículo y absurdo que resulte, aún pueden cumplir
sus funciones teóricas: permanecer callados, firmar leyes y entretener
a los dignatarios extranjeros. Los británicos, en general, están
dispuestos a dejarles seguir, no por afecto, sino por falta de una alternativa
viable.

Ahora bien, pronto, los propios miembros de la familia real perderán
el deseo de seguir adelante. Ni siquiera al príncipe de Gales,
que sueña con ser rey, le gusta ya el país al que debe
representar. Para él, sus súbditos han abandonado las tradiciones
que les distinguían y se han rendido ante unos valores nuevos,
desclasados y políticamente correctos. La celebridad ha sustituido
a la nobleza como lo más cercano a un ideal aristocrático.
En las celebraciones del milenio, la Reina tuvo que entrelazar los brazos
con el primer ministro y medio cantar el Vals de
las velas
como una camarera.
Si eres miembro de la realeza, ¿para qué seguir figurando
en un mundo tan inquietantemente desconocido?

La próxima generación –el dúo Wills y Harry
(los príncipes Guillermo y Enrique)– no tiene ningún
apego a su trabajo. Salen a su madre. El egocentrismo superficial y rimbombante
de la vida de Diana representa el único futuro al que pueden aspirar
estos príncipes. El desarraigo, el vacío legal y las transformaciones
del futuro les apartan de las tradiciones de las que son supuestos herederos.
Ninguno de ellos es muy listo; es más, pese a tener todas las
ventajas posibles, Harry no consiguió aproximarse a la media en
los exámenes nacionales de entrada a la universidad. No obstante,
los dos príncipes tienen seguramente la sensatez suficiente para
comprender que el trabajo de monarca es hoy de lo menos atractivo. Después
de lo que sus padres sufrieron a manos de la opinión pública
y la prensa –el oprobio, el ridículo, las intromisiones
en su vida privada–, no tienen más remedio que aguardar
su destino con consternación. A medida que Carlos envejezca, los
chicos anhelarán la perspectiva de ser playboys con sueldo, y
no miembros de la familia real con deberes. El problema, para la monarquía,
será semejante al que han conocido otros escenarios: cómo
colocar a unos vagos en el trono.

 

La monarquía inglesa. Felipe
Fernández-Armesto

La
sacralidad de la vida

Peter Singer Los
partidos políticos

Fernando Henrique Cardoso El
euro

Christopher Hitchens

La
pasividad japonesa

Shintaro Ishihara

La
monogamia

Jacques Attali

La
jerarquía religiosa

Harvey Cox

El
Partido Comunista Chino

Minxin Pei

Los
coches contaminantes

John Browne

El
dominio público

Lawrence Lessig

Las
consultas de los médicos

Craig Mundie

La
monarquía inglesa

Felipe Fernández-Armesto

La
guerra contra las drogas

Peter Schwartz

La
procreación natural

Lee Kuan Yew

La
polio

Julie Gerberding

La
soberanía

Richard Haass

El
anonimato

Esther Dyson

Los
subsidios agrícolas

Enrique Iglesias

Acosado, en 1948, el soberano egipcio Faruk dijo que
pronto quedarían
sólo cinco reyes gobernantes en el mundo: los de corazones, tréboles,
diamantes y picas, y el monarca inglés. Ahora da la impresión
de que se equivocaba en uno. Pero la monarquía no se ahogará en
una ola de sentimiento republicano ni se eliminará debido a sus
fracasos. La crisis, cuando llegue, la provocará el hecho de que
la familia real no está dispuesta a seguir cumpliendo su tarea.


ILUSTRACIONES: NENAD JAKESEVIC
PARA FP

En teoría, los miembros de la familia real deberían simbolizar
un objetivo colectivo nacional –si es que existe semejante cosa– y
encarnar valores comunes. Ése era el papel para el que los hijos
de la reina Isabel II parecían preparados cuando eran jóvenes.
Cortesanos, consejeros y medios de comunicación daban una imagen
de ellos como ideal de refinamiento burgués. Pero la historia
se adueñó de todo. Resultó que representaban demasiado
bien a su tiempo, parecían más un hogar de telecomedia
o una dinastía de culebrón que una familia modelo: bobos,
indisciplinados, caprichosos, movidos por rivalidades mezquinas y animados
exclusivamente por las infidelidades.

Hoy, su pompa y su oropel parecen chabacanos y demasiado caros, un diente
de oro en una boca llena de caries. Carlos, el príncipe de Gales,
que tanto ha hecho por la sociedad y el medio ambiente, podría
haberse ganado los buenos deseos de su pueblo. En cambio, ha convertido
su tragedia en una farsa. Su última torpeza fue programar una
boda civil de segunda que sólo puede presentarse como legal si
se apela, ridículamente, al Convenio Europeo de Derechos Humanos.
Se ha descubierto así a la minoría desfavorecida más
pequeña y más rica del mundo.

En pocas palabras, los miembros de la familia real han hecho un trabajo
abominable en un papel que ellos mismos escogieron. De acuerdo con cualquier
criterio laboral normal, habría que despedirles. Sin embargo,
por ridículo y absurdo que resulte, aún pueden cumplir
sus funciones teóricas: permanecer callados, firmar leyes y entretener
a los dignatarios extranjeros. Los británicos, en general, están
dispuestos a dejarles seguir, no por afecto, sino por falta de una alternativa
viable.

Ahora bien, pronto, los propios miembros de la familia real perderán
el deseo de seguir adelante. Ni siquiera al príncipe de Gales,
que sueña con ser rey, le gusta ya el país al que debe
representar. Para él, sus súbditos han abandonado las tradiciones
que les distinguían y se han rendido ante unos valores nuevos,
desclasados y políticamente correctos. La celebridad ha sustituido
a la nobleza como lo más cercano a un ideal aristocrático.
En las celebraciones del milenio, la Reina tuvo que entrelazar los brazos
con el primer ministro y medio cantar el Vals de
las velas
como una camarera.
Si eres miembro de la realeza, ¿para qué seguir figurando
en un mundo tan inquietantemente desconocido?

La próxima generación –el dúo Wills y Harry
(los príncipes Guillermo y Enrique)– no tiene ningún
apego a su trabajo. Salen a su madre. El egocentrismo superficial y rimbombante
de la vida de Diana representa el único futuro al que pueden aspirar
estos príncipes. El desarraigo, el vacío legal y las transformaciones
del futuro les apartan de las tradiciones de las que son supuestos herederos.
Ninguno de ellos es muy listo; es más, pese a tener todas las
ventajas posibles, Harry no consiguió aproximarse a la media en
los exámenes nacionales de entrada a la universidad. No obstante,
los dos príncipes tienen seguramente la sensatez suficiente para
comprender que el trabajo de monarca es hoy de lo menos atractivo. Después
de lo que sus padres sufrieron a manos de la opinión pública
y la prensa –el oprobio, el ridículo, las intromisiones
en su vida privada–, no tienen más remedio que aguardar
su destino con consternación. A medida que Carlos envejezca, los
chicos anhelarán la perspectiva de ser playboys con sueldo, y
no miembros de la familia real con deberes. El problema, para la monarquía,
será semejante al que han conocido otros escenarios: cómo
colocar a unos vagos en el trono.

 

Felipe Fernández-Armesto
es catedrático de Historia en la Universidad Tufts y miembro del claustro
de Queen Mary, en la Universidad de Londres. Es autor de
Ideas That
Changed the World
(DK Pub, Nueva York, 2003).