De Oriente Medio a Madagascar, los altos precios están generando apropiaciones de tierras y caídas de dictadores. Bienvenidos a las guerras de los alimentos del siglo XXI.

 

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En Estados Unidos, cuando los precios mundiales del trigo suben un 75%, como ha ocurrido en el último año, significa que la barra de pan pase de costar 2 dólares a costar quizá 2,10. En Nueva Delhi, por el contrario, esa subida es verdaderamente importante: que se duplique quiere decir que el trigo que uno compra en el mercado y lleva a casa para molerlo a mano y hacer chapatis con la harina cuesta también el doble. Y lo mismo pasa con el arroz. Si el precio mundial del arroz se multiplica por dos, también valdrá el doble en el mercado del barrio en Yakarta. Y el coste del cuenco de arroz hervido en la mesa de una familia indonesia.

Esta es la nueva economía de los alimentos de 2011: los precios aumentan, pero no todo el planeta siente las consecuencias de la misma forma. Para los estadounidenses, que gastan menos de una décima parte de sus ingresos en el supermercado, el terrible incremento del precio de los alimentos que estamos presenciando es una molestia, no una calamidad. Ahora bien, para los 2.000 millones de personas más pobres del mundo, que dedican entre el 50 y el 70% de su renta a comprar alimentos, ese incremento puede suponer tener que pasar de dos comidas diarias a una. Quienes a duras penas se sostienen aferrados a los últimos peldaños de la escala económica global corren el riesgo de perder fuerza y soltarse por completo. Y eso puede contribuir -como ya ha hecho- a que haya revoluciones e inestabilidad.

El Índice de precios de los alimentos de la ONU de este año ha derribado el récord mundial anterior; en marzo llevaba ya ocho meses consecutivos subiendo. Teniendo en cuenta que se prevé que la cosecha de este año sea escasa, que varios gobiernos de Oriente Medio y África están tambaleándose como consecuencia de las subidas de precios y que los mercados están angustiados por tener que soportar una conmoción tras otra, los alimentos se han convertido rápidamente en el motor oculto de la política global. Y las crisis de este tipo van a ser cada vez más habituales. La nueva geopolítica de los alimentos parece mucho más volátil -y mucho más polémica- que antes. La escasez es la nueva norma.

Hasta hace poco, los aumentos repentinos de precios no importaban tanto, porque enseguida se producía una vuelta a los precios relativamente bajos que ayudaron a dar estabilidad política a gran parte del planeta en la última parte del siglo XX. Ahora, sin embargo, tanto las causas como las consecuencias son, por desgracia, diferentes.

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En muchos aspectos, este estado de cosas es una reanudación de la crisis alimentaria de 2007-2008, que amainó no porque el mundo encontrase una solución definitiva a la escasez de cereal, sino porque la Gran Recesión rebajó el crecimiento de la demanda, a la vez que una meteorología favorable ayudaba a los agricultores a producir la mayor cosecha de la historia. En el pasado, los aumentos de precios solían producirse casi exclusivamente debido a fenómenos meteorológicos extraordinarios: la ausencia del monzón en India, una sequía en la antigua Unión Soviética o una ola de calor en el Medio Oeste estadounidense. Dichas situaciones causaban siempre perjuicios pero, por suerte, eran infrecuentes. Lo malo es que las subidas de precios actuales se deben a tendencias que están elevando la demanda y, al mismo tiempo, haciendo que sea más difícil incrementar la producción, como el rápido aumento de la población, las subidas de temperaturas que estropean las cosechas y el hecho de que estén secándose muchos pozos que permiten el riego. Cada noche hay 219.000 personas más a las que hay que alimentar en la mesa global.

Aún más alarmante es el hecho de que el mundo esté perdiendo su capacidad de mitigar las consecuencias de las cosechas escasas. Antes, cuando había otras subidas de precios, EE UU, el mayor productor de cereales, podía evitar que el mundo sufriera una posible catástrofe. Desde mitad del siglo XX hasta 1995, Estados Unidos tuvo siempre o excedentes de cereal o tierras de cultivo en barbecho que podían utilizarse para rescatar a los países en dificultades. Por ejemplo, cuando no hubo monzón en India en 1965, el gobierno del presidente Lyndon Johnson envió la quinta parte de la cosecha estadounidense de trigo a dicho país y así consiguió impedir que se produjera una hambruna. Ya no pueden hacer algo parecido; el colchón de seguridad ha desaparecido.

