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¿Cómo es posible abordar las consecuencias a largo plazo derivadas de una crisis, cuando la siguiente crisis acecha?  

Aparentemente, “permacrisis” fue la palabra del año 2022 para el Diccionario Collins. Para el diccionario significó la fatigada resignación ante las sucesivas crisis: crisis económica y financiera, crisis de deuda soberana, la pandemia de la Covid-19, la invasión rusa de Ucrania… “Otra crisis no, por favor”. “Es una crisis detrás de otra”. “¿Cuándo van a volver las cosas a la normalidad?”. Pero puede significar también que la nueva normalidad es un estado de crisis permanente. Desde una perspectiva histórica, es el periodo que más o menos va de 1990 a 2008 —un periodo de relativo crecimiento económico estable y fluido (al menos en Estados Unidos y Europa)— lo que parece constituir la anomalía. Si tomamos como ejemplo el siglo XIX, podemos observar una serie de crisis económicas y financieras, estallidos de enfermedades pandémicas, crisis diplomáticas, revoluciones y guerras. Gobernar era poco más que practicar la gestión de crisis. Geoffrey Parker, en su magistral The Global Crisis (El siglo maldito), muestra cómo las enfermedades pandémicas, el cambio climático, la revolución y la guerra se combinaron en el siglo XVII para reducir la población humana en un 30%. La principal diferencia entre los siglos anteriores y la actualidad puede ser que el nivel de interconectividad y complejidad de nuestra sociedad globalizada reduce el espacio temporal entre crisis a la vez que acelera su propagación y contagio.

Otra diferencia importante es que, en el siglo XXI, ni los gobiernos ni sus ciudadanos (en Europa y Estados Unidos) ven la crisis como el estado normal de las cosas. Las crisis son consideradas ahora como estados de excepción que perforan la normalidad de estabilidad y crecimiento económico regular. Los ciudadanos esperan que sus gobiernos les protejan contra las consecuencias inmediatas de las crisis y además les aseguren una rápida vuelta a la normalidad. En el caso de las pandemias, esto en parte refleja la cada vez mayor confianza en que la ciencia médica puede protegernos contra la enfermedad y la muerte prematura. Pero refleja también lo que Philip Bobbitt ha descrito como la transición del Estado-nación al Estado-mercado. En el Estado-nación, los ciudadanos deben lealtad al Estado. En el Estado-mercado, los ciudadanos se convierten en consumidores que cada vez reclaman más servicios al gobierno. Los políticos ya no compiten con su ideología sino ofreciendo más servicios a los consumidores. Los gobiernos deben comprar la lealtad de sus consumidores-ciudadanos. Y, básicamente, en la normalidad de las crisis perpetuas, los gobiernos no pueden garantizar los servicios que ofrecen, o que sus consumidores-ciudadanos demandan.

Es instructivo comparar las reacciones al estallido de la llamada “gripe de Hong Kong” (H3N2) en 1967-68 y las de la Covid-19 en 2020. La H3N2 pudo haber matado hasta a 4 millones de personas en todo el mundo. Como proporción de la población global (que se ha duplicado desde 1968), esto es comparable a la Covid-19. Las vacunas fueron más fáciles de desarrollar que para la Covid-19 ya que la H3N2 era una variante de la gripe H2N2 que había brotado en 1957-8. Pero, cuando la vacuna comenzó a producirse, fue administrada fundamentalmente a militares más que a la población en su conjunto. Algunos colegios y hospitales cerraron antes en el hemisferio norte por las vacaciones de Navidad, pero aparte de eso se aplicaron pocas medidas preventivas, si es que se aplicó alguna. Ningún país trató de confinar a sus poblaciones en su casa o de paralizar su economía. En parte, esto refleja circunstancias diferentes: la pandemia de 1968 se produjo en medio de la Guerra Fría; no existían tecnologías digitales que permitieran trabajar o dar clases desde casa. Pero refleja además diferentes actitudes sociales, especialmente en los niveles de protección contra los desastres naturales que los ciudadanos esperan de sus gobiernos. 

Si la crisis es la nueva normalidad, tendrá consecuencias en la manera en qué pensamos sobre el gobierno. Los gobiernos responden a cada crisis como un estado de excepción. Los gobiernos (y los bancos centrales) pueden y deben tomar medidas excepcionales para combatir los efectos inmediatos de las crisis sin pararse a pensar en las consecuencias negativas a largo plazo, ya que estas pueden abordarse una vez que la crisis haya acabado y las cosas vuelvan a ser “normales”. Durante la crisis económica y financiera, los bancos centrales pudieron bajar a cero (o aún más) los tipos de interés, imprimir dinero y comprar deuda privada, aunque sabían que esto inflaría sus balances, devaluaría la moneda y aumentaría la desigualdad social. Estas consecuencias negativas podrían ser tratadas al finalizar la crisis. Los gobiernos también pudieron responder a la pandemia confinando a su población y parando sus economías pese a los daños económicos y psicológicos y las implicaciones en enfermedades más graves a largo plazo. Estas consecuencias podrían gestionarse tras la pandemia cuando la sociedad y la economía hubieran regresado a la normalidad. Pero si las crisis perpetuas y repetidas son la nueva normalidad —más que un estado de excepción— las consecuencias a largo plazo nunca llegan a abordarse. Una nueva crisis estalla y las consecuencias negativas de la anterior aún continúan. En la actual crisis energética, se han abandonado las medidas para reducir las emisiones de carbono a la vez que se regresa a las centrales eléctricas de carbón. Se nos asegura que esta es una medida temporal que puede revertirse cuando se acabe la crisis. Pero, ¿nos dará la próxima crisis el espacio o el tiempo para hacerlo?

Predecir exactamente cuál será la próxima crisis es un juego inútil. Todos tenemos nuestros candidatos preferidos: financiera/bancaria, de deuda soberana, diplomática, conflicto militar, pandemia o cambio climático. Pero es razonable predecir que se producirá antes de que nos hayamos recuperado de las actuales (secuelas de la Covid-19, invasión rusa de Ucrania y consiguiente crisis energética). No habrá un periodo de recuperación en el que podamos volver a la normalidad y resolver las consecuencias de nuestras medidas de emergencia previas. Esto es una realidad histórica y también el resultado de vivir en un sistema adaptativo altamente complejo. Y tiene profundas implicaciones en cómo los gobiernos (y los bancos centrales) y las empresas operan en el siglo XXI. Volveremos a ellas en futuros artículos. 

El artículo original se ha publicado en inglés aquí.   

Traducción de Natalia Rodríguez