La ralentización económica y la falta de voluntad política para emprender reformas vitales privan a la región de mayores niveles de crecimiento económico, justicia social y democracia.

Gente camina en una calle de Bogotá. Mario Tama/Getty Images

América latina va a crecer este 2017 por primera vez desde 2014. Sin embargo, se trata de un crecimiento insuficiente para reducir los déficits sociales y económicos que arrastra la región: el PIB mundial aumentará este año un 3,5%, según el FMI, mientras que para América latina, la previsión es de una expansión del 1,1%. Desde 2011 la región no ha vuelto a crecer por encima del 5%, cifra considerada como la más adecuada para un área en desarrollo. En su conjunto, y más allá de la gran heterogeneidad existente de país a país, acumula desde 2012 seis años de lento crecimiento (2012, 2013, 2014 y 2017) o caídas de su PIB (2015 y 2016). El riesgo se encuentra en que la región quede atrapada en una inercia de parálisis económica que conduzca a un mayor malestar social el cual ponga en peligro la estabilidad y gobernabilidad.

En esta coyuntura mundial y regional, América Latina necesita empezar a aplicar reformas estructurales para cambiar su matriz económica y modelo de desarrollo para alcanzar una mayor expansión económica y escapar de la trampa de los países de ingresos medios. Un proyecto que exige construir economías más competitivas y productivas; con mayor diversificación exportadora, tanto de productos con alto valor añadido como de mercados; con estados más ágiles, eficaces y efectivos a la hora de impulsar políticas públicas para favorecer la innovación, así como incrementar las inversiones en infraestructuras, logística y educación.

El actual cambio de ciclo económico y político por el que atraviesan los países latinoamericanos ha tenido como una de sus principales consecuencias poner al descubierto las debilidades y talones de Aquiles de la región, los cuales permanecieron escondidos durante el periodo de bonanza (2003 y 2013). Este último trienio (2014-2017) ha estado signado por el bajo crecimiento y estancamiento con fuertes crisis en algunos países (Venezuela, Ecuador, Brasil y Argentina). El  periodo de auge no fue aprovechado en su totalidad para resolver muchas de las asignaturas pendientes y más allá de los innegables avances obtenidos en cuanto a descenso del analfabetismo, de la pobreza, la desigualdad y una cierta mejoría en las infraestructuras, persisten todavía numerosos déficits sociales, económicos e institucionales:

 

Déficits sociales no resueltos

Esa ralentización que vive la región ha provocado que parte del terreno ganado en cuanto a disminución de la pobreza se pierda y vuelve a aparecer como un problema estructural latinoamericano. Entre 2005 y 2012 la pobreza multidimensional se redujo, como promedio, del 39% al 28% de la población. En 2015 esa reducción se estancó y en 2016 pasó de afectar a 168 millones de personas a 175 millones, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal).

Los años del auge vieron aparecer una amplia clase media: entre 70 y 95 millones de personas alcanzaron ese estatus entre 2003 y 2013. Pero se trata de una clase media que, en su parte más baja, se encuentra muy expuesta al peligro de regresar al estrato social del que proceden. Sobre todo, porque no existe un colchón protector y amplias coberturas sociales, lo cual conduce a la desocupación (en 2017 ha aumentado el desempleo en cinco millones más que en 2015, según datos de la Organización Internacional del Trabajo) y a la informalidad laboral.

 

Persistentes obstáculos económicos 

La región ha dejado atrás su época dorada en la que subsistieron déficits y carencias económicas que son de carácter estructural y persistente.

Salir de la actual crisis, estancamiento o ralentización (según cada país) supone acabar con ese conjunto de debilidades que lastran a Latinoamérica. Alicia Bárcena, Secretaria Ejecutiva de la CEPAL, lo ha explicado muy claramente: “La región está en una encrucijada: o sigue en el actual camino restringido por el contexto global, o se compromete por una inserción internacional más activa que privilegie la política industrial, la diversificación, la facilitación del comercio y la integración intrarregional”.

Estudiantes protestan contra el lento proceso de reforma educativa. Martin Bernetti/AFP/Getty Images

En definitiva, se trata de invertir en capital físico (infraestructuras y logística) y humano (educación) para conseguir ser más productivos y competitivos. Si bien la región ha hecho esfuerzos considerables en el impulso a las  infraestructuras, el desarrollo en ese ámbito sigue siendo insuficiente. El banco de desarrollo de América latina, CAF, recordaba en el informe IDeAL 2013 que los países latinoamericanos deberían invertir en ese ámbito entre un 5 y un 6% del PIB, cuando no superan actualmente el 3%.

En el terreno educativo el desafío es más de carácter cualitativo que cuantitativo. En cantidad el esfuerzo llevado a cabo desde los 80 ha sido significativo y se ha avanzado mucho (casi el 100% de la población escolarizada y reducción de las tasas de analfabetismo). Sin embargo, en calidad educativa la región todavía se encuentra rezagada (aplicación de las nuevas tecnologías y vínculos entre lo que se estudia y lo que demanda el mercado). El académico José Antonio Ocampo recuerda que “América Latina… ha realizado importantes esfuerzos que han redundado en mejoras sustantivas en el nivel educativo… En perspectiva comparada, los esfuerzos parecen haber sido rezagados e insuficientes y Latinoamérica ha estado en clara desventaja frente a otras regiones”.

Ese retraso en educación e infraestructuras provoca que América Latina siga arrastrando, pese a los años de bonanza, serios problemas en cuanto a sus niveles de productividad y que económicamente sea una región también poco competitiva como se refleja en la caída de sus exportaciones.

La falta de competitividad y productividad se dan la mano con otra carencia relacionada con la innovación: se trata de una región que se muestra poco acogedora, y, sobre todo, facilitadora, para las iniciativas nacidas desde el mundo de los emprendedores. Por contra, lo que más prolifera es el empleo informal poco productivo, poco competitivo y que no aporta al erario público, dejando al trabajador en una situación social de gran precariedad. Según CAF, el sector informal en algunos países supera el 60% del mercado de trabajo.

La región en general no ha escapado tampoco de la dependencia de la exportación de materias primas sin valor añadido y los destinos de sus exportaciones siguen estando poco diversificados: sus socios comerciales continúan siendo China, en el caso de los países suramericanos, y EE UU para México, Centroamérica y el Caribe.

 

Una agenda reformista

Una mujer camina junto a una tienda cerrada en Buenos Aires. Eitan Abramovic/AFP/Getty Images

Esta receta reformista no es solo una agenda económica ya que guarda en su interior una faceta eminentemente política. Sin un fuerte liderazgo capaz de construir consensos a largo plazo -y empujar los cambios- y sin voluntad política, la agenda regional de reformas estructurales no podrá salir adelante o lo hará solo parcialmente y de forma insuficiente.

En la actual coyuntura (2017-2018) esa agenda de reformas no cuenta con el suficiente y necesario sustento político en la mayoría de los países. A ello contribuye, además, la alta volatilidad política por la que atraviesa la región. En estos tres próximos años habrá elecciones presidenciales en Honduras y Chile (2017); en Costa Rica, Colombia, Paraguay, México, Brasil y Venezuela (2018); y en Argentina, Bolivia, Guatemala, El Salvador, Panamá y Uruguay (2019). Es decir en 14 de los 18 países se renovará al Jefe del Estado.

Esto provoca que, en estos momentos, las necesarias reformas estructurales no se estén acometiendo en casi ningún país de América latina por cinco razones:

Agotamiento del impulso reformista. Es el caso de Enrique Peña Nieto en México y de Michelle Bachelet en Chile. Ambas presidencias afrontan el tramo final de sus respectivos mandatos (acaban en 2018) muy debilitados y con el proceso de reformas cumplido (Peña Nieto) o frustrado (Bachelet).

Además, en los dos casos las reformas que impulsaron ambos mandatarios podrían ser revertidas en el corto plazo y tras las próximas citas ante las urnas. De hecho, si triunfara Andrés Manuel López Obrador en México en 2018, lo más probable es que tratara de llevar a cabo una contrarreforma para acabar con las medidas de corte liberalizador impulsadas durante la administración de Peña Nieto.

Por el contrario, en Chile, la victoria de Sebastián Piñera pondría punto final a los intentos, ejecutados a medias y sin gran apoyo ni convicción, por el gobierno Bachelet de terminar con parte de la herencia económica de la época de la Concertación. Por el contrario, una victoria de Nueva Mayoría (Alejandro Guillier) supondría un intento de retomar algunas de las banderas del periodo de gobierno de Nueva Mayoría (2014-2018).

El tempo político obstaculiza el tempo de las reformas económicas. Es el caso de Mauricio Macri en Argentina quien tras un comienzo de mandato (2015-2016) repleto de medidas reformistas que pusieron fin al modelo kirchnerista, ha acabado paralizando tales cambios con vistas a garantizarse la victoria en las elecciones legislativas de octubre de 2017. Si Cambiemos, la coalición que respalda a Macri, pierde esos comicios, el Presidente saldrá debilitado políticamente para afrontar la parte final de su mandato (2017-2019) donde previsiblemente tendría lugar la segunda mitad de su proyecto reformista. Por eso, el macrismo ha apostado por congelar las reformas y los ajustes para evitar el incremento de su impopularidad y así eludir una posible derrota y como consecuencia la parálisis definitiva de su apuesta de cambios y transformaciones.

La debilidad del gobierno para liderar el cambio. Se trata de casos como los de Guatemala, Costa Rica y Perú, donde los gobiernos no cuentan con mayoría en las cámaras legislativas y las iniciativas reformistas no han prosperado (Costa Rica) o se encuentran bloqueadas (Guatemala y Perú) a causa de la pugna ejecutivo-legislativo.

Una protesta contra el gobierno de Temer en Brasil. Nelson Almeida/AFP/Getty Images

Rechazo ideológico a la propuesta reformista. Venezuela y Ecuador son dos de los países que han visto cómo sus economías entraban en crisis desde 2015. Las posibilidades de que se produzcan cambios son escasas sobre todo en el caso venezolano. Venezuela se encuentra sumida en una crisis institucional que imposibilita que el Gobierno haga frente a la profunda recesión. Nicolás Maduro no cree en este tipo de reformas (de carácter “neoliberal” para él) y además no tiene fuerza política para encarar la crisis: un duro ajuste provocaría una mayor pérdida de respaldo social.

Ecuador tiene por delante una enorme tarea pendiente justo cuando se produce un cambio en la presidencia y desaparece de la primera línea el principal líder nacional (Rafael Correa) y el Gobierno queda en manos de Lenin Moreno, una figura sin el carisma y el margen de maniobra que poseía su antecesor.

Reformas que avanzan pero con serios problemas en el horizonte. Colombia y Brasil son, junto con Argentina, los países que más han avanzado a la hora de impulsar estas reformas estructurales. En el caso colombiano la firma de la paz llevó al gobierno de Juan Manuel Santos a proponer una reforma fiscal para financiar el esfuerzo tributario del postconflicto. Sin embargo, la incertidumbre por el resultado de las elecciones de 2018, los obstáculos inherentes al proceso de paz y la fuerte ralentización que padece el país hacen necesario un nuevo impulso reformista.

En el caso brasileño la profunda crisis en la que ha caído el país desde 2014 ha conducido al gobierno de Michel Temer a poner en marcha toda una legislación de carácter reformista (enmienda constitucional para congelar los gastos públicos por 20 años, reforma del sistema previsional y la flexibilización de la legislación laboral). Temer ha llegado, en los hechos, a su final por varias razones que incluyen no solo el último escándalo. Tanto si es destituido o dimite como si lograr sobrevivir, su gobierno se puede dar por amortizado. Ha impulsado, hasta donde podía, las reformas para sacar al país de la crisis; el ambiente preelectoral que arranca ahora le deja con mucho menor margen de acción; y los recurrentes escándalos de corrupción no solo le debilitan sino que ponen en duda su continuidad al frente del país.

En resumen, todo indica que la oleada reformista, de iniciarse, tendrá lugar una vez pase el actual carrusel electoral que en su parte fundamental acaba en 2018. Unos cambios que podrán tardar más o menos, dependiendo de la coyuntura de cada país, pero que se antojan ineludibles. Como afirma la ex presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, “nos encontramos en una nueva encrucijada que nos plantea la urgente necesidad de abordar las reformas estructurales que por mucho tiempo hemos pospuesto; las reformas que nos permitan resolver favorablemente la ecuación que integre crecimiento económico, justicia social y democracia política. Para ello debemos enfrentar tres grandes retos: la productividad, la equidad y la gobernabilidad”.