La comunicación como mejor aliada.

La comunicación se ha entendido durante mucho tiempo bien como una herramienta de venta, bien como el escudo para amortiguar el golpe en momentos de crisis, hasta el punto de llegar a identificarse la discreción o el secreto con los temas realmente importantes. Los cambios sociales de las últimas décadas han favorecido que esta concepción esté cambiando. La comunicación se entiende cada vez más como una herramienta estratégica, un instrumento indispensable para hacer posibles los proyectos y ejecutar los planes. Con algo de retraso, este principio, también está imponiéndose en las relaciones internacionales, a través de la diplomacia pública.

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La diplomacia pública es la estrategia de acciones de información, educación y entretenimiento que una institución desarrolla con el ánimo de influir en el público extranjero en beneficio de su propio interés. Esta labor ha sido desarrollada tradicionalmente por los gobiernos, aunque tanto por presupuesto como por disposición dentro de los Ministerios, ha estado relegada a un lugar secundario, entre lo exótico y lo cool, lejos de los muros capitales de cualquier proyecto de acción exterior.  Con demasiada frecuencia se ha confundido la diplomacia pública con acciones aisladas, desarrolladas desde la perspectiva de las relaciones públicas, las campañas de imagen, los programas Fulbright y poco más, pero eso también está cambiando.

Cada vez está más claro que la diplomacia pública tiene que ser algo más que organizar una visita guiada a Washington. No basta con seducir a los líderes o a las elites académicas o crear un logo atractivo. La diplomacia ha dejado de ser un asunto de elites para convertirse en parte de la conversación global, que afecta a los temas que preocupan a los ciudadanos de todo el mundo. Esta transformación se ha visto acelerada por los medios digitales (Twitter), el auge de las televisiones internacionales (CNN y Al Jazeera) y la irrupción de la transparencia en nuestras vidas (Wikileaks).

Otros actores han comenzado a participar en la arena internacional desarrollando una política exterior intensa. Los gobiernos regionales, las multinacionales, las ONG, los lobbies, las ciudades y los individuos participan e influyen en las decisiones que afectan a la política internacional. Y todos los actores han movido ficha. Assange se ha ocupado de agrandar su figura como mártir de la libertad de expresión para influir en sus relaciones con la justicia británica. En la primavera árabe, Google se posicionó claramente a favor de una determinada participación ciudadana. Su ayuda en la ruptura del monopolio informativo de Mubarak facilitó las manifestaciones en la Plaza Tahir. Las multinacionales saben que la toma de decisión y la relación con el legislador es un asunto que afecta a la cuenta de resultados. Por eso, han crecido o han ganado visibilidad los responsables de la diplomacia corporativa. Suma y sigue: las políticas multinivel y la multiplicación de ejes, sectores y funcionalidades no parecen tener vuelta atrás.

Los gobiernos, que estarían llamados a liderar las actividades de la comunicación internacional, no pueden ser indiferentes ante esta ola de cambios. El ejemplo de la creación de la primera Dirección General de Medios y Diplomacia Pública y del Alto Comisionado de la Marca España, en esta legislatura, y la División de Comunicación Estratégica, en el Servicio Europeo de Acción Exterior (EEAS), reflejan ese interés creciente en nuestro entorno en desarrollar una diplomacia pública adaptada a este nuevo entorno estratégico.

 


¿Por dónde empezar?

El principal problema de estas nuevas iniciativas es saber cómo comenzar. El mapa conceptual de la diplomacia pública no tiene fin. Cada año se incorporan nuevas actividades al inventario diplomático. Muchos recuerdan (con horror) la campaña Shared Values Initiative, liderada por el Departamento de Estado de EE UUpoco después del 11-S. En la prensa anglosajona es habitual encontrarse con términos como "gastrodiplomacy", la seducción por el estómago, o “sportdiplomacy”, que en tiempo de olimpiadas suele cobrar actualidad y que países como EE UU o China desempeñan con habilidad. En un mundo globalizado prácticamente cualquier disciplina, con proyección exterior, puede convertirse en parte de la diplomacia pública. La dificultad pasa por ser conscientes de este potencial, ponerlo al servicio de un objetivo común y dotarlo de instrumentos y personas adecuadas para lograrlo.

Es necesario tener un plan de acción exterior claro, al que servirá la diplomacia pública. Entender que un reto de estas dimensiones exige la participación de todas las instituciones públicas y, sobre todo, la involucración de los miles de actores privados con presencia fuera de nuestras fronteras, y que eso debe ser recogido en nuevas estructuras reticulares, con nuevos sistemas de coordinación.

No valen los diseños y las ideas de la guerra fría: es necesario un cambio de mentalidad. El nuevo entorno estratégico requiere un nuevo modelo de diplomacia. Una diplomacia que considere la comunicación como una herramienta esencial para lograr sus objetivos, en la que la transparencia se consolida como la estrategia más adecuada, consecuencia de la dificultad de lograr la seguridad plena de las comunicaciones, que obliga a la coherencia entre el decir, el hacer y el ser. Pero sobre todo una transparencia fruto de entender la comunicación no como maquillaje, sino como mostrarse en plenitud. Las formas de adquisición de información también están cambiando. La información está pasando de ser un bien escaso a un bien excesivo, el entorno de las agencias, el espionaje y otras fuentes de información tradicional parecen obsoletas y cada vez tiene más valor la información recogida directamente. Todos estos cambios obligarán a aumentar los recursos y el personal, y a contar con la colaboración de particulares y empresas, para llegar a un público objetivo infinitamente más amplio, pero afectará sobre todo a la forma de ejercer la profesión de diplomático. El experto Philip Seib habla de un “diplomático expedicionario”, con nuevas competencias (más movilidad y más capacidad de adaptación) y con una fuerte actividad comunicativa.

Los nuevos medios, basados en la relación personal, están posicionándose como un canal esencial para poder desempeñar estas renovadas funciones. Alrededor del 45% de la población global tiene menos de 25 años y comprenden el mundo digital como una extensión natural de sus actividades. China lo ha comprendido a la primera: para evitar que sus jóvenes participen en la globalización digital dificulta el desarrollo de las tecnologías extranjeras (Google o Twitter) en beneficio de las propias (Baidu y Weibo). Sólo así puede restar influencia a la nueva diplomacia pública.

Ante tales cambios, se necesita una nueva acción exterior. El fin último, que es el ejercicio de cierto grado de influencia a través de la representación, la comunicación y negociación, no ha cambiado, pero sí urge dotarse de nuevos instrumentos acordes al nuevo tiempo. El desafío es mayúsculo.