Desde Richard Nixon y la guerra de Vietnam, nunca la política
exterior de un presidente de Estados Unidos había polarizado tanto a
su país y al mundo. Sin embargo, pese a la polémica, las iniciativas
de George W. Bush no son tan radicalmente distintas de las de sus predecesores.
El verdadero defecto de la política exterior del presidente consiste
en que está llena de contradicciones: cegado por la
claridad
moral y
atado de pies y manos por su enorme poderío militar, Washington necesita
recuperar el equilibrio entre medios y fines para construir una estrategia
general auténticamente eficaz.
Melvyn P. Leffler

"La diplomacia de la Administración Bush es revolucionaria"

No. En los objetivos de Bush, de mantener una paz democrática
y difundir los valores estadounidenses fundamentales, resuenan ecos de las
preocupaciones más tradicionales en la historia de Estados Unidos. Tienen
sus orígenes en la retórica puritana de la ciudad sobre la colina.
Reavivan la visión del imperio de la libertad proclamada por Thomas
Jefferson. Eran parte integrante del mensaje en el que Woodrow Wilson decía
que "es preciso asegurar el mundo para la democracia". Se desprenden
de las cuatro libertades de Franklin Roosevelt. Evocan la noble retórica
del discurso inaugural de John F. Kennedy, en el que habló de "oponerse
a cualquier enemigo para garantizar la supervivencia y el triunfo de la libertad".

Tampoco es nuevo el unilateralismo. Desde el nacimiento de EE UU como joven
república, los padres fundadores renunciaron a entablar alianzas que
pudieran involucrar al frágil país en controversias peligrosas
del Viejo Mundo y ensuciar la identidad de EE UU como país partidario
de la excepción. Al actuar de forma unilateral, Estados Unidos podría
perseguir prudentemente sus propios intereses, alimentar sus ideales fundamentales
y definirse en oposición a sus antepasados europeos. A esta tradición
regresa ahora Bush.

Los detractores de Bush alegan que su política exterior revolucionaria repudia el multilateralismo florecido tras la II Guerra Mundial, que tanto
benefició a Washington durante la guerra fría. Tienen algo de
razón, aunque sin exagerar. Los sabios del periodo de la guerra fría
adoptaron la causa de la seguridad colectiva, construyeron la OTAN, crearon
muchas otras instituciones multilaterales y comprendieron la interdependencia
de la economía mundial moderna. Pero nunca renunciaron al derecho a
actuar por su cuenta. Se reservaron la posibilidad de tomar medidas unilaterales,
aunque no convirtieron esa posibilidad en doctrina. Hicieron todo lo contrario.
En público, reafirmaban el compromiso de EE UU con la seguridad colectiva
y el multilateralismo; en privado, reconocían que el país podía
tener que emprender acciones unilaterales, como en Vietnam y otros lugares
del Tercer Mundo.

Lo que diferencia a Bush de sus antecesores es más cuestión de
estilo que de contenido, de equilibrio entre estrategias contrarias que de
objetivos, de ejercer sentido común que de definir una visión
del mundo. La percepción de una gran amenaza y un poder nunca visto
hasta ahora han inclinado la balanza hacia el unilateralismo, pero no hay nada
revolucionario en los objetivos o la visión de Bush. El empeño
de EE UU por alcanzar un orden internacional basado en la libertad, la autodeterminación
y el libre mercado ha variado asombrosamente poco.

"La doctrina de la guerra preventiva no tiene precedentes"

Falso. Los ataques preventivos para eliminar amenazas son una estrategia casi
tan vieja como EE UU. En los primeros decenios de vida del país era
frecuente que hiciera falta actuar por adelantado para asegurar las fronteras.
Por ejemplo, cuando el general Andrew Jackson invadió la Florida española
en 1818, atacó a las tribus indias, ejecutó a dos ingleses y
provocó una crisis internacional, el secretario de Estado, John Quincy
Adams, dijo al embajador español que el hecho de que España no
hubiera sido capaz de mantener el orden en la frontera justificaba la acción
preventiva de Estados Unidos.