Por eso es por lo que la crisis alimentaria de 2011 es muy seria y puede desembocar en nuevas manifestaciones por el pan e incluso revoluciones políticas. ¿Y si las revueltas contra los dictadores Zine el Abidine Ben Alí, en Túnez, Hosni Mubarak, en Egipto, y Muamar el Gadafi, en Libia (un país que importa el 90% de su cereal), no son sino el principio? Que se preparen tanto los agricultores como los ministros de Exteriores para una nueva era en la que la falta de alimentos va a influir cada vez más en la política internacional.

Si los precios de los cereales se han duplicado desde principios de 2007, es sobre todo debido a dos factores: el crecimiento acelerado de la demanda y la dificultad cada vez mayor de expandir con rapidez la producción. El resultado es un planeta muy diferente al de la próspera economía cerealera mundial del siglo pasado. ¿Cómo va a ser la geopolítica de los alimentos en una era dominada por la escasez? Aunque acaba de empezar, ya podemos vislumbrar, por lo menos, las líneas generales de esa nueva economía alimentaria.

En el lado de la demanda, los agricultores se enfrentan a presiones crecientes que tienen orígenes muy claros. El primero es el aumento de la población. Cada año, los agricultores mundiales deben alimentar a 80 millones más de personas, casi todas en los países en vías de desarrollo. La población global se ha multiplicado casi por dos desde 1970 y se encamina hacia los 9.000 millones a mediados de siglo. A eso se une que aproximadamente 3.000 millones están intentando ascender en la cadena alimentaria y consumen más carne, leche y huevos. En China y otros países, aumenta el número de familias que, a medida que se incorporan a la clase media,  aspiran a alimentarse mejor. Ahora bien, si aumenta el consumo mundial de productos procedentes de la ganadería intensiva, también aumenta la demanda de maíz y soja, por toda la cantidad necesaria para alimentar a ese ganado. (Por ejemplo, el consumo de cereales por persona en EE UU es el cuádruple que en India, donde es muy poco el cereal que se convierte en proteína animal. Por ahora.)

Por otra parte, Estados Unidos, que en otro tiempo podía ser una especie de amortiguador mundial contra las malas cosechas en otros países, hoy está transformando grandes cantidades de cereal en combustible para automóviles, al mismo tiempo que el consumo global, que ya asciende a unos 2.200 millones de toneladas al año, crece cada vez más deprisa. Hace 10 años, el aumento del consumo era de unos 20 millones de toneladas anuales. Ahora es de 40 millones de toneladas anuales. Pero la velocidad a la que la superpotencia convierte cereal en etanol ha aumentado todavía más. En 2010, cosechó casi 400 millones de toneladas, de las que 126 millones fueron a parar a destilerías de combustible de etanol (frente a 16 millones de toneladas en 2000). Esta inmensa capacidad de transformación del cereal en combustible hace que el precio de éste hoy, esté asociado al precio del petróleo. Es decir, si el crudo sube a 150 dólares el barril o más, el precio del cereal lo seguirá, porque será más rentable convertirlo en sustituto de la gasolina. Y no sucede sólo en Estados Unidos; Brasil, que destila etanol a partir de la caña de azúcar, es el segundo productor del planeta, y el objetivo de la Unión Europea de obtener de aquí a 2020 el 10% del combustible para transporte de energías renovables, sobre todo biocombustibles, también está quitando tierras al cultivo con fines alimenticios.

No se trata sólo de que haya explotado la demanda de alimentos. Todo -los niveles freáticos que disminuyen, los suelos que se erosionan y las consecuencias del calentamiento global- significa que es probable que la reserva mundial de alimentos no pueda mantenerse a la altura de nuestros apetitos. El cambio climático, por ejemplo: la regla que siguen los ecologistas especializados en cosechas es que, por cada grado Celsius que aumenta la temperatura por encima del nivel óptimo para la estación de cultivo, los agricultores pueden prever un 10% de disminución de la cosecha de cereal. Esta proporción se vio con gran claridad durante la ola de calor de 2010 en Rusia, que redujo la cosecha de cereal del país casi un 40%.

Las temperaturas aumentan y las capas freáticas disminuyen, por el exceso de bombeo del agua para el riego. Toda esa agua, a corto plazo, provoca un aumento artificial de la producción y genera una burbuja alimentaria que estalla cuando los acuíferos se quedan secos y los agricultores se ven obligados a reducir el bombeo a la velocidad de recambio. En un país árido como Arabia Saudí, la irrigación hizo posible una sorprendente autosuficiencia en la producción de trigo durante más de 20 años; ahora, esa producción está desapareciendo porque el acuífero que utiliza el país para el riego, que no se rellena, está prácticamente seco. Muy pronto, los saudíes tendrán que importar todo su cereal.

