Acosado, en 1948, el soberano egipcio Faruk dijo que pronto quedarían sólo cinco reyes gobernantes en el mundo: los de corazones, tréboles, diamantes y picas, y el monarca inglés. Ahora da la impresión de que se equivocaba en uno. Pero la monarquía no se ahogará en una ola de sentimiento republicano ni se eliminará debido a sus fracasos. La crisis, cuando llegue, la provocará el hecho de que la familia real no está dispuesta a seguir cumpliendo su tarea.
En teoría, los miembros de la familia real deberían simbolizar un objetivo colectivo nacional –si es que existe semejante cosa– y encarnar valores comunes. Ése era el papel para el que los hijos de la reina Isabel II parecían preparados cuando eran jóvenes. Cortesanos, consejeros y medios de comunicación daban una imagen de ellos como ideal de refinamiento burgués. Pero la historia se adueñó de todo. Resultó que representaban demasiado bien a su tiempo, parecían más un hogar de telecomedia o una dinastía de culebrón que una familia modelo: bobos, indisciplinados, caprichosos, movidos por rivalidades mezquinas y animados exclusivamente por las infidelidades. Hoy, su pompa y su oropel parecen chabacanos y demasiado caros, un diente de oro en una boca llena de caries. Carlos, el príncipe de Gales, que tanto ha hecho por la sociedad y el medio ambiente, podría haberse ganado los buenos deseos de su pueblo. En cambio, ha convertido su tragedia en una farsa. Su última torpeza fue programar una boda civil de segunda que sólo puede presentarse como legal si se apela, ridículamente, al Convenio Europeo de Derechos Humanos. Se ha descubierto así a la minoría desfavorecida más pequeña y más rica del mundo. En pocas palabras, los miembros de la familia real han hecho un trabajo abominable en un papel que ellos mismos escogieron. De acuerdo con cualquier criterio laboral normal, habría que despedirles. Sin embargo, por ridículo y absurdo que resulte, aún pueden cumplir sus funciones teóricas: permanecer callados, firmar leyes y entretener a los dignatarios extranjeros. Los británicos, en general, están dispuestos a dejarles seguir, no por afecto, sino por falta de una alternativa viable. Ahora bien, pronto, los propios miembros de la familia real perderán el deseo de seguir adelante. Ni siquiera al príncipe de Gales, que sueña con ser rey, le gusta ya el país al que debe representar. Para él, sus súbditos han abandonado las tradiciones que les distinguían y se han rendido ante unos valores ... |
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