De forma más enérgica aún, el presidente Theodore Roosevelt
anunció en 1904 que su país intervendría en el hemisferio
occidental en defensa de la civilización. Si no lo hacía, advirtió,
los europeos enviarían sus barcos a la zona, se apoderarían de
las aduanas nacionales y pondrían en peligro la seguridad de Estados
Unidos. Varias décadas más tarde, otro presidente apellidado
Roosevelt renunciaba al corolario que su primo lejano había añadido
a la doctrina Monroe y proclamaba una política de buena vecindad. Pero
eso no quiere decir que Franklin Roosevelt se abstuviera de hacer un uso preventivo
de la fuerza. Cuando estalló la guerra en Europa, consideró fundamental
el suministro de municiones y alimentos a las democracias europeas. Cuando
los submarinos nazis atacaron el destructor estadounidense Greer,
en septiembre de 1941, Roosevelt distorsionó las circunstancias del
incidente y declaró: "Es el momento de prevenir un ataque".
A partir de entonces, los buques alemanes e italianos que atravesaran las aguas
del Atlántico norte lo harían "por su cuenta y riesgo".
En una de sus famosas charlas, Roosevelt explicó su teoría: "Cuando
uno ve una serpiente de cascabel que se dispone a atacar, no espera a que lo
haga para aplastarla".

Durante la guerra fría, en el Tercer Mundo era procedimiento habitual
emprender acciones preventivas. Si EE UU no intervenía, la reacción
en cadena podía acabar amenazando su seguridad. En otras palabras, la
contención y la disuasión en Europa no impedían iniciativas
unilaterales y preventivas en otros lugares como Centroamérica y el
Caribe, el sureste asiático y Oriente Medio. Y en cada caso las autoridades
emplearon la misma justificación retórica a la que recurre ahora
Bush: la libertad. Por más que ésa sea la imagen caricaturesca
que tiene el público, la Administración Bush no utiliza la acción
preventiva como único instrumento, ni siquiera como el principal. Vaciló a
la hora de tomar medidas preventivas en Irán y Corea del Norte porque
consideró que los riesgos eran demasiado grandes. Actúa de manera
selectiva, igual que sus predecesores. Vietnam también fue, como Irak,
una guerra de elección.

"Las decisiones políticas de Bush son totalmente distintas de
las de Clinton"

Qué deliciosa nostalgia. Lo más sorprendente de la política
exterior del presidente Bill Clinton es que, en realidad, aumentó el
dominio militar de Estados Unidos frente al resto del mundo. A finales de los
años 90, el gasto militar estadounidense era superior al conjunto de
los 12 países siguientes.

El objetivo general, según la Junta de Jefes de Estado Mayor de Clinton,
era crear "una fuerza dominante en todo el espectro de operaciones militares:
persuasiva en tiempos de paz, decisiva en la guerra, superior en cualquier
tipo de conflicto".

Ni los progresistas ni los neoconservadores quieren reconocerlo, pero la Administración
de Clinton también contó con la posibilidad del uso unilateral –incluso
preventivo– de la fuerza militar. El último documento estratégico
de su Administración, redactado antes de los atentados terroristas del
11-S, detallaba los intereses vitales del país. "Haremos lo que
tengamos que hacer", decía el equipo de seguridad nacional de
Clinton, "para defender esos intereses. Eso puede querer decir el uso
de la fuerza militar, incluidas acciones unilaterales, cuando se considere
preciso o apropiado".

Él mismo había aprobado ya el uso de la fuerza preventiva. En
junio de 1995, firmó la directiva presidencial número 39 sobre
lucha antiterrorista. Gran parte permanece aún en secreto, pero la versión
aséptica que se conoce indica una postura agresiva de prevención.
EE UU iba a intentar identificar grupos o Estados que "patrocinen o apoyen
a dichos terroristas, aislarlos y hacerles pagar caras sus acciones".

En 1998, tras los atentados de Al Qaeda contra las embajadas estadounidenses
en África, Clinton autorizó el bombardeo de la planta química
de Al Shifaa, en Sudán, en la que se sospechaba que se fabricaban armas
para Osama Bin Laden. En la Casa Blanca hubo cierta preocupación por
la legalidad de llevar a cabo bombardeos preventivos contra un objetivo civil
en un país que nunca había amenazado a Estados Unidos. Pero el
consejero de Seguridad Nacional, Sandy Berger, ofreció un argumento
convincente: "¿Qué ocurre si no atacamos y luego hay un
atentado en el que se suelta gas nervioso en el metro de Nueva York? ¿Qué diremos
entonces?".