El reino saudí no es más que uno de los aproximadamente 18 Estados que tiene burbujas alimentarias debidas al agua. En conjunto, más de la mitad de la población mundial vive en lugares en los que las capas freáticas están agotándose. Los países árabes de Oriente Medio, con todos sus problemas políticos, constituyen la primera región geográfica en la que la producción de cereal ha alcanzado ya su máximo y ha empezado a disminuir debido a la escasez de agua y el aumento simultáneo de la población. La producción está decreciendo ya en Siria e Irak y puede hacerlo pronto en Yemen. Pero las mayores burbujas alimentarias son las de India y China. En la democracia más grande del mundo, donde los agricultores han perforado unos 20 millones de pozos de riego, las capas freáticas están secándose y los pozos están empezando a agotarse. El Banco Mundial dice que 175 millones de indios se alimentan con cereales producidos gracias al bombeo excesivo de agua. En el gigante asiático, el bombeo se concentra en la Llanura Septentrional, que produce la mitad del trigo y la tercera parte del maíz del país. Se calcula que 130 millones de chinos se alimentan en la actualidad gracias al bombeo excesivo. ¿Cómo van a cubrir estos países las carencias que serán inevitables cuando los acuíferos se agoten?

A la vez que secamos nuestros pozos, también estamos administrando mal nuestros suelos y creando nuevos desiertos. La erosión del suelo como consecuencia del arado excesivo y el mal uso está perjudicando la productividad de un tercio de las tierras de cultivo en el mundo. ¿Es muy grave? No hay más que ver las imágenes de satélite que muestran dos grandes zonas desérticas nuevas: una que se extiende por el norte y el oeste de China y el oeste de Mongolia, y la otra, por África central. Wang Tao, destacado especialista chino en desiertos, dice que, cada año, se convierten en desierto alrededor de 3.600 kilómetros cuadrados de tierra en el norte de su país. En Mongolia y Lesotho, las cosechas de cereales han disminuido a la mitad o menos en los últimos decenios. En Corea del Norte y Haití también está reduciéndose gravemente el suelo: ambos países se enfrentan a la hambruna sin la ayuda alimentaria internacional. La civilización puede asumir la pérdida de sus reservas de petróleo, pero no la de sus reservas de tierra.

Aparte de los cambios ambientales que hacen que sea cada vez más difícil satisfacer las demandas humanas, existe un factor intangible que es importante: durante el último medio siglo, hemos aprendido a tomar el progreso en la agricultura por descontado. Década tras década, la tecnología avanzaba y permitía un aumento constante de la productividad de la tierra. La producción global de cereales por hectárea se ha triplicado desde 1950. Pero ahora esa era está llegando a su fin en algunos de los países más avanzados, en los que los agricultores ya emplean todas las tecnologías disponibles para incrementar las cosechas. En la práctica, los agricultores han alcanzado a los científicos. Después de crecer durante un siglo, la producción de arroz por hectárea en Japón lleva 16 años sin aumentar. En China, puede alcanzar su nivel máximo dentro de poco tiempo. Esos dos países, por sí solos, representan un tercio de la cosecha mundial de arroz. Por otro lado, las cosechas de trigo han alcanzado su tope en Gran Bretaña, Francia y Alemania, los tres mayores productores de Europa occidental.

Después de la carnicería de dos guerras mundiales y los errores económicos que habían desembocado en la Gran Depresión, en 1945, los Estados decidieron crear Naciones Unidas, al darse cuenta, por fin, de que en el mundo moderno no era posible vivir aislados, por muy tentador que fuera. Se estableció el Fondo Monetario Internacional para ayudar a administrar el sistema monetario y promover la estabilidad económica y el progreso. Y dentro del sistema de la ONU, los organismos especializados como la Organización Mundial de la Salud y la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO) desempeñan hoy papeles fundamentales. Todo eso ha impulsado la cooperación internacional.

