Economistas, políticos y estrellas del rock de los países
ricos han hecho llamamientos este año para que se cancele la deuda y
se incrementen las ayudas a los países pobres. Esto parece lo adecuado.
Pero los sueños utópicos de aliviar la pobreza eluden algunas
duras realidades. Al prometer tanto, los activistas prolongan la verdadera
pesadilla de la miseria.

Las épocas pasadas han facilitado una superabundancia de todos los
materiales y medios necesarios para alimentar, vestir, alojar, formar, educar,
dar empleo, divertir y gobernar a la raza humana en una prosperidad perpetua
y progresiva, sin guerras, conflictos o competencia entre naciones o individuos”.

Estas palabras no fueron pronunciadas por un esperanzado líder mundial
en la última cumbre del grupo de los ocho países más industrializados
del mundo (G-8) o por Bono en un concierto de rock, pero resultan familiares.
Fueron escritas en 1857, cuando el reformista británico Robert Owen
hizo un llamamiento a los países ricos, que podrían “fácilmente
inducir a todos los demás gobiernos y pueblos a unirse a ellos en la
adopción de medidas prácticas para lograr el bien común
en el futuro”. Tuvo que marcharse de la ciudad entre las burlas de sus
contemporáneos, que le consideraron un utópico.

Reconfortado se sentiría Owen si viviera hoy, al comprobar que en 2005
algunos de los poderosos e influyentes parecen creer que la utopía ha
vuelto. El presidente estadounidense, George W. Bush, ha enviado a los militares
de EE UU a propagar la democracia a lo largo y ancho de Oriente Medio, los
líderes del G-8 se esfuerzan por acabar con la pobreza y la enfermedad
en un futuro próximo, el Banco Mundial promete desarrollo como el camino
hacia la paz global y el Fondo Monetario Internacional (FMI) está tratando
de salvar el medio ambiente. En un mundo en el que miles de millones de personas
aún padecen grandes sufrimientos, estos sueños tienen, sin duda,
gran atractivo. Cabe preguntarse si este nuevo y sorprendente interés
por la utopía es simplemente retórica inofensiva y fuente de
inspiración. ¿Son las ambiciones utópicas el mejor modo
de ayudar a los pobres, que constituyen la mayoría de la población
mundial?

Desafortunadamente, no. En realidad, merman los esfuerzos por ayudarles. ¿Qué es
el utopismo? Es prometer más de lo que puedes cumplir. Es ver una respuesta
fácil y repentina a problemas complejos que llevan largos años
sin resolverse. Es intentar solucionar todo de inmediato mediante un aparato administrativo encabezado por líderes
mundiales
. Es esperar grandes
cosas de esquemas diseñados en la cúpula, pero no hacer nada
para resolver los grandes problemas que hay abajo. El utopismo pone demasiada
fe en la cooperación altruista y subestima el conflicto y el comportamiento
que busca el interés propio.

EL AÑO QUE VIVIMOS UTÓPICAMENTE
En el amanecer del nuevo siglo, Naciones Unidas hizo realidad el sueño
de Robert Owen de reunir a “los potentados de la Tierra” en lo
que la organización global llamó una Asamblea del Milenio. Estos
potentados fijaron los Objetivos de Desarrollo del Milenio para 2015, pidiendo,
entre otras cosas, fuertes reducciones de la pobreza, la mortalidad infantil,
el analfabetismo, la degradación medioambiental, el sida, la tuberculosis,
la malaria, el agua no apta para consumo humano y animal y la discriminación
contra las mujeres.

Sin embargo, es en 2005 cuando la utopía parece haber entrado de lleno
en el discurso dominante. En marzo, el profesor de la Universidad de Columbia
Jeffrey Sachs, célebre economista y líder intelectual de los
utópicos, publicó un libro titulado The
End of Poverty
, en el
que pedía un fuerte incremento de la ayuda exterior para cumplir los
Objetivos de Desarrollo del Milenio y acabar con la miseria. Sachs hace todo
tipo de propuestas: desde árboles leguminosos fijadores de nitrógeno,
pasando por la reposición de suelo fértil, hasta terapias antirretrovirales
contra el sida; desde teléfonos móviles que ofrecen información
actualizada de los mercados hasta planificadores sanitarios, recolección
de agua de lluvia y estaciones de recarga de baterías. Su Proyecto del
Milenio de Naciones Unidas proponía un total de 449 intervenciones.

El ministro de Economía británico, Gordon Brown, también
pidió en enero un mayor aumento de la ayuda, un Plan Marshall para África.
Brown estaba tan seguro de que sabía cómo salvar a los pobres
que, para financiar ingentes aumentos de las ayudas, incluso propuso el endeudamiento
contra futuros compromisos de asistencia. En el Foro Económico Mundial
que se celebró en enero, el primer ministro británico, Tony Blair,
hizo una llamada a dar un “gran, gran impulso” para cumplir los
objetivos de 2015, y en marzo su Gobierno publicó un grueso informe
sobre cómo salvar a África. El Banco Mundial y el FMI publicaron
en abril su propio documento, también de considerable tamaño,
sobre el cumplimiento de estos retos, y respaldaron el llamamiento para dar
un gran empujón a la ayuda. Y los utópicos del mundo acaban de
reunirse en la Cumbre Mundial de Naciones Unidas los días 14 y 15 de
septiembre para evaluar el progreso en los Objetivos del Milenio. En junio,
los líderes del G-8 acordaron un plan para cancelar 40.000 millones
de dólares (aproximadamente, 32.000 millones de euros) de la deuda de
los países pobres para facilitar “el impulso”. También
el FMI podría recurrir a sus reservas de oro para contribuir a esta
medida.