El presidente Clinton y la secretaria de Estado, Madeleine Albright, hablaron
con generosidad y trabajaron sin descanso para conservar la cohesión
de la OTAN y ampliar la Alianza. A diferencia de Bush, trataron de contener
y dominar el nacionalismo provinciano creciente en EE UU, un nacionalismo que
oscilaba ente el aislacionismo y el unilateralismo y que rechazaba, cada vez
más, las normas y los acuerdos internacionales.

Sin embargo, pese a tales esfuerzos, fue el Gobierno de Clinton, no el de
Bush, el que nombró la Comisión estadounidense bipartita sobre Seguridad
Nacional en el siglo xxi. Una comisión presidida, no por un conservador,
sino por el ex senador demócrata Gary Hart y el ex senador republicano
Warren Rudman (que era internacionalista moderado). La comisión reconoció,
con pesar, que "EE UU tendrá cada vez más deseos de formar
coaliciones, pero cada vez menos posibilidades de encontrar socios capaces
y dispuestos a realizar operaciones militares conjuntas".

En resumen, en EE UU, muchos consideraban necesario el uso preventivo y unilateral
del poderío militar ya antes de la elección de George W. Bush,
incluso personas de tendencia internacionalista. Lo que hizo Bush después
del 11-S fue convertir una opción en una doctrina nacional.

"El 11 de septiembre transformó la política exterior de
Estados Unidos"

. Más aún, transformó su concepción del
mundo. Antes del 11-S, el Gobierno de Bush presumía de tener una política
exterior realista. El poder estadounidense –se atrevió a declarar
la futura consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, durante la campaña
presidencial de 2000– no debía utilizarse para obtener resultados
de "segundo orden", como la mejora del bienestar de la humanidad.
Bush afirmaba que la libertad, la democracia y la paz serían la consecuencia
del esfuerzo concertado para perseguir los "intereses nacionales permanentes" de
EE UU. Su política exterior iba a reflejar el carácter de Estados
Unidos, "la modestia de la verdadera fuerza, la humildad de la auténtica
grandeza".

Por eso llaman aún más la atención los cambios en las
ideas y la retórica de la Administración Bush tras el 11 de septiembre.
Una mayor conciencia de las amenazas aumentó el énfasis en las
ideas y sumergió el minucioso cálculo de los intereses. El objetivo
global de la política estadounidense, decía la declaración
estratégica de Bush en septiembre de 2002, era configurar un equilibrio
de poder que favoreciera la libertad. "Nuestros principios", decía
el documento, "regirán las decisiones de nuestro Gobierno… La
estrategia nacional de seguridad de Estados Unidos debe partir de esas convicciones
fundamentales y buscar posibilidades de expansión de la libertad".
En periodos de crisis, los dirigentes políticos estadounidenses siempre
han reafirmado sus valores e
ideales para lograr el apoyo público al despliegue de fuerzas. Sin embargo,
el cambio de lenguaje no fue meramente retórico. Los atentados terroristas
del 11 de septiembre contra Nueva York y Washington transformaron el sentido
del peligro de la Administración e impulsaron estrategias ofensivas.
Antes, los neoconservadores del Gobierno no habían prestado demasiada
atención al terrorismo.

Su prioridad era impedir el ascenso de rivales como China o una Rusia en recuperación,
que, en el futuro, podían hacer vacilar la hegemonía de
EE UU. Y, aunque el equipo de Bush planeaba un cambio de régimen en
Irak, no habían previsto la invasión a gran escala ni el proyecto
de reconstrucción. El 11 de septiembre "produjo una clara conciencia
de nuestra vulnerabilidad", según Condoleezza Rice. Y el secretario
de Defensa, Donald Rumsfeld, explicó: "La coalición no
actuó en Irak porque hubiéramos descubierto nuevas pruebas decisivas
de que Irak fabricaba armas de destrucción masiva; actuamos porque vimos
las pruebas existentes desde una nueva perspectiva, a través del prisma
de nuestra experiencia del 11-S". Después de no haber sabido prever
ni impedir los atentados terroristas, el grado de riesgo aceptable para el
Gobierno disminuyó drásticamente; y aumentó, también
drásticamente, la tentación de usar la fuerza.

