Pekín gana terreno en los países árabes, aliados imprescindibles por razones comerciales, políticas y de seguridad energética. Sin embargo, la seductora diplomacia china contrasta con la represión que el gigante asiático ejerce a la comunidad musulmana uigur dentro de sus fronteras. ¿Poder blando fuera, poder duro en casa?

China mundo árabe
El primer ministro chino, Wen Jiabao, junto al soberano de Sharjah, uno de los siete emiratos de la EAU, Sultan bin Mohammed al Qassimi, en una conferencia de negocios entre China y países árabes, a principios de año. MARWAN NAAMANI/AFP/Getty Images

De todas las piezas que China tiene que encajar en el rompecabezas internacional para alcanzar el grado de superpotencia, su relación con el mundo musulmán quizá sea la que más talento exija. No es sólo que un régimen como el del Partido Comunista, pese a ser profundamente ateo, sea consciente de la importancia de estrechar sus lazos con repúblicas islámicas como Sudán e Irán, o con el reino de Arabia Saudí, por motivos económicos y geopolíticos. Le va en ello su seguridad energética.

Pekín entiende también que debe desplegar su hábil y camaleónica diplomacia con el firme propósito de erigirse en socio fundamental del mundo musulmán, en este caso por razones estrictamente políticas y diplomáticas. El telón de fondo se escenifica en clave interna, donde el conflicto en Xinjiang –la región noroccidental de China habitada por la musulmana minoría uigur– y la represión que Pekín ejerce allí avivó las críticas públicas de Turquía, uno de los países más influyentes del mundo musulmán moderado. Según la percepción china, una buena relación con los musulmanes es clave para pacificar Xinjiang.

En lo económico, la huella más visible de esta alianza de los mandarines con ulemas, ayatolás y jeques acaso sea la red de infraestructuras que las empresas estatales chinas han construido a lo largo y ancho del mundo musulmán. Las construcciones de uso civil, como la emblemática y polémica presa de Merowe, en el norte de Sudán, que ejemplifica la alianza a sangre y fuego de Pekín con el dictador Omar al Bashir; o la argelina autopista Este-Oeste, la vía rápida más extensa de África, son ejemplos grandilocuentes. Ambos reflejan las ambiciones del gigante asiático por erigir fastuosas obras con el objetivo de tener acceso a los recursos naturales de dichos países.

Pero otros proyectos acometidos recientemente por compañías nacionales chinas tienen valor más allá de las contrapartidas económicas, ya que pretenden dejar huella entre los musulmanes. El más reciente es la Gran Mezquita de Alger, la tercera más grande del planeta, y en fase de construcción por una empresa china por 1.500 millones de dólares (unos 1.130 millones de euros), un 30% más barato que la oferta de sus competidores locales. Pero, sin duda, el ejemplo más evidente de que las construcciones islámicas chinas tienen un componente político, o de poder blando, es el denominado Metro Meca.

Una línea férrea de 450 kilómetros que enlaza las dos ciudades más sagradas del islam: la Meca y Medina. La construcción fue otorgada en marzo de 2009 a la estatal China Railway Construction Corporation (CRCC), por 1.800 millones de dólares. Una cantidad que se reveló insuficiente para acometer las obras, después de que los saudíes importunaran a los chinos con constantes y caprichosas modificaciones en el proyecto, obligando incluso a una inaudita “conversión” al Islam de los obreros chinos que trabajaban en suelo saudí. El coste político de la operación resultó en que el Estado chino acabó sufragando los más de 600 millones en pérdidas que fueron necesarios para terminar la vía férrea, sobre la cual se deslizarán AVEs españoles. A eso se le llama diplomacia de chequera.

Una costosa decisión destinada a reforzar los lazos con un país clave en los planes energéticos de China, puesto que Arabia Saudí es el primer suministrador de petróleo del planeta y la nación –junto con Venezuela– con mayores reservas. La maniobra no estuvo únicamente destinada a servir de palanca para que las petroleras chinas logren acceso a los pozos del reino suní, incluso pese a disponer de una tecnología de segunda clase comparada con la de sus competidoras occidentales; sino que sirvió también para balancear la diplomacia de Pekín en Oriente Medio, muy enfocada hasta ahora en sus privilegiadas relaciones con el Irán chií y persa, enemigo regional de Arabia Saudí y enfrentado en un cuerpo a cuerpo con la comunidad internacional.

“China tiene una diplomacia multilateral en la región, muy diferente a lo que hacen los países de forma tradicional. La estrategia china está basada en la economía. Por eso puede tener relaciones sólidas con Irán y con Arabia Saudí al mismo tiempo”, explica Theodore Karasik, director de investigación del Instituto de Análisis Militar de Oriente Medio y el Golfo (INEGMA, en sus siglas en inglés). Como otros, este experto cree que el 11-S y la agresiva reacción estadounidense con el mundo árabe cambiaron las reglas del juego. “China sabía que tras el 11-S iba a poder tener acceso a nuevos lugares en la región, porque la credibilidad de Estados Unidos iba a verse afectada por la invasión de Irak”, resume.

A falta de un anclaje ideológico, la construcción de unos lazos sólidos con el mundo musulmán se fundamenta en unas relaciones económicas que no han dejado de crecer en los últimos años. El comercio de China con los países de la Liga Árabe ascendió en 2010 a los 145.000 millones de dólares, un 34% más que el año anterior, y podría alcanzar los 200.000 millones para 2015. Unas cifras espoleadas por la insaciable demanda china de petróleo y derivados petroquímicos, cierto, pero que también se apoya en el proyecto de China por convertir Oriente Medio en un creciente mercado para sus manufacturas.

Pero, acaso, el país musulmán con el que China ha labrado una relación a sangre y fuego es, sin duda, Pakistán, pese a que ambos tienen una concepción diametralmente opuesta en términos religiosos. Pese a ello, Pakistán es considerado como el ama de llaves de China para todo el mundo musulmán. Pekín es el socio histórico, estratégico, militar, nuclear y diplomático de Islamabad, y a cambio éste se erige como su interlocutor, cuando no en su auténtico valedor, para el resto de la región. Sin embargo, la relación no está exenta de riesgos –por la porosa frontera que comparten– cuando las cosas escapan al trato entre gobiernos: hace apenas unos días una turista china fue asesinada en la ciudad pakistaní de Peshawar a manos de un grupo islamista radical que buscaba revancha por la represión contra los uigures en Xinjiang.

Y es que, salvo que la tensión se rebaje en el frente occidental chino, donde la represión contra los uigures sigue siendo una constante por parte de las autoridades de etnia han, quienes creen a pie juntillas en una política de asimilación por la vía del desarrollo económico y el goteo migratorio como única receta para resolver el conflicto, la relación de China con el mundo musulmán muestra sus límites. Pekín se enfrenta en el mundo musulmán a una situación similar a la de Estados Unidos tras el 11-S. Esto es: ¿cómo justificar unos lazos de hermandad cuando, a nivel doméstico, se tiene a las comunidades musulmanas en el punto de mira?

 

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