Incluso George W. Bush, quizá el menos utópico y con aparente
poco interés en vencer la pobreza, ha intentado retratar la desventura
iraquí como un paso adelante de la democracia universal y la paz mundial.
Como lo describió en su segundo discurso de investidura en enero de
2005, “en este joven siglo, América proclama la libertad en todo
el mundo y para todos los habitantes del mismo”.

Con frecuencia, estos líderes hablan de lo fácil que es ayudar
a los pobres. Según Brown, las medicinas que prevendrían la mitad
de todas las muertes por malaria sólo cuestan 12 centavos (unos 10 céntimos
de euro) por persona. Un mosquitero para impedir que un niño contraiga
este mal sólo vale cuatro dólares. Prevenir cinco millones de
muertes infantiles en los próximos 10 años tan sólo supondría
tres dólares más por cada nueva madre, dice el ministro de Economía
británico. El énfasis en estas soluciones fáciles surgió a
raíz de la preocupación por los refugios de terroristas que se
crean en las naciones pobres, junto con la campaña emprendida por Sachs,
Bono, el rockero Bob Geldof y los laboristas británicos. Parecía
que todas estas facciones no se percataban de que las personas que trabajan
proporcionando ayuda humanitaria llevaban años intentando acabar con
la pobreza.

MUCHO HABLAR Y POCO OBRAR
Ya hemos sido testigos del fracaso de amplios paquetes utópicos en las
dos últimas décadas: el fiasco de la terapia
de choque
para convertir
a la antigua Unión Soviética del comunismo al capitalismo y del
nada exitoso ajuste estructural del FMI/Banco Mundial para transformar naciones
en África, Oriente Medio y Latinoamérica en parangones del libre
mercado. Todas estas regiones han experimentado un escaso crecimiento económico
desde que comenzaron las iniciativas utópicas. En el nuevo milenio,
el FMI y el Banco Mundial no parecen haber escarmentado y están intentando
algo aún más ambicioso: la transformación social, política,
económica y medioambiental de las naciones menos desarrolladas mediante
Documentos de Estrategia de Lucha contra la Pobreza (DELP). Estos informes,
que el FMI y el Banco Mundial exigen a los gobiernos que se elaboren consultando
con los pobres, son planes amplios para hacer desaparecer la miseria en cada
país. No está demasiado claro cómo un texto burocrático
puede hacer que unos ejecutivos que con frecuencia no son democráticos
cedan parte de su poder a los más necesitados o cómo tendrá mayor éxito
que otros ambiciosos planes anteriores que en comparación parecen modestos.

Tras 460.000 millones de
euros, los donantes no han empezado a suministrar a los niños
esas medicinas de 10 céntimos para prevenir la malaria en África

Es más, hemos presenciado el fracaso de lo que ya fue “un fuerte
impulso” de la ayuda a África. Después de 43 años
y 460.000 millones de euros (a precios de 2003) en asistencia al continente, África
sigue atrapada en el estancamiento económico. Además, tras 460.000
millones de euros, los donantes oficiales no parece que hayan empezado la tarea
de suministrar a los niños esas medicinas de 10 céntimos para
prevenir la mitad de las muertes por malaria.

Con todo el apoyo político y popular a unos programas tan ambiciosos, ¿por
qué entonces los paquetes amplios casi nunca logran hacer demasiado
bien, por no decir que casi nunca alcanzan la utopía? El problema radica
en los incentivos políticos y económicos. El mayor inconveniente
es que la gente del Primer Mundo que paga las facturas no comparte los mismos
fines que aquellos a los que intentan ayudar. Los ricos tienen escasos incentivos
para conseguir que se haga lo preciso en cantidades suficientes para socorrer
a los necesitados; los pobres no están en situación de quejarse
si esto no se logra. Un problema más sutil es que si todos somos responsables
de forma común de un gran objetivo mundial, entonces no se puede culpabilizar
a ninguna agencia o político si no se logra. Este tipo de responsabilidad
funciona de forma parecida a las granjas colectivas en la agricultura, y por
las mismas razones.

Para empeorar las cosas, los paquetes de ayuda basados en principios utópicos
tienen tantas metas distintas que se reduce la probabilidad de alcanzar alguna
de ellas, así como el grado de responsabilidad que se puede exigir por
su incumplimiento. Los préstamos de ayuda condicionales del FMI y el
Banco Mundial (préstamos de ajuste estructural) eran notorios por sus
onerosas políticas y perspectivas de resultados, que con frecuencia
se contaban por centenas. Los ocho Objetivos del Milenio tienen 18 indicadores.
En enero de 2005 el Proyecto del Milenio de Naciones Unidas publicó un
informe de 3.751 páginas que recogía los 449 pasos intermedios
necesarios para cumplir esos 18 objetivos finales.
Normalmente, trabajar para múltiples jefes (o en pos de muchos fines)
no funciona demasiado bien: cada uno de ellos intenta que se actúe para
alcanzar su objetivo y no el de los otros jefes. Estos empleados están
sobrecargados de tareas, abrumados y desmoralizados; una descripción
bastante precisa del nivel de trabajo actual de los funcionarios del Banco
Mundial y otras agencias de ayuda.