"La política exterior de Bush ha inflamado el antiamericanismo
en todo el mundo"

Sin la menor duda. Por supuesto, el antiamericanismo también acosó a
otros gobiernos anteriores. En 1958, en varias ciudades latinoamericanas, hubo
violentas manifestaciones para recibir al vicepresidente Richard Nixon; en
1960, se esperaban tantos disturbios en Tokio que el presidente Dwight Eisenhower
tuvo que cancelar su visita. A finales de los 60 la guerra de Vietnam suscitó un
antiamericanismo apasionado en Europa; igual que la decisión del presidente
Ronald Reagan, más de una década después, de desplegar
una nueva generación de armas nucleares de alcance medio.

Pero el antiamericanismo actual tiene una extensión y una intensidad
nunca vistas. Según un sondeo reciente del Pew Research Center, las
actitudes favorables hacia Estados Unidos en Europa bajaron, durante los dos últimos
años, del 75% al 58% en Gran Bretaña, del 63% al 37% en Francia
y del 61% al 38% en Alemania. Todavía peor es la situación en
el mundo musulmán, donde una gran mayoría opina que Estados Unidos
está teniendo una reacción exagerada a la amenaza terrorista
y que los estadounidenses pretenden dominar el mundo. Lo más preocupante
es la reacción entre las naciones musulmanas amigas: el 59% de los turcos,
el 36% de los paquistaníes, el 27% de los marroquíes y el 24%
de los jordanos afirman que los atentados suicidas contra estadounidenses y
occidentales en Irak están justificados.

En retrospectiva, esos porcentajes no resultan extraños, puesto que
una conciencia mayor de las amenazas hace que las autoridades estadounidenses
tengan la tentación de confundir los intereses y centrar su política
en la universalidad y la superioridad de sus propios valores. Sin embargo,
para controlar su fuerza y moderar su etnocentrismo, EE UU necesita tener cuidadosamente
en cuenta sus intereses. No existe nada más triste e irónico,
incluso trágico, que el hecho de que, mientras los miembros de la Administración
Bush proclaman la superioridad de los valores estadounidenses, su uso soberbio
del poder genera cinismo respecto a sus motivos y desconfianza sobre sus intenciones.

La política preventiva y el unilateralismo complican la lucha contra
el terrorismo. Éste nace, al menos en parte, de los sentimientos de
rechazo ante la hegemonía estadounidense y la sensación de impotencia
y humillación. Las guerras preventivas y las ocupaciones mal recibidas
intensifican dichos sentimientos y producen más terroristas.

Al elevar la posición hegemónica de Estados Unidos a la categoría
de doctrina oficial, estas políticas convierten al país y a sus
ciudadanos en blancos aún más atractivos para los atentados.
Según datos recientes del Departamento de Estado, el terrorismo no está disminuyendo,
sino creciendo.

"La Casa Blanca tiene una estrategia acertada, pero la lleva mal a la
práctica"

No. La estrategia concuerda los medios con los fines y elabora tácticas
que permiten alcanzar los objetivos. La política exterior de Bush no
es vulnerable a las críticas porque sea totalmente distinta de las de
gobiernos anteriores, sino porque no puede tener éxito. Los objetivos
son inalcanzables porque los medios y los fines no están en consonancia.

Rice dice que la estrategia de la Administración se apoya en tres pilares:
primero, desbaratar las acciones de los terroristas y los regímenes
sin escrúpulos; segundo, armonizar las relaciones entre las grandes
potencias; tercero, fomentar la prosperidad y la democracia en todo el mundo.
Sin embargo, sus esfuerzos para acabar con los terroristas y destruir los regímenes
sin escrúpulos mediante los golpes preventivos, la hegemonía
y el unilateralismo impiden la armonía entre las grandes potencias y
desvía la atención y los recursos de las prioridades en materia
de desarrollo. Una estrategia no puede ser eficaz si los métodos empleados
para alzar un pilar ponen en peligro los otros.

Pensemos, por ejemplo, en la campaña de Bush por una paz democrática.
Dice que los pueblos de todo el mundo, incluido Oriente Medio, anhelan la libertad
y la coexistencia. La teoría de la paz democrática, que postula
que las sociedades democráticas no luchan entre sí, es atractiva.
Pero la guerra contra el terrorismo, tal como se concibe en la actualidad,
hace más difícil democratizar el mundo árabe. Para librar
guerras preventivas es preciso contar con bases en todo Oriente Medio y Asia
Central. Para satisfacer sus necesidades militares, Estados Unidos debe firmar
acuerdos con regímenes represivos, incluso odiosos, que desprecian los
principios democráticos.

La democratización de Oriente Medio es un objetivo noble, pero no es
fácil que se alcance mediante iniciativas unilaterales y guerras preventivas.
La democratización necesita muchos más recursos, imaginación
y paciencia de los que la Administración Bush –o tal vez cualquier
gobierno estadounidense– está dispuesto a utilizar. Los objetivos
de la política exterior de Bush no pueden conciliarse con unas prioridades
domésticas que exigen impuestos más bajos. Un estudio de la Rand
Corporation concluye que los factores más importantes para que una ocupación
tenga éxito están relacionados con "el grado de esfuerzo,
medido en tiempo, mano de obra y dinero". Las prioridades de Bush en
política nacional no permiten mantener ese nivel de esfuerzo, y no parece
que él esté dispuesto a modificar sus programas internos para
hacer realidad su visión estratégica.

"Bush es el heredero de Reagan"

Sí. Pero ¿acaso es eso una ventaja? A George
W. Bush y sus colaboradores les encanta identificarse con Ronald Reagan. Rumsfeld
dice que Bush, como Reagan, "no ha rehuido llamar al mal por su nombre…".
Tampoco ha tenido reparos a la hora de "declarar su intención
de derrotar su encarnación actual, el terrorismo". El presidente
Bush cree que la claridad moral (principio guía de los neocons) y el
poderío militar dieron valor a Reagan y le permitieron arrebatar la
iniciativa al Kremlin, liberar Europa del Este y ganar la guerra fría.

Pero los estudiosos de la guerra fría, en general, interpretan el pasado
de otra forma. Saben que las iniciativas más eficaces y de más
largo alcance fueron las que se tomaron en los primeros años, mucho
antes de la concentración de poder militar de Reagan. En 1947, el presidente
Harry Truman y sus asesores dieron mil vueltas a los pros y los contras y decidieron
afrontar la amenaza soviética en Europa mediante la reconstrucción,
y no con una acumulación masiva de armamento. El primer responsable
fue el diplomático George F. Kennan, que previno en contra de la concepción
militar, el exceso de compromisos y la retórica ideológica, y
no habló de rehacer y transformar otras sociedades, sino de contener
y reducir el poder soviético y fortalecer las instituciones nacionales
de Estados Unidos.

La importancia dada al concepto de claridad moral y los triunfos militares
quedaron institucionalizados en el documento NSC-68, en 1950. Impulsado por
el hecho de que la Unión Soviética hubiera adquirido capacidad
atómica, por el comienzo del maccarthismo y la tensión creciente
en la península de Corea, el NSC-68 acentuó la guerra ideológica
y aceleró la carrera de armamento. Pero la claridad moral y la pureza
ideológica hacían que fuera difícil evaluar las amenazas
e interpretar el contexto internacional. A los responsables estadounidenses,
cegados por la ideología, les costaba percibir la división entre
China y la Unión Soviética y comprender las raíces del
nacionalismo revolucionario en el Tercer Mundo.

A principios de los 80, la claridad moral llevó a Reagan a ayudar a
regímenes represivos de derechas en Centroamérica. Las ideas
de la guerra fría le hicieron respaldar al dictador Sadam Husein en
Irak. Y el triunfalismo surgido tras la retirada de los soviéticos de
Afganistán empujó a los herederos de Reagan a ignorar el caos
que siguió y la aparición de la teocracia de los talibanes.

Tampoco están muy de acuerdo la mayoría de los especialistas
en que la concentración de armamento y los pronunciamