Pekín gana terreno en los países árabes, aliados imprescindibles por razones comerciales, políticas y de seguridad energética. Sin embargo, la seductora diplomacia china contrasta con la represión que el gigante asiático ejerce a la comunidad musulmana uigur dentro de sus fronteras. ¿Poder blando fuera, poder duro en casa?

De todas las piezas que China tiene que encajar en el rompecabezas internacional para alcanzar el grado de superpotencia, su relación con el mundo musulmán quizá sea la que más talento exija. No es sólo que un régimen como el del Partido Comunista, pese a ser profundamente ateo, sea consciente de la importancia de estrechar sus lazos con repúblicas islámicas como Sudán e Irán, o con el reino de Arabia Saudí, por motivos económicos y geopolíticos. Le va en ello su seguridad energética.
Pekín entiende también que debe desplegar su hábil y camaleónica diplomacia con el firme propósito de erigirse en socio fundamental del mundo musulmán, en este caso por razones estrictamente políticas y diplomáticas. El telón de fondo se escenifica en clave interna, donde el conflicto en Xinjiang –la región noroccidental de China habitada por la musulmana minoría uigur– y la represión que Pekín ejerce allí avivó las críticas públicas de Turquía, uno de los países más influyentes del mundo musulmán moderado. Según la percepción china, una buena relación con los musulmanes es clave para pacificar Xinjiang.
En lo económico, la huella más visible de esta alianza de los mandarines con ulemas, ayatolás y jeques acaso sea la red de infraestructuras que las empresas estatales chinas han construido a lo largo y ancho del mundo musulmán. Las construcciones de uso civil, como la emblemática y polémica presa de Merowe, en el norte de Sudán, que ejemplifica la alianza a sangre y fuego de Pekín con el dictador Omar al Bashir; o la argelina autopista Este-Oeste, la vía rápida más extensa de África, son ejemplos grandilocuentes. Ambos reflejan las ambiciones del gigante asiático por erigir fastuosas obras con el objetivo de tener acceso a los recursos naturales de dichos países.
Pero otros proyectos acometidos recientemente por compañías nacionales chinas tienen valor más allá de las contrapartidas económicas, ya que pretenden dejar huella entre los musulmanes. El más reciente es la Gran Mezquita de Alger, la tercera más grande del planeta, y en fase de construcción por una empresa china por 1.500 millones de dólares (unos 1.130 millones de euros), un 30% más barato que la oferta de sus competidores locales. Pero, sin duda, el ejemplo más evidente de que las construcciones islámicas chinas tienen un componente político, o de poder blando, es el denominado Metro Meca.
Una línea férrea de 450 kilómetros que enlaza las dos ciudades más ...
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