El presidente Joe Biden se reúne virtualmente con el Quad: el primer ministro Yoshihide Suga de Japón, el primer ministro Narendra Modi de la India y el primer ministro Scott Morrison de Australia en el comedor estatal de la Casa Blanca el 12 de marzo de 2021 en Washington, DC. (Jabin Botsford / The Washington Post via Getty Images)

¿Cuáles son las principales líneas de acción de la estrategia estadounidense hacia China en plena intensificación de la rivalidad hegemónica entre ambas potencias? ¿Y cómo son percibidas desde Japón y Taiwán?

Ahora que el ruido de sables de China está intensificándose, el mundo empieza a prestar mucha atención a la seguridad del este de Asia. Sin embargo, el Gobierno del presidente estadounidense Joe Biden ha adoptado una posición tibia respecto a Pekín, sin emprender un nuevo rumbo más audaz ni aclarar si la política firmemente antichina adoptada por el gobierno anterior del ex presidente Donald Trump va a seguir definiendo la posición de EE UU en asunto tan crucial. Es necesario un análisis integral desde una perspectiva político-económica global para determinar cómo está en estos momentos la cuestión de la seguridad de la región y por qué Biden se muestra tan indeciso en la cuestión de China.

Biden sustituyó a Trump en pleno agravamiento de la rivalidad hegemónica entre ambos países, después de que el presidente anterior adoptara una estrategia de confrontación total frente al comportamiento agresivo de Pekín. Pero el nuevo gobierno no ha elaborado una visión estratégica coherente para tratar con la República Popular de China (RPC). El resultado es una gran incertidumbre sobre si continuará o no la posición dura de Trump respecto a Pekín, así como serios problemas políticos para los Estados en primera línea, como Japón y Taiwán, que tienen a EE UU como único garante de su seguridad.

La cuestión de China es fundamental para la política interna y la seguridad nacional estadounidense porque EE UU ha prosperado en las dos últimas décadas gracias al crecimiento del país asiático, convirtiéndose Pekín a la vez en su rival. Estados Unidos empezó a ser hegemónico en la región al final de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, a medida que su sector productivo perdía competitividad internacional, su superioridad económica disminuyó, empezando por la cancelación unilateral de la convertibilidad internacional directa del dólar estadounidense en oro —el shock de Nixon de 1971— y empeorando gradualmente a partir de entonces.

La crisis de la deuda latinoamericana de principios de los 80 puso de manifiesto una grave escasez de oportunidades para la inversión de capital nacional en el sector de la fabricación industrial, lo que llevó a los principales bancos comerciales estadounidenses a conceder créditos excesivos a los prestatarios soberanos de la región, pensando, equivocadamente, que nunca serían insolventes. Eso significa que, como empresas, los bancos estadounidenses no podían ampliar sus negocios ni aumentar sus beneficios sin invertir en sectores de fabricación pujantes. Desde el punto de vista estructural, era inevitable que la hegemonía de Estados Unidos como potencia industrial decayera tarde o temprano, dada su evolución irreversible hacia una economía de servicios.

A pesar de estos obstáculos, EE UU consiguió revivir su hegemonía económica en los 90 gracias a la demanda de inversión de capitales en el entonces incipiente sector de las tecnologías de la información (TI), que no ha hecho más que acelerar el paso a los servicios financieros. El capitalismo industrial estadounidense se ha transformado en capitalismo financiero y ha hecho que la economía nacional sea un “banco de inversiones mundiales” dirigido a las principales economías del antiguo bloque comunista y de los países emergentes, que estaban ávidos de grandes inversiones de capital en sus sectores de producción industrial; el principal ejemplo es China. Gracias a esta inversión, la RPC se convirtió en la fábrica del mundo, consumiendo, por sí sola, casi la mitad de los recursos totales de metal y combustibles fósiles del mundo.

El sistema político autoritario de Pekín, deseoso de estimular el crecimiento, obligó a los bancos de propiedad estatal a conceder préstamos de dudoso cobro, lo que derivó en un panorama lleno de empresas estatales zombis y la constante construcción de ciudades vacías. A los economistas aquello empezó a parecerles una burbuja de crecimiento insostenible, que es esencialmente la otra cara de la misma moneda que la burbuja financiera e inmobiliaria y la del mercado crediticio creadas por la Reserva Federal de EE UU. Lo cual hace pensar que los destinos de ambos países están unidos como consecuencia de sus vínculos financieros.

El ascenso del populismo en Estados Unidos y otras grandes democracias liberales es resultado de la polarización socioeconómica y la desunión política, debidas, en parte, al vacío industrial provocado por el capitalismo financiero. Además de ello existen divisiones nacionales muy arraigadas, que hacen que el gobierno de Biden tenga una base popular muy débil políticamente, incluso menos sólida que la que tuvo en su día Jimmy Carter. No facilitan las cosas los rumores que prevalecen entre algunos sectores de que se cometió un grave fraude electoral a favor de Biden.

Además, el nacimiento de la administración Biden es una manifestación de las fuerzas políticas contrarias a Trump, formadas por cargos políticos destituidos, jefes militares, estrategas académicos y otros profesionales de Washington que querían restaurar el statu quo anterior y quizá un resurgimiento temporal del antiguo régimen.

Desaparecidos Trump y su actitud de enfrentamiento contra China, los iniciados y las élites del sistema podrían reanudar la búsqueda de rentas a través de la estructura de interdependencia con el país asiático. Por ejemplo, en la comunidad internacional no ha pasado inadvertido que, aunque los medios estadounidenses hayan quitado importancia al asunto, las acusaciones contra el hijo del presidente, Hunter Biden, por sus lucrativas relaciones con empresas chinas como Bohai Harvest RST, Sinopec Marketing Co. Ltd. y China Molybdenum Co., entre otras, vistas desde fuera, parecen acuerdos para tener acceso a cambio de dinero. Eso no convierte a los Biden en agentes de la RPC, pero sí ofrece una imagen de grave falta de decoro y levanta sospechas de que el régimen comunista pueda fácilmente aprovechar esas relaciones para conseguir que se adopten políticas favorables a los intereses de Pekín. Como es natural, esto preocupa sobre todo en países como Taiwán y Japón, cuya seguridad nacional está en manos de Estados Unidos.

La Guardia Costera de Estados Unidos del "Extremo Oriente" participa en una revisión de tropas y ejercicios integrados, cerca de la Bahía de Tokio, Japón. (Koichi Kamoshida via Getty Images)

Desde el punto de vista político y estratégico, EE UU y China —la potencia hegemónica en declive y la gran potencia en ascenso— han caído en la trampa de Tucídides, especialmente porque el presidente de la RPC, Xi Jinping, ha abandonado la política tradicional de “ocultar los poderes y esperar el momento oportuno” para adoptar una estrategia expansionista que incluye una acumulación de armas sin precedentes y una ofensiva para ampliar el área de influencia china, en particular mediante la Nueva Ruta de la Seda. Biden ha criticado de forma implícita las políticas de Trump, incluida su enérgica reacción contra el gigante asiático. Los países más preocupados temen que el actual presidente estadounidense sea más propenso a apaciguar a Pekín para preservar la mencionada estructura de interdependencia que beneficia a las dos partes. El equipo de Exteriores y de Seguridad nacional de Biden está formado por antiguos altos cargos del gobierno de Barack Obama. Por eso es perfectamente posible que repita la fracasada política de apaciguamiento del ex presidente respecto a China en nombre de la “paciencia estratégica”.

Sin embargo, se advierten algunas señales positivas. Para Japón y Taiwán es vagamente esperanzador que, al menos por el momento, el gobierno de Biden no se haya apresurado a cambiar las políticas instauradas por Trump respecto a China. Mantiene las duras sanciones comerciales y las restricciones a las inversiones directas y las transferencias de tecnología en el ámbito de las TI, y tampoco ha cambiado las drásticas medidas contra los Institutos Confucio que Pekín tiene en todo EE UU. Además, la armada estadounidense ha mantenido la diplomacia de las cañoneras de Trump y no ha dejado de invocar la libertad de navegación y sobrevuelo en la región, en especial, en el Mar del Sur de China.

Cualquier gran cambio en estas estrategias sería difícil de justificar, ya que los motivos en los que se basan se vieron resumidos con la repentina desclasificación de un memorando estratégico de la Casa Blanca poco antes de que terminara el mandato de Trump. El informe, titulado Marco Estratégico de EE UU para el Indo-Pacífico, pone de relieve los problemas de seguridad nacional que plantea, cada vez más, China. Asimismo, ambos lados del espectro político han demostrado ser conscientes del peligro que constituye el gigante asiático, tanto en Washington como en la sociedad estadounidense en general.

El documento estratégico oficial de Biden dado a conocer en marzo de 2021, la Guía Estratégica Provisional de Seguridad Nacional, está muy bien redactado pero no ofrece detalles específicos. Contiene un velado pensamiento anti Trump, en favor de la diplomacia y el multilateralismo y en contra de la disuasión y el uso de la fuerza militar. Sin embargo, al leer entre líneas, para hacer realidad las prioridades del gobierno intervencionista y el Estado de bienestar es necesario que las cuestiones militares y de seguridad pierdan importancia, así como instar a los aliados a que asuman un papel más importante en asuntos no militares como la respuesta a las pandemias, la salud pública y el clima. La guía revela una política contradictoria en materia de armas nucleares, que persigue una menor dependencia de las fuerzas nucleares y, al mismo tiempo, más credibilidad en materia de disuasión nuclear. Esa contradicción puede hacer que EE UU sea menos creíble cuando habla de extender el paraguas de la disuasión nuclear a Japón y reducir la viabilidad de la alianza bilateral de ambos países que constituye la base del sistema de seguridad “del centro y los radios”.