Las estrategias de arriba hacia abajo como las propuestas por el presidente
Bush, el primer ministro Blair y Bono también adolecen de complejos
problemas de información, incluso si resolviesen la cuestión
de los incentivos. Quienes planifican de forma global en la cúpula simplemente
no saben qué, cuándo y dónde dar a los pobres que se encuentran
abajo. Esto no quiere decir que sea imposible cumplir múltiples metas
para múltiples clientes a través de múltiples agentes.
Las distintas necesidades del Primer Mundo se satisfacen fácilmente
mediante un sistema de mercados descentralizados y democracia, que descansa
sobre los comentarios y reacciones de los clientes y la responsabilidad de
los proveedores. Los hombres ricos de mediana edad pueden comprar Grecian para
teñirse el cabello, mientras que las mujeres pueden adquirir Veet para
depilarse las piernas. No hace falta un Objetivo del Milenio sobre vello
corporal.
Ambas marcas son responsables de la satisfacción de sus clientes. Si
a ellos no les interesa el producto, las corporaciones no hacen negocio; si
a los compradores les gusta el artículo, las empresas tienen un incentivo
en forma de beneficios. De modo similar, los hombres y mujeres de los países
desarrollados pueden quejarse a burócratas y políticos democráticamente
responsables si el camión de la basura no recoge sus envases usados
de Grecian y Veet. Los mercados privados también se especializan. No
les compensa producir un producto completo que elimine el vello de las piernas
y a la vez tiña el cabello. La ironía de la situación
es de una obviedad trágica: las necesidades cosméticas de los
ricos se satisfacen fácilmente, mientras que las desesperadas necesidades
de los pobres se pierden en una planificación centralizada, utópica
y de gran alcance.

LA POBREZA COMIENZA EN CASA
El libre mercado y la democracia están lejos de encontrar una solución
a la pobreza de la noche a la mañana. Esto exige, entre otras muchas
cosas, la evolución desde abajo hacia arriba de las reglas del juego,
incluyendo la capacidad de hacer cumplir los contratos y una competencia política
justa. Tampoco se puede imponer el capitalismo democrático desde fuera
(como el Banco Mundial, el FMI y el Ejército estadounidense deberían
saber a estas alturas). La evolución de los mercados y la democracia
en los países ricos discurrió a lo largo de muchas décadas
y no se produjo mediante “grandes impulsos” externos, objetivos
de desarrollo del milenio o asambleas de líderes mundiales. El progreso
llegó poco a poco, mediante reformas graduales, mejoras paulatinas y
experimentación, todo ello acompañado de una aceleración
pausada del crecimiento económico y no a través de programas
intensivos.

Los problemas de las naciones no desarrolladas tienen unas profundas raíces
institucionales en casa, donde los mercados no funcionan bien y los políticos
y los funcionarios no responden de sus acciones ante los ciudadanos. Esto hace
a los planes utópicos aún más idealistas, ya que, en última
instancia, “el gran impulso” tiene que confiar en instituciones
locales disfuncionales. Por ejemplo, existen numerosos eslabones débiles
en la cadena que conduce desde el fármaco de 10 céntimos contra
la malaria de Gordon Brown a los logros sanitarios reales en el Tercer Mundo.
Según una investigación llevada a cabo por Deon Filmer, Jeffrey
Hammer y Lant Pritchett en el Banco Mundial, entre el 30% y el 70% de las medicinas
destinadas a clínicas rurales en varios países africanos desaparecen
antes de llegar.

Según un estudio realizado en Zimbabue, las mujeres embarazadas eran
reticentes a dar a luz en las clínicas públicas porque las enfermeras
las ridiculizaban por no tener mejor ropa de bebé, las obligaban a lavar
las sábanas poco después del alumbramiento e incluso las pegaban
para que empujaran más durante el parto. Y África no está sola:
casi todos los países pobres tienen problemas de corrupción y
a menudo funcionarios hostiles, tal y como los Estados ricos de hoy los tuvieron
en los comienzos de su historia. Los investigadores descubren que mucha gente
del Tercer Mundo acude a médicos privados o remedios populares y no
a la sanidad pública. Los más necesitados no tienen poder adquisitivo
ni político para exigir responsabilidades. Política y económicamente
son huérfanos. Los ciudadanos de los países ricos conocen poco
de lo que les está ocurriendo a los más desfavorecidos en su
vida diaria. La población del Primer Mundo, fundamentalmente, quiere
saber que “se está haciendo algo” respecto a un problema
tan trágico como la pobreza mundial. Los planes utópicos satisfacen
la necesidad de ese público, incluso si dichos planes no solucionan
las dificultades. Asimismo, la doctrina Bush atenúa los temores de aquellos
estadounidenses a los que les preocupan los tiranos malvados, sin consultar
con la población de esos países sobre si desean ser conquistados
o democratizados.

Creer que todo el dinero
de la ayuda se traduce en éxitos recuerda a los productores de ‘Catwoman’,
elegida peor película de 2004, presumiendo de haber gastado unos
noventa millones de euros en el filme

El síndrome de “se está haciendo algo” también
explica la fijación con el dinero que se gasta en aliviar la miseria
global, en lugar de centrar la atención en cómo atender las necesidades
de los desfavorecidos. Es cierto que doblar la relativamente trivial proporción
de la renta que los occidentales donan a los africanos es una causa digna de
encomio. Pero no nos engañemos pensando que el hecho de gastar más
en ayuda exterior consigue algo por sí solo. Creer que todo el dinero
de la ayuda se traduce en éxitos recuerda a los productores de Hollywood
de Catwoman, recientemente elegida peor película de 2004, presumiendo
de haber cosechado un gran logro por gastarse unos noventa millones de euros
en el film.

