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Un bebé recien nacido en un hospital en Juba, Sudán del Sur. Stefanie Glinski/AFP/Getty Images

El riesgo de muerte en las primeras semanas de vida está estrechamente relacionado con las deficiencias en los sistemas de salud y con la pobreza. ¿Qué está haciéndose al respecto? ¿Cuáles son los principales desafíos?

Las dos primeras décadas del siglo XXI están caracterizándose por una verdadera revolución biosanitaria, que se ha traducido en avances inéditos y asombrosos en los indicadores globales de salud, particularmente en lo que respecta a la mortalidad infantil. De hecho, nunca en la historia de la humanidad las posibilidades de sobrevivir de un recién nacido en este planeta han sido mayores que las que observamos hoy. Para nuestra fortuna, la mortalidad infantil en los países ricos se ha convertido en un hecho prácticamente anecdótico, y el número de muertes prematuras en la edad infantil ha ido menguando a nivel global de forma progresiva y constante, pasando de los más de 17 millones de muertes anuales al principio de los 70 a los menos de 6 millones actuales, o lo que es lo mismo, menos del 5% de los aproximadamente 130 millones de nacimientos anuales.

Estos impresionantes progresos, sin precedentes en la historia de la humanidad, son el resultado de circunstancias excepcionales y de la suma de muchos esfuerzos a escala nacional e internacional. Sin embargo, los avances pueden explicarse en gran medida gracias al efecto catalizador del establecimiento en 2000 de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), una serie de metas ambiciosas acordadas por los gobiernos de los 191 países miembros de Naciones Unidas diseñadas para luchar de forma global contra la pobreza, el hambre, la enfermedad, el analfabetismo, la degradación medioambiental y la discriminación de género.

En relación a la mortalidad infantil, muchos países consiguieron reducirla en el periodo entre 1990 y 2015 en un mínimo de dos tercios en relación a los indicadores, tal y como estipulaba el ODM número 4, aunque el objetivo a nivel global no fuese alcanzado y el progreso fuera desigual según las zonas geográficas. El empuje y tracción resultante de los ODM para disminuir las muertes infantiles ha sido relevado por los más recientes Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), y en concreto por el ODS 3.2, que propone una nueva meta si cabe aún más ambiciosa para 2030, lo que debería ser entendido como una nueva oportunidad para salvar millones de vidas.

Es importante destacar que esta tan aplaudida mejoría en la supervivencia infantil ofrece unos matices importantes. Desde un punto de vista geográfico y socioeconómico, y a pesar de que las reducciones se han visto confirmadas en todos los continentes, es cierto que estas disminuciones han sido mucho más modestas en países de baja o media renta, y en particular en el continente africano, donde las cifras de muertes prematuras en niños siguen siendo descorazonadoras. No es ninguna coincidencia que casi un 99% de las muertes infantiles se circunscriban a estos entornos, un recordatorio estridente de las muchas inequidades que influencian la salud global.

Desde el punto de vista de los grupos de edad más afectados, es importante destacar que las muertes acontecidas en el periodo neonatal, es decir aquellas que ocurren entre el momento del nacimiento y el final de la cuarta semana de vida, han disminuido también pero a un ritmo mucho menos acelerado que las muertes en edades mayores. Por tanto, la importancia de la mortalidad neonatal, como porción del total de la mortalidad infantil se ha visto proporcionalmente incrementada, representando a día de hoy cerca del 45% de las muertes en niños menores de cinco años. Las mayores tasas de mortalidad en este grupo de edad específico se observan en el continente africano, siendo allí hasta diez veces mayores que las documentadas en países ricos. En ausencia de cambios en las tendencias actuales, tendrán que pasar más de 100 años para que un recién nacido en África tenga las mismas probabilidades de sobrevivir que uno nacido en Europa.

Es cierto que el primer mes de vida es sin duda alguna el período más vulnerable para la supervivencia infantil. El riesgo es mayor aún durante la primera semana de vida, dónde se concentran hasta tres cuartas partes de todas las muertes, concentrándose hasta la mitad de éstas en las primeras 24 horas de vida. Sobrevivir por tanto no solo al parto, sino también a estos 28 días de oro parece un reto mayúsculo y necesario para poder aspirar a un desarrollo sin problemas y a una infancia y vida posterior saludable. Pero ¿qué hace que el período neonatal sea tan importante? ¿Por qué un momento que apenas dura un 0,1% del total de una vida saludable (unos 70 años) tiene el potencial de definir tan críticamente las posibilidades de supervivencia más allá que cualquier otro periodo?