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Sin embargo, aunque la FAO recoge y analiza datos agrarios y ofrece asesoramiento técnico, no hay ningún esfuerzo organizado para garantizar un nivel suficiente de abastecimiento alimentario. Hasta hace poco, casi todas las negociaciones internacionales sobre comercio agrario se centraban en el acceso a los mercados: Estados Unidos, Canadá, Australia y Argentina presionaban sin cesar a Europa y Japón para que abrieran sus mercados agrarios, muy protegidos. Ahora, en la primera década de este siglo, la cuestión fundamental ha pasado a ser el acceso a los suministros, porque el planeta está pasando de una era de excedentes a una nueva política de escasez de alimentos. Al programa estadounidense de ayuda alimentaria, que contribuía a evitar hambrunas en cualquier sitio en el que existiera dicha amenaza, le ha sustituido el Programa Mundial de Alimentos de la ONU (PMA), cuyo principal donante es EE UU. El PMA tiene en marcha actividades de ayuda alimentaria en 70 países y un presupuesto anual de 4.000 millones de dólares (unos 2.800 millones de euros). Aparte de eso, existe poca coordinación internacional. El presidente francés, Nicolas Sarkozy, -actual presidente del G-20- propone reducir la especulación en los mercados de materias primas para solucionar el aumento del precio de los alimentos. Aunque puede ser útil, es una forma de tratar los síntomas de la creciente inseguridad alimentaria, pero no las causas, que son factores como el aumento de la población y el cambio climático. El mundo necesita centrarse no sólo en la política agraria, sino en una estructura que la vincule a la energía, la población y las políticas de aguas, todos ellos elementos que influyen de manera directa en la seguridad alimentaria.

Y eso no está pasando. Por el contrario, a medida que la tierra y el agua se vuelven cada vez más escasas, a medida que la temperatura del planeta aumenta y la seguridad alimentaria mundial se deteriora, está apareciendo una peligrosa geopolítica relacionada con la falta de alimentos. Las apropiaciones de tierras y de aguas y la compra directa de cereal a los agricultores en los países exportadores se han convertido en partes fundamentales de una lucha global de poder por la seguridad alimentaria.

Con el descenso de las reservas de cereal y el aumento de la volatilidad climática, también crecen los peligros. Estamos tan al borde del abismo que en cualquier momento puede romperse la cadena del sistema alimentario. Pensemos, por ejemplo, en qué habría ocurrido si la ola de calor de 2010, que atacó sobre todo a Moscú, se hubiera centrado en Chicago. En cifras redondas, la caída del 40% de la cosecha que preveía Rusia, 100 millones de toneladas, costó al mundo 40 millones de toneladas de cereal, pero una caída del 40% en la cosecha de EE UU, que es mucho mayor (400 millones de toneladas), habría costado al planeta 160 millones de toneladas. Las reservas acumuladas mundiales (la cantidad que queda del año anterior cuando comienza la nueva cosecha) habrían servido sólo para 52 días de consumo. Un nivel que no sólo habría sido el menor de la historia, sino muy por debajo de la reserva acumulada para 62 días que permitió que el precio de los cereales se triplicara en 2007-2008.

¿Qué habría sucedido entonces? Habría sido el caos en los mercados internacionales de cereal. Los precios se habrían disparado. Algunos países exportadores, para intentar contener sus precios nacionales, habrían restringido o incluso prohibido las exportaciones, como hicieron en 2007 y 2008. Los informativos de televisión no habrían estado dominados por los centenares de incendios en el campo ruso, sino por imágenes de los disturbios motivados por los alimentos en Estados pobres importadores de cereal e informaciones sobre la caída de gobiernos a medida que el hambre se extendía. Los países exportadores de petróleo e importadores de cereal habrían tratado de canjear crudo por cereal, y los importadores con rentas más bajas habrían salido perdiendo. Con la caída de varios gobiernos y la confianza en los mercados de cereal destruida, la economía global quizá habría empezado a derrumbarse.

Puede que en otra ocasión no tengamos la misma suerte. Tenemos que descubrir si el mundo es capaz de ver más allá de los síntomas del deterioro de la situación alimentaria y abordar las causas reales. Si no podemos obtener cosechas más abundantes con menos agua y conservando las tierras fértiles, muchas zonas agrícolas dejarán de ser viables. Y el problema no atañe sólo a los agricultores. Si no somos capaces de actuar con una velocidad digna de tiempo de guerra para estabilizar el clima, es posible que no consigamos detener la escalada de los precios alimentarios. Si no podemos acelerar el paso a familias más reducidas y estabilizarla población  del planeta cuanto antes, no hay duda de que las filas de los hambrientos seguirán aumentando. Debemos hacer algo ya, antes de que la crisis alimentaria de 2011 se convierta en lo habitual.

 

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