Los ciudadanos estadounidenses, cansados de las guerras eternas en Oriente Medio, no están dispuestos a apoyar más compromisos de seguridad internacional unilaterales y prolongados. La caída de la capacidad fiscal nacional es el resultado de una deuda federal que no deja de crecer y una vulnerabilidad económica estructural y ahora se ha agravado por el volumen de gasto sin precedentes dedicado a la lucha contra la pandemia de la COVID-19. Es indudable que un gran aumento del gasto de defensa agravará el endeudamiento, la vulnerabilidad y los riesgos sistémicos de EE UU. Pero el mensaje presidencial sobre el presupuesto para el año fiscal 2022 propone un incremento marginal del presupuesto teórico de defensa (que es una disminución en términos reales). En general, los partidarios de Biden tienen escaso interés por el papel de su nación en el mundo, aunque él hable de que desea un “Estados Unidos fuerte”. Por otra parte, los trumpistas no están de acuerdo con que el país siga siendo “el policía del mundo” y se le pida constantemente sacrificar su sangre y su dinero para defender el orden internacional. Lo que quieren es que EE UU utilice su poder para defender sus propios intereses en la esfera internacional. Es evidente que sus aliados no pueden seguir dependiendo totalmente de la potencia norteamericana para salvaguardar la paz y la seguridad internacionales. 

Da la impresión de que el gobierno de Biden está manteniendo las tradicionales políticas de seguridad regional de Estados Unidos con Japón y Taiwán como aliados fundamentales para ayudar a contrarrestar el reto que supone una China en auge. También prosigue sus esfuerzos militares y diplomáticos para reforzar el Diálogo Cuadrilateral de Seguridad, formado por EE UU, Japón, Australia e India, y para construir la versión indo-pacífica de una mini OTAN.

El 16 de marzo, el presidente Biden y el primer ministro japonés, Yoshihide Suga, hicieron pública en Washington una declaración conjunta denominada Asociación Global Japón-EE UU para una nueva era, con el propósito de fortalecer la alianza bilateral frente al auge de China. Aun así, en Tokio preocupa cada vez más saber si Washington cumplirá sus compromisos de defensa en caso de un incidente en la isla de Senkaku (Diaoyu). Algunos piensan que EE UU solo tiene interés estratégico en conservar las líneas marítimas de comunicación y que no está dispuesto a arriesgarse a una guerra con China para proteger los que podrían considerarse intereses pesqueros japoneses. Consciente de la paradoja de las Senkaku, Tokio está presionando para reforzar sus propias capacidades defensivas.

Varios días antes de su encuentro con Suga, Biden envió al ex senador Chris Dodd y los ex vicesecretarios de Estado Richard Armitage y James Steinberg en misión especial a Taipéi para asegurar a sus ciudadanos que Estados Unidos iba a mantener su compromiso con la defensa de la isla. Al parecer, el Ejército estadounidense ha enviado un contingente importante de asesores militares para garantizar la coordinación entre las fuerzas militares taiwanesas y las norteamericanas. Es posible que el propósito de estas y otras señales conciliatorias del gobierno de Biden fuera tranquilizar a la población y el gobierno de Taiwán —el único país asiático que, en una encuesta de YouGov, se mostró favorable a un segundo mandato de Trump—, que estaban preocupados por el compromiso de Biden. Para compensar esta incertidumbre, los dirigentes taiwaneses han reforzado en los últimos tiempos sus propias capacidades defensivas. Por desgracia, estos pasos del presidente estadounidense no requieren ni una inversión fiscal significativa ni un gasto de capital político. La estrategia de seguridad regional de Biden sigue sin estar clara y su compromiso político también es dudoso. No se sabe todavía cuál será el resultado de la rivalidad hegemónica entre EE UU y China en medio de su interacción estratégica dentro de la estructura estable de interdependencia. Ahora hay cada vez más ruido de sables y más combates retóricos por parte de los dos, a pesar de la enorme vulnerabilidad socioeconómica de ambos. Pero tanto el proceso como la estructura acabarán desintegrándose a medida que llegue a su fin la transición de la economía mundial a una economía de servicios.

Durante esa transición, la eficacia de mutua disuasión entre Estados Unidos y China seguirá siendo muy incierta mientras el gobierno de Biden, ligado a los intereses creados en favor de que la interdependencia entre los dos países siga adelante, no se dote de una visión estratégica ni asuma el compromiso político de plantar cara con decisión al comportamiento cada vez más escandaloso de China. Ahora que se reconoce abiertamente la agresividad del gigante asiático, Japón y Taiwán tienen que reforzar su capacidad de defensa cuanto antes. Y también tienen que fortalecer las relaciones militares con EE UU a nivel operativo. Por último, pero no menos importante, dado que se enfrentan a riesgos similares, Taipéi y Tokio deben comenzar una coordinación informal de la planificación de operaciones militares.

La versión original de este artículo fue publicada en Strategic Vision. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.