EL CAMINO DE SALIDA
Ciertamente, no todas las iniciativas de ayuda humanitaria son infructuosas.
En lugar de fijar objetivos utópicos como acabar con la pobreza, los
líderes globales deben concentrarse en encontrar intervenciones concretas
que funcionen. Alguna evidencia sistemática y anecdótica sugiere
que los enfoques graduales para hacer llegar la asistencia humanitaria pueden
tener éxito. La inmunización infantil rutinaria combinada con
vacunaciones contra el sarampión en siete naciones del sur de África
redujo los casos de dicha enfermedad registrados, de 60.000 en 1996 a 117
en 2000. Otra asociación de donantes contribuyó a la casi total
erradicación del gusano de Guinea en 20 países africanos y
asiáticos donde era un mal endémico.

Abhijit Banerjee y Ruimin He, del Instituto Tecnológico de Massachusetts
(MIT), han elaborado una relación de ejemplos de programas de ayuda
que fueron fructíferos y que superaron una rigurosa evaluación:
los subsidios a familias para los costes de educación y sanidad de sus
hijos, clases de recuperación, uniformes y libros de texto, bonos escolares,
fármacos para tratamientos antiparasitarios y suplementos nutricionales,
vacunaciones, prevención del VIH, pulverización de aerosoles
contra la malaria en los hogares, mosquiteros, abono para la tierra y agua
potable.
Por supuesto, encontrar y mantener enfoques graduales que funcionen bien exige
mejorar los incentivos para las agencias de ayuda humanitaria. Podrían
lograrse mejores alicientes poniendo mayor énfasis en el análisis
independiente de los proyectos de asistencia. Dadas las ingentes sumas que
se están gastando, es sorprendente la escasez de evaluaciones fiables.
También podrían alcanzarse mejores estímulos ideando medios
para obtener más opiniones de la gente a la que están dirigidos
los programas y pidiendo responsabilidades a las agencias de ayuda cuando los
comentarios sean negativos. Parece más productivo concentrarse en estos
problemas cruciales en lugar de limitarse a prometer el fin de la pobreza al
público del Primer Mundo.

Si “un gran impulso” no va a generar un desarrollo que alcance
a toda la sociedad, ¿no hay esperanza para los Estados en crisis? Afortunadamente,
estos países están haciendo progresos por sí mismos sin
esperar a que Occidente acuda a salvarles. La progresiva mejora de la sanidad
y la educación en los países pobres (excepto la crisis del sida),
el desarrollo basado en el mercado de China e India, el movimiento hacia la
democracia en Latinoamérica y África (a pesar de un crecimiento
económico decepcionante), por no mencionar éxitos previos como
Botsuana y las economías de los tigres asiáticos, ofrecen esperanza
de que se produzca un desarrollo gradual y de cosecha propia.

El gran volumen de donaciones a las víctimas del tsunami del pasado
diciembre muestra que los europeos y los norteamericanos sienten una compasión
auténtica por los más necesitados. ¿Puede el público
de los países ricos decir a sus políticos que se están
marcando un farol y negarse a que los sueños utópicos sustituyan
a la ardua tarea de ofrecer beneficios a los pobres? ¿Exigirán
responsabilidades a las agencias humanitarias para que hagan llegar el dinero
a aquellos que lo necesitan? ¿Se les ocurrirán nuevas formas
de dar voz a los sin voz? Si se les preguntara a los pobres, seguramente se
descubriría que los sueños utópicos no les conmueven.
Probablemente, lo único que quieren son esas medicinas de 10 céntimos.

 

¿Algo más?
Algunos de los grandiosos planes y recetas de
2005 para ayudar a los pobres incluyen el libro de Jeffrey Sachs
titulado The End of Poverty:
Economic Possibilities for Our Time
(Penguin
Press, Nueva York, 2005) y el Informe sobre
seguimiento mundial 2005. Objetivos de Desarrollo del
Milenio:
del consenso a una acción más
dinámica,
del Banco Mundial y el Fondo
Monetario Internacional (Banco Mundial, Washington, 2005).
Véase
también la página web del primer ministro
británico, Tony Blair, Commission for Africa
(www.commissionforafrica.org).Varios trabajos profundizan en las razones por las cuales los
planes utópicos para ayudar a los pobres suelen estar
a menudo abocados al fracaso. Por ejemplo, La
miseria del historicismo
(Alianza Editorial,
Madrid, 2002), de sir Karl Raimund Popper, o Seeing
Like a State: How Certain Schemes
to Improve the Human Condition Have Failed (Yale
University Press, Connecticut, EE UU, 1998), de James
C. Scott.

Para consultar algunos de los programas y métodos de
ayuda exterior que han logrado algún éxito, véase
Ruth Levine, y otros autores: Millions
Saved: Proven Successes in Global Health
(Centro
para el Desarrollo Global, Washington, 2004).

 

 

Economistas, políticos y estrellas del rock de los países
ricos han hecho llamamientos este año para que se cancele la deuda y
se incrementen las ayudas a los países pobres. Esto parece lo adecuado.
Pero los sueños utópicos de aliviar la pobreza eluden algunas
duras realidades. Al prometer tanto, los activistas prolongan la verdadera
pesadilla de la miseria. William Easterly

Las épocas pasadas han facilitado una superabundancia de todos los
materiales y medios necesarios para alimentar, vestir, alojar, formar, educar,
dar empleo, divertir y gobernar a la raza humana en una prosperidad perpetua
y progresiva, sin guerras, conflictos o competencia entre naciones o individuos”.

Estas palabras no fueron pronunciadas por un esperanzado líder mundial
en la última cumbre del grupo de los ocho países más industrializados
del mundo (G-8) o por Bono en un concierto de rock, pero resultan familiares.
Fueron escritas en 1857, cuando el reformista británico Robert Owen
hizo un llamamiento a los países ricos, que podrían “fácilmente
inducir a todos los demás gobiernos y pueblos a unirse a ellos en la
adopción de medidas prácticas para lograr el bien común
en el futuro”. Tuvo que marcharse de la ciudad entre las burlas de sus
contemporáneos, que le consideraron un utópico.

Reconfortado se sentiría Owen si viviera hoy, al comprobar que en 2005
algunos de los poderosos e influyentes parecen creer que la utopía ha
vuelto. El presidente estadounidense, George W. Bush, ha enviado a los militares
de EE UU a propagar la democracia a lo largo y ancho de Oriente Medio, los
líderes del G-8 se esfuerzan por acabar con la pobreza y la enfermedad
en un futuro próximo, el Banco Mundial promete desarrollo como el camino
hacia la paz global y el Fondo Monetario Internacional (FMI) está tratando
de salvar el medio ambiente. En un mundo en el que miles de millones de personas
aún padecen grandes sufrimientos, estos sueños tienen, sin duda,
gran atractivo. Cabe preguntarse si este nuevo y sorprendente interés
por la utopía es simplemente retórica inofensiva y fuente de
inspiración. ¿Son las ambiciones utópicas el mejor modo
de ayudar a los pobres, que constituyen la mayoría de la población
mundial?

Desafortunadamente, no. En realidad, merman los esfuerzos por ayudarles. ¿Qué es
el utopismo? Es prometer más de lo que puedes cumplir. Es ver una respuesta
fácil y repentina a problemas complejos que llevan largos años
sin resolverse. Es intentar solucionar todo de inmediato mediante un aparato administrativo encabezado por líderes
mundiales
. Es esperar grandes
cosas de esquemas diseñados en la cúpula, pero no hacer nada
para resolver los grandes problemas que hay abajo. El utopismo pone demasiada
fe en la cooperación altruista y subestima el conflicto y el comportamiento
que busca el interés propio.

EL AÑO QUE VIVIMOS UTÓPICAMENTE
En el amanecer del nuevo siglo, Naciones Unidas hizo realidad el sueño
de Robert Owen de reunir a “los potentados de la Tierra” en lo
que la organización global llamó una Asamblea del Milenio. Estos
potentados fijaron los Objetivos de Desarrollo del Milenio para 2015, pidiendo,
entre otras cosas, fuertes reducciones de la pobreza, la mortalidad infantil,
el analfabetismo, la degradación medioambiental, el sida, la tuberculosis,
la malaria, el agua no apta para consumo humano y animal y la discriminación
contra las mujeres.

Sin embargo, es en 2005 cuando la utopía parece haber entrado de lleno
en el discurso dominante. En marzo, el profesor de la Universidad de Columbia
Jeffrey Sachs, célebre economista y líder intelectual de los
utópicos, publicó un libro titulado The
End of Poverty
, en el
que pedía un fuerte incremento de la ayuda exterior para cumplir los
Objetivos de Desarrollo del Milenio y acabar con la miseria. Sachs hace todo
tipo de propuestas: desde árboles leguminosos fijadores de nitrógeno,
pasando por la reposición de suelo fértil, hasta terapias antirretrovirales
contra el sida; desde teléfonos móviles que ofrecen información
actualizada de los mercados hasta planificadores sanitarios, recolección
de agua de lluvia y estaciones de recarga de baterías. Su Proyecto del
Milenio de Naciones Unidas proponía un total de 449 intervenciones.

El ministro de Economía británico, Gordon Brown, también
pidió en enero un mayor aumento de la ayuda, un Plan Marshall para África.
Brown estaba tan seguro de que sabía cómo salvar a los pobres
que, para financiar ingentes aumentos de las ayudas, incluso propuso el endeudamiento
contra futuros compromisos de asistencia. En el Foro Económico Mundial
que se celebró en enero, el primer ministro británico, Tony Blair,
hizo una llamada a dar un “gran, gran impulso” para cumplir los
objetivos de 2015, y en marzo su Gobierno publicó un grueso informe
sobre cómo salvar a África. El Banco Mundial y el FMI publicaron
en abril su propio documento, también de considerable tamaño,
sobre el cumplimiento de estos retos, y respaldaron el llamamiento para dar
un gran empujón a la ayuda. Y los utópicos del mundo acaban de
reunirse en la Cumbre Mundial de Naciones Unidas los días 14 y 15 de
septiembre para evaluar el progreso en los Objetivos del Milenio. En junio,
los líderes del G-8 acordaron un plan para cancelar 40.000 millones
de dólares (aproximadamente, 32.000 millones de euros) de la deuda de
los países pobres para facilitar “el impulso”. También
el FMI podría recurrir a sus reservas de oro para contribuir a esta
medida.