Existen múltiples respuestas que podrían explicar este fenómeno, pero la mayoría gravitan alrededor de dos grandes premisas: el ciclo vicioso que se establece entre pobreza y enfermedad, enormemente difícil de romper, y que es particularmente notable en este periodo de máxima vulnerabilidad; y las disparidades globales que existen en términos de la calidad de y acceso al sistema de salud, seriamente comprometido en aquellas regiones con menores recursos. Durante los primeros 28 días de vida, el riesgo de muerte se relaciona no tanto con condiciones o enfermedades específicas sino más bien con las fallas del sistema de salud disponible para garantizar una adecuada supervivencia. Si a estos sistemas de salud que son frágiles, limitados en recursos y pobremente accesibles, le sumamos una miríada de enfermedades de gran virulencia y muy prevalentes en estas áreas empobrecidas, entenderemos por qué algunas naciones sufren para mejorar sus indicadores más básicos de salud. Las enfermedades de la pobreza se denominan así por afectar de forma más evidente a aquellas regiones más pobres, y en ellas, a los más pobres dentro de los pobres. Trágicamente, estas enfermedades causan a su vez mayor pobreza, cerrando el círculo vicioso que atrapa a las poblaciones más vulnerables en una espiral de la que es difícil escapar.

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Una enfermera pesa a una niña en un hospital en Boali, República Centroafricana. Florent Vergnes/AFP/Getty Images

Además de las inequidades existentes entre países ricos y pobres, fáciles de entender desde un punto de vista sociopolítico y económico –por muy flagrantes que sean–, existe otra serie de desigualdades que nacen como resultado del trato diferencial que desde el mundo rico se otorga a ciertos problemas de salud o enfermedades. El ejemplo de la mortalidad en el período neonatal, anteriormente mencionado, es claro. Al no existir una vacuna mágica o programas específicos de probada eficacia que resuelvan los fallos estructurales inherentes a los déficits en los sistemas de salud que se organizan para la atención al parto y al recién nacido, es prácticamente imposible mejorar los indicadores en este período sin una gran inversión en la mejora del sistema, algo para lo que en los últimos años no ha habido grandes incentivos ni interés. Afortunadamente, el incremento proporcional de las muertes en este grupo de edad en relación al total de muertes durante la edad infantil ha puesto de manifiesto la importancia de afrontar este problema de forma concertada y proactiva.

Existen también importantes –y a veces incomprensibles– diferencias a nivel de las enfermedades, según estas tengan la suerte –o la desgracia– de provocar interés a nivel global. Mientras que el sida, la malaria o la tuberculosis, por poner ejemplos concretos, reciben todas una considerable atención y una inyección de recursos regular para su control y prevención, existen enfermedades olvidadas que apenas aparecen en las estadísticas, o que no alcanzan el suficiente glamour patológico para despertar una respuesta mucho más agresiva entre la comunidad internacional, las entidades financiadoras, o incluso la filantropía internacional. Por citar un ejemplo, la neumonía –un término que engloba cual cajón de sastre a múltiples etiologías diferentes causantes de infecciones de las vías respiratorias bajas– sigue siendo la principal causa infecciosa de mortalidad infantil, y es directamente responsable de una de cada seis muertes pediátricas, un dato que debería sonrojarnos. Aunque quizás debería avergonzarnos aún más el hecho que nueve de cada diez de estas muertas ocurran en los países más pobres, recalcando así la inequidad inherente a esta enfermedad. Cabe destacar que la inversión específica internacional para el control de este gigantesco problema de salud pública global es claramente insuficiente, probablemente porque ha dejado de ser un problema en los Estados más ricos, donde las neumonías apenas merecen titulares.

Otras enfermedades, como por ejemplo las causadas por el virus del Ébola o el del Zika, que a menudo surgen de forma abrupta e imprevisible, pueden llegar a monopolizar de forma injusta la atención mediática y la movilización de fondos por el miedo a su expansión a los países más ricos, más que por su impacto en las zonas donde son endémicas. En situaciones de recursos limitados a dedicar a las enfermedades de la pobreza, estos nuevos focos de interés pueden desviar la atención sobre otros problemas prioritarios, como pudo evidenciarse durante la crisis del ébola en 2015 en África occidental, donde los programas de control de la malaria quedaron paralizados por el impacto de la irrupción de esta nueva infección, causando muchas más muertes que el propio ébola.

Vivimos en un mundo globalizado donde, sin embargo, la polarización de los problemas de salud es cada vez más evidente. La mortalidad pediátrica, altamente concentrada en aquellas zonas del mundo con una mayor pobreza, merece toda nuestra atención, ya que la mayoría de las causas de muerte en este periodo de edad altamente vulnerable son fácilmente prevenibles o tratables. Si queremos avanzar firmemente hacia un mundo más justo en el que tu lugar de nacimiento no condicione tus probabilidades de sobrevivir, deberemos tomarnos más en serio las enfermedades y los desafíos estructurales de los sistemas de salud de aquellas partes del mundo más olvidadas.