Cómo la institución debe abordar los principales retos si quiere estar a la altura de las circunstancias.

 

El candidato del Partido Popular Europeo (PPE), Jean-Claude Juncker, a la derecha, y Martin Schulz, el candidato de los Socialistas Europeos. (AFP/Getty Images)

La Unión Europea no se ha enfrentado probablemente nunca a unos retos como estos. Un crecimiento económico de una lentitud crónica y una crisis del euro que está latente pero no resuelta han hecho que disminuya el apoyo a la Unión y ha contribuido a que los partidos antisistema obtuvieran el 20% de los escaños en las elecciones europeas. Una ola de sentimiento eurófobo puede sacar al Reino Unido de la UE y Rusia es un vecino cada vez más amenazador.

La Unión no puede afrontar estos problemas si no cuenta con una Comisión -el órgano que define los intereses comunes, ayuda a elaborar las políticas comunes y hace respetar las normas- verdaderamente fuerte. Sin embargo, muchos europeístas inteligentes y comprometidos quieren elegir al próximo presidente de la Comisión mediante un método que va a debilitarla.

Se trata del sistema de Spitzenkandidaten, los candidatos designados, que promueven el Parlamento Europeo y los principales partidos políticos de ámbito europeo. Según ellos, las últimas elecciones han dado a los votantes una auténtica posibilidad de escoger entre Jean-Claude Juncker, el candidato del Partido Popular Europeo (PPE), de centro derecha, Martin Schulz, el candidato de los Socialistas Europeos, y los que representan a otros grupos más pequeños. Además, los defensores de este sistema afirman que permite a los electores ver la relación directa entre lo que votan y los rostros que gobiernan la UE. Y dicen que, como el PPE es el que ha obtenido más escaños en el PE (aunque muchos menos que hace cinco años), el Consejo Europeo debe inclinarse ante “la voluntad popular” y nombrar a Juncker. Pero estos argumentos tienen varios fallos graves.

En primer lugar, los dos candidatos principales no ofrecían una verdadera alternativa a la gente. Juncker y Schulz tienen opiniones similares y los dos son partidarios de dar más poderes a la UE sin cambiar demasiado su funcionamiento. De todas formas, es difícil escoger en serio entre dos candidatos sin saber quiénes son. Y los votantes, en su mayoría, no han oído hablar de Schulz o Juncker, lo cual es lógico, dado que son políticos más bien desconocidos para quienes no viven en Bruselas.

En segundo lugar, la idea de los Spitzenkandidaten se basa en la hipótesis de que, si la gente vota por un rostro y no por otro, la política va a cambiar. En realidad, nombrar a Juncker o a Schulz influiría poco en el trabajo de la Comisión, aunque tuvieran posturas muy distintas: quien resulte elegido tendrá que trabajar con una amplia coalición de 27 comisarios, procedentes de distintos partidos y nombrados por los gobiernos nacionales. Los únicos presidentes que han podido dejar auténtica huella han sido los más dinámicos, como Jacques Delors.

Además, la Comisión tiene escaso poder ejecutivo, salvo en unas cuantas áreas como la política de competencia. La mayor parte de las decisiones importantes en la UE las toma el Consejo de Ministros. Aunque la Comisión es la que pone en marcha las leyes, el Consejo y el Parlamento las revisan y luego tienen que aprobarlas. De modo que, si los defensores de los Spitzenkandidaten hacen creer a los electores que sus votos van a cambiar la política de la Unión con la designación del presidente de la Comisión, el resultado puede ser pronto la desilusión.

Un tercer problema de los Spitzenkandidaten es que harían que la Comisión fuera más partidista, al menos en imagen. Si Juncker fuera presidente, se pensaría que iba a estar en deuda con el grupo del PPE en el Parlamento, y eso tendría graves repercusiones para la credibilidad y la legitimidad de la Comisión como órgano regulador y normativo. Supongamos que el Gobierno español, de centro derecha, rompiera las reglas presupuestarias de la eurozona, y que la Comisión respondiera sin firmeza: se acusaría a esta última de partidismo. Muchas de las tareas que lleva a cabo esta institución comunitaria exigen que esté por encima de la política de partidos.

La cuarta y principal razón para que el Consejo Europeo rechace a los Spitzenkandidaten es que la categoría de quienes gobiernan la UE tiene enorme importancia. La experiencia ejecutiva de Schulz se limita a haber sido alcalde de una pequeña ciudad alemana. Juncker posee gran experiencia política, puesto que fue primer ministro de Luxemburgo de 1995 a 2013, pero dejó el cargo bajo una pequeña sombra, por su forma de gestionar un escándalo de espionaje. Fue presidente del Eurogrupo, entre 2008 y 2013, pero no puede achacársele a él la crisis del euro. Sin embargo, le faltó la energía necesaria para plantar cara a los grandes Estados miembros cuando se cometieron errores y quedó al margen de las decisiones en muchos momentos fundamentales. El excelente nuevo libro de Jean Pisani-Ferry The euro crisis and its aftermath revela que, entre enero de 2010 y junio de 2012, el secretario del Tesoro estadounidense, Tim Geithner, llamó al presidente del BCE (primero Jean-Claude Trichet y luego Mario Draghi) 58 veces, a Wolfgang Schäuble (ministro de Economía alemán), 36 veces, a Olli Rehn (comisario europeo de Economía), 11 veces, y a Juncker, solo dos.

Los debates televisados entre los candidatos a la presidencia generaron escaso interés en la mayoría de los Estados miembros, tal vez porque eran personajes más bien desconocidos y poco atractivos, con la excepción de Alexis Tsipras, el candidato designado por la extrema izquierda, que sí tiene cierto carisma. Si en los debates hubieran intervenido por ejemplo, además de Tsipras, Angela Merkel, Silvio Berlusconi, Nicolas Sarkozy y Marine Le Pen -unos políticos muy conocidos fuera de sus propios países-, es posible que los debates hubieran tenido millones de espectadores.

Pero el sistema de los Spitzenkandidaten hizo que las grandes figuras no quisieran presentarse. Quienes ocupaban cargos habrían tenido que dimitir sin tener ninguna seguridad de obtener la nominación y la presidencia. Varios candidatos con posibilidades -algunos rostros más nuevos que los candidatos designados- no se postularon por ese motivo. Entre ellos, Dalia Grybauskaite, Enda Kenny, Christine Lagarde, Fredrik Reinfeldt, Helle Thorning-Schmidt y Donald Tusk, que dirigen respectivamente Lituania, Irlanda, el Fondo Monetario Internacional, Suecia, Dinamarca y Polonia (otros posibles aspirantes, que en la actualidad no ocupan ningún cargo, habrían sido el finlandés Jyrki Katainen, el francés Pascal Lamy y el italiano Enrico Letta).

En lugar de ceder ante el Parlamento con el nombramiento de uno de los candidatos designados, el Consejo Europeo debería nombrar a un presidente lleno de fuerza, que fortalecería a la Comisión en su conjunto. La debilidad de la institución es uno de los problemas de la UE y, por consiguiente, uno de los motivos de que haya aumentado el euroescepticismo. La Comisión ha estado mal dirigida y descentrada, y ha propuesto demasiadas normas mal elaboradas. Ha estado demasiado dispuesta a seguir las directrices del Parlamento y, con ello, ha perdido credibilidad en las capitales nacionales.

Una Comisión fuerte necesita un presidente dinámico y eficiente, capaz de sacudir la institución al tiempo que conserva la confianza del Parlamento y los Estados miembros. Las prioridades de la institución deberían ser, entre otras:

Impulsar el crecimiento económico. La Comisión debe proponer la ampliación del mercado único (especialmente en los sectores de los servicios y la economía digital), negociar más acuerdos comerciales con otras partes del mundo, respaldar las investigaciones de vanguardia en la UE e invertir en infraestructuras fundamentales como la transmisión de energía. Algunas de estas medidas serían impopulares. Por esa razón, el presidente debe tener la astucia suficiente para crear coaliciones que promuevan el cambio, explicar las ventajas y garantizar la ayuda a los que puedan quedar más desatendidos. La Comisión tiene que ser más precavida para no poner obstáculos al crecimiento: debe perfeccionar las evaluaciones de impacto en el momento de elaborar las leyes y resistir ante el Parlamento cuando este exija regulaciones innecesarias. A la larga, un crecimiento más rápido reduciría el apoyo a los populismos.

Devolver la salud a la eurozona. Las dificultades del euro han perjudicado enormemente el comportamiento económico de la UE en su conjunto. Aunque la crisis ha dejado de aparecer en los titulares, sigue habiendo grandes problemas: una obsesión excesiva por la austeridad, que asfixia la demanda; presiones deflacionarias en el sur de Europa que el Banco Central Europeo (BCE) no ha sabido abordar; unos niveles de deuda pública casi insoportables en gran parte del sur del continente; la resistencia de algunos gobiernos a emprender dolorosas reformas económicas estructurales; y la poca disposición de Alemania a crear la demanda interna que podría estimular la actividad en otros países de la eurozona. En los primeros años de la crisis, sobre todo, la Comisión no tuvo las agallas para enfrentarse al BCE, Alemania y otros gobiernos cuando llevaban a cabo políticas perjudiciales.

Invitar a los 28 a construir una postura común ante una Rusia más agresiva. Los Estados miembros no han tenido la misma reacción ante la intromisión de Moscú en Ucrania: a algunos les preocupa su seguridad militar, a otros, su abastecimiento energético; unos quieren que la UE dé prioridad a los derechos humanos, otros creen que el diálogo favorece a las voces moderadas dentro del sistema ruso. Pese a estas discrepancias, incluso las mínimas sanciones aprobadas por la Unión hasta ahora han reducido la confianza del mercado en Rusia. Para que Europa aproveche al máximo el poder que tiene frente a Moscú, la Comisión debe colaborar con el Servicio de Acción Exterior y los principales Estados miembros y lograr que los 28 adopten una postura coherente. La Comisión está desarrollando ideas sensatas para mejorar la seguridad energética de la UE -mejorar la eficiencia energética, obtener acceso a fuentes de energía alternativas, facilitar el suministro de gas y electricidad entre unos Estados miembros y otros y coordinar las negociaciones de contratos de gas con terceros países-, pero va a necesitar decisión y empeño si quiere convencer a los gobiernos nacionales para que las hagan realidad.

Afrontar el problema británico. Sea cual sea el partido que venza en las próximas elecciones británicas, es probable que el Reino Unido exija grandes reformas en el funcionamiento de la UE. Algunos Estados miembros apoyarán el intento. Otros serán menos entusiastas, pero, tras las elecciones al PE, hay menos gobiernos dispuestos a decir que se puede seguir como siempre. El presidente de la Comisión tendrá ante sí una tarea hercúlea: construir un orden de prioridades para una reforma que mantenga al Reino Unido en la UE pero, al mismo tiempo, sea aceptable para los otros 27 gobiernos. Y, como no parece que vaya a haber un nuevo tratado de la UE a corto plazo, a los líderes europeos les será difícil elaborar medidas reformistas que sean verdaderamente sustanciales ateniéndose a los tratados en vigor. El nombramiento de Juncker como presidente de la Comisión reduciría las posibilidades de que los británicos permanezcan en la Unión, porque Juncker (como Schulz) tiene una mala relación con ellos.

Los tratados de la UE lo dicen claramente: cuando el Consejo Europeo escoge al presidente de la Comisión, debe tener en cuenta las elecciones europeas; y los eurodiputados tienen que aprobar la elección. Eso significa que lo lógico es que el presidente salga del partido -o grupo de formaciones políticas- capaz de congregar a más parlamentarios. Pero los tratados no hablan de Spitzenkandidaten. Los dirigentes europeos no deben hacerle el juego al Parlamento ni tolerar su intento de hacerse con todo el poder. Los problemas que afronta Europa son demasiado graves para arriesgarse a elegir a un presidente débil para la Comisión. De los posibles candidatos del centro derecha, Christine Lagarde es una de las más fuertes (aunque parece que François Hollande preferiría que no fuera ella la presidenta). Aportaría su experiencia como ministra y al frente del FMI, sus dotes para la comunicación y sus conocimientos económicos.

 

El artículo original ha sido publicado con anterioridad aquí. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

 

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