Incluso George W. Bush, quizá el menos utópico y con aparente
poco interés en vencer la pobreza, ha intentado retratar la desventura
iraquí como un paso adelante de la democracia universal y la paz mundial.
Como lo describió en su segundo discurso de investidura en enero de
2005, “en este joven siglo, América proclama la libertad en todo
el mundo y para todos los habitantes del mismo”.

Con frecuencia, estos líderes hablan de lo fácil que es ayudar
a los pobres. Según Brown, las medicinas que prevendrían la mitad
de todas las muertes por malaria sólo cuestan 12 centavos (unos 10 céntimos
de euro) por persona. Un mosquitero para impedir que un niño contraiga
este mal sólo vale cuatro dólares. Prevenir cinco millones de
muertes infantiles en los próximos 10 años tan sólo supondría
tres dólares más por cada nueva madre, dice el ministro de Economía
británico. El énfasis en estas soluciones fáciles surgió a
raíz de la preocupación por los refugios de terroristas que se
crean en las naciones pobres, junto con la campaña emprendida por Sachs,
Bono, el rockero Bob Geldof y los laboristas británicos. Parecía
que todas estas facciones no se percataban de que las personas que trabajan
proporcionando ayuda humanitaria llevaban años intentando acabar con
la pobreza.

MUCHO HABLAR Y POCO OBRAR
Ya hemos sido testigos del fracaso de amplios paquetes utópicos en las
dos últimas décadas: el fiasco de la terapia
de choque
para convertir
a la antigua Unión Soviética del comunismo al capitalismo y del
nada exitoso ajuste estructural del FMI/Banco Mundial para transformar naciones
en África, Oriente Medio y Latinoamérica en parangones del libre
mercado. Todas estas regiones han experimentado un escaso crecimiento económico
desde que comenzaron las iniciativas utópicas. En el nuevo milenio,
el FMI y el Banco Mundial no parecen haber escarmentado y están intentando
algo aún más ambicioso: la transformación social, política,
económica y medioambiental de las naciones menos desarrolladas mediante
Documentos de Estrategia de Lucha contra la Pobreza (DELP). Estos informes,
que el FMI y el Banco Mundial exigen a los gobiernos que se elaboren consultando
con los pobres, son planes amplios para hacer desaparecer la miseria en cada
país. No está demasiado claro cómo un texto burocrático
puede hacer que unos ejecutivos que con frecuencia no son democráticos
cedan parte de su poder a los más necesitados o cómo tendrá mayor éxito
que otros ambiciosos planes anteriores que en comparación parecen modestos.

Tras 460.000 millones de
euros, los donantes no han empezado a suministrar a los niños
esas medicinas de 10 céntimos para prevenir la malaria en África

Es más, hemos presenciado el fracaso de lo que ya fue “un fuerte
impulso” de la ayuda a África. Después de 43 años
y 460.000 millones de euros (a precios de 2003) en asistencia al continente, África
sigue atrapada en el estancamiento económico. Además, tras 460.000
millones de euros, los donantes oficiales no parece que hayan empezado la tarea
de suministrar a los niños esas medicinas de 10 céntimos para
prevenir la mitad de las muertes por malaria.

Con todo el apoyo político y popular a unos programas tan ambiciosos, ¿por
qué entonces los paquetes amplios casi nunca logran hacer demasiado
bien, por no decir que casi nunca alcanzan la utopía? El problema radica
en los incentivos políticos y económicos. El mayor inconveniente
es que la gente del Primer Mundo que paga las facturas no comparte los mismos
fines que aquellos a los que intentan ayudar. Los ricos tienen escasos incentivos
para conseguir que se haga lo preciso en cantidades suficientes para socorrer
a los necesitados; los pobres no están en situación de quejarse
si esto no se logra. Un problema más sutil es que si todos somos responsables
de forma común de un gran objetivo mundial, entonces no se puede culpabilizar
a ninguna agencia o político si no se logra. Este tipo de responsabilidad
funciona de forma parecida a las granjas colectivas en la agricultura, y por
las mismas razones.

Para empeorar las cosas, los paquetes de ayuda basados en principios utópicos
tienen tantas metas distintas que se reduce la probabilidad de alcanzar alguna
de ellas, así como el grado de responsabilidad que se puede exigir por
su incumplimiento. Los préstamos de ayuda condicionales del FMI y el
Banco Mundial (préstamos de ajuste estructural) eran notorios por sus
onerosas políticas y perspectivas de resultados, que con frecuencia
se contaban por centenas. Los ocho Objetivos del Milenio tienen 18 indicadores.
En enero de 2005 el Proyecto del Milenio de Naciones Unidas publicó un
informe de 3.751 páginas que recogía los 449 pasos intermedios
necesarios para cumplir esos 18 objetivos finales.
Normalmente, trabajar para múltiples jefes (o en pos de muchos fines)
no funciona demasiado bien: cada uno de ellos intenta que se actúe para
alcanzar su objetivo y no el de los otros jefes. Estos empleados están
sobrecargados de tareas, abrumados y desmoralizados; una descripción
bastante precisa del nivel de trabajo actual de los funcionarios del Banco
Mundial y otras agencias de ayuda.

Las estrategias de arriba hacia abajo como las propuestas por el presidente
Bush, el primer ministro Blair y Bono también adolecen de complejos
problemas de información, incluso si resolviesen la cuestión
de los incentivos. Quienes planifican de forma global en la cúpula simplemente
no saben qué, cuándo y dónde dar a los pobres que se encuentran
abajo. Esto no quiere decir que sea imposible cumplir múltiples metas
para múltiples clientes a través de múltiples agentes.
Las distintas necesidades del Primer Mundo se satisfacen fácilmente
mediante un sistema de mercados descentralizados y democracia, que descansa
sobre los comentarios y reacciones de los clientes y la responsabilidad de
los proveedores. Los hombres ricos de mediana edad pueden comprar Grecian para
teñirse el cabello, mientras que las mujeres pueden adquirir Veet para
depilarse las piernas. No hace falta un Objetivo del Milenio sobre vello
corporal.
Ambas marcas son responsables de la satisfacción de sus clientes. Si
a ellos no les interesa el producto, las corporaciones no hacen negocio; si
a los compradores les gusta el artículo, las empresas tienen un incentivo
en forma de beneficios. De modo similar, los hombres y mujeres de los países
desarrollados pueden quejarse a burócratas y políticos democráticamente
responsables si el camión de la basura no recoge sus envases usados
de Grecian y Veet. Los mercados privados también se especializan. No
les compensa producir un producto completo que elimine el vello de las piernas
y a la vez tiña el cabello. La ironía de la situación
es de una obviedad trágica: las necesidades cosméticas de los
ricos se satisfacen fácilmente, mientras que las desesperadas necesidades
de los pobres se pierden en una planificación centralizada, utópica
y de gran alcance.

LA POBREZA COMIENZA EN CASA
El libre mercado y la democracia están lejos de encontrar una solución
a la pobreza de la noche a la mañana. Esto exige, entre otras muchas
cosas, la evolución desde abajo hacia arriba de las reglas del juego,
incluyendo la capacidad de hacer cumplir los contratos y una competencia política
justa. Tampoco se puede imponer el capitalismo democrático desde fuera
(como el Banco Mundial, el FMI y el Ejército estadounidense deberían
saber a estas alturas). La evolución de los mercados y la democracia
en los países ricos discurrió a lo largo de muchas décadas
y no se produjo mediante “grandes impulsos” externos, objetivos
de desarrollo del milenio o asambleas de líderes mundiales. El progreso
llegó poco a poco, mediante reformas graduales, mejoras paulatinas y
experimentación, todo ello acompañado de una aceleración
pausada del crecimiento económico y no a través de programas
intensivos.

Los problemas de las naciones no desarrolladas tienen unas profundas raíces
institucionales en casa, donde los mercados no funcionan bien y los políticos
y los funcionarios no responden de sus acciones ante los ciudadanos. Esto hace
a los planes utópicos aún más idealistas, ya que, en última
instancia, “el gran impulso” tiene que confiar en instituciones
locales disfuncionales. Por ejemplo, existen numerosos eslabones débiles
en la cadena que conduce desde el fármaco de 10 céntimos contra
la malaria de Gordon Brown a los logros sanitarios reales en el Tercer Mundo.
Según una investigación llevada a cabo por Deon Filmer, Jeffrey
Hammer y Lant Pritchett en el Banco Mundial, entre el 30% y el 70% de las medicinas
destinadas a clínicas rurales en varios países africanos desaparecen
antes de llegar.

Según un estudio realizado en Zimbabue, las mujeres embarazadas eran
reticentes a dar a luz en las clínicas públicas porque las enfermeras
las ridiculizaban por no tener mejor ropa de bebé, las obligaban a lavar
las sábanas poco después del alumbramiento e incluso las pegaban
para que empujaran más durante el parto. Y África no está sola:
casi todos los países pobres tienen problemas de corrupción y
a menudo funcionarios hostiles, tal y como los Estados ricos de hoy los tuvieron
en los comienzos de su historia. Los investigadores descubren que mucha gente
del Tercer Mundo acude a médicos privados o remedios populares y no
a la sanidad pública. Los más necesitados no tienen poder adquisitivo
ni político para exigir responsabilidades. Política y económicamente
son huérfanos. Los ciudadanos de los países ricos conocen poco
de lo que les está ocurriendo a los más desfavorecidos en su
vida diaria. La población del Primer Mundo, fundamentalmente, quiere
saber que “se está haciendo algo” respecto a un problema
tan trágico como la pobreza mundial. Los planes utópicos satisfacen
la necesidad de ese público, incluso si dichos planes no solucionan
las dificultades. Asimismo, la doctrina Bush atenúa los temores de aquellos
estadounidenses a los que les preocupan los tiranos malvados, sin consultar
con la población de esos países sobre si desean ser conquistados
o democratizados.

Creer que todo el dinero
de la ayuda se traduce en éxitos recuerda a los productores de ‘Catwoman’,
elegida peor película de 2004, presumiendo de haber gastado unos
noventa millones de euros en el filme

El síndrome de “se está haciendo algo” también
explica la fijación con el dinero que se gasta en aliviar la miseria
global, en lugar de centrar la atención en cómo atender las necesidades
de los desfavorecidos. Es cierto que doblar la relativamente trivial proporción
de la renta que los occidentales donan a los africanos es una causa digna de
encomio. Pero no nos engañemos pensando que el hecho de gastar más
en ayuda exterior consigue algo por sí solo. Creer que todo el dinero
de la ayuda se traduce en éxitos recuerda a los productores de Hollywood
de Catwoman, recientemente elegida peor película de 2004, presumiendo
de haber cosechado un gran logro por gastarse unos noventa millones de euros
en el film.

EL CAMINO DE SALIDA
Ciertamente, no todas las iniciativas de ayuda humanitaria son infructuosas.
En lugar de fijar objetivos utópicos como acabar con la pobreza, los
líderes globales deben concentrarse en encontrar intervenciones concretas
que funcionen. Alguna evidencia sistemática y anecdótica sugiere
que los enfoques graduales para hacer llegar la asistencia humanitaria pueden
tener éxito. La inmunización infantil rutinaria combinada con
vacunaciones contra el sarampión en siete naciones del sur de África
redujo los casos de dicha enfermedad registrados, de 60.000 en 1996 a 117
en 2000. Otra asociación de donantes contribuyó a la casi total
erradicación del gusano de Guinea en 20 países africanos y
asiáticos donde era un mal endémico.

Abhijit Banerjee y Ruimin He, del Instituto Tecnológico de Massachusetts
(MIT), han elaborado una relación de ejemplos de programas de ayuda
que fueron fructíferos y que superaron una rigurosa evaluación:
los subsidios a familias para los costes de educación y sanidad de sus
hijos, clases de recuperación, uniformes y libros de texto, bonos escolares,
fármacos para tratamientos antiparasitarios y suplementos nutricionales,
vacunaciones, prevención del VIH, pulverización de aerosoles
contra la malaria en los hogares, mosquiteros, abono para la tierra y agua
potable.
Por supuesto, encontrar y mantener enfoques graduales que funcionen bien exige
mejorar los incentivos para las agencias de ayuda humanitaria. Podrían
lograrse mejores alicientes poniendo mayor énfasis en el análisis
independiente de los proyectos de asistencia. Dadas las ingentes sumas que
se están gastando, es sorprendente la escasez de evaluaciones fiables.
También podrían alcanzarse mejores estímulos ideando medios
para obtener más opiniones de la gente a la que están dirigidos
los programas y pidiendo responsabilidades a las agencias de ayuda cuando los
comentarios sean negativos. Parece más productivo concentrarse en estos
problemas cruciales en lugar de limitarse a prometer el fin de la pobreza al
público del Primer Mundo.

Si “un gran impulso” no va a generar un desarrollo que alcance
a toda la sociedad, ¿no hay esperanza para los Estados en crisis? Afortunadamente,
estos países están haciendo progresos por sí mismos sin
esperar a que Occidente acuda a salvarles. La progresiva mejora de la sanidad
y la educación en los países pobres (excepto la crisis del sida),
el desarrollo basado en el mercado de China e India, el movimiento hacia la
democracia en Latinoamérica y África (a pesar de un crecimiento
económico decepcionante), por no mencionar éxitos previos como
Botsuana y las economías de los tigres asiáticos, ofrecen esperanza
de que se produzca un desarrollo gradual y de cosecha propia.

El gran volumen de donaciones a las víctimas del tsunami del pasado
diciembre muestra que los europeos y los norteamericanos sienten una compasión
auténtica por los más necesitados. ¿Puede el público
de los países ricos decir a sus políticos que se están
marcando un farol y negarse a que los sueños utópicos sustituyan
a la ardua tarea de ofrecer beneficios a los pobres? ¿Exigirán
responsabilidades a las agencias humanitarias para que hagan llegar el dinero
a aquellos que lo necesitan? ¿Se les ocurrirán nuevas formas
de dar voz a los sin voz? Si se les preguntara a los pobres, seguramente se
descubriría que los sueños utópicos no les conmueven.
Probablemente, lo único que quieren son esas medicinas de 10 céntimos.

 

¿Algo más?
Algunos de los grandiosos planes y recetas de
2005 para ayudar a los pobres incluyen el libro de Jeffrey Sachs
titulado The End of Poverty:
Economic Possibilities for Our Time
(Penguin
Press, Nueva York, 2005) y el Informe sobre
seguimiento mundial 2005. Objetivos de Desarrollo del
Milenio:
del consenso a una acción más
dinámica,
del Banco Mundial y el Fondo
Monetario Internacional (Banco Mundial, Washington, 2005).
Véase
también la página web del primer ministro
británico, Tony Blair, Commission for Africa
(www.commissionforafrica.org).Varios trabajos profundizan en las razones por las cuales los
planes utópicos para ayudar a los pobres suelen estar
a menudo abocados al fracaso. Por ejemplo, La
miseria del historicismo
(Alianza Editorial,
Madrid, 2002), de sir Karl Raimund Popper, o Seeing
Like a State: How Certain Schemes
to Improve the Human Condition Have Failed (Yale
University Press, Connecticut, EE UU, 1998), de James
C. Scott.

Para consultar algunos de los programas y métodos de
ayuda exterior que han logrado algún éxito, véase
Ruth Levine, y otros autores: Millions
Saved: Proven Successes in Global Health
(Centro
para el Desarrollo Global, Washington, 2004).

 

 

William Easterly es catedrático
de Economía en la Universidad de Nueva York, profesor invitado en el
Centro para el Desarrollo Global y autor de
En busca del crecimiento:
andanzas y tribulaciones de los economistas del desarrollo
(Antoni
Bosch Editor, Barcelona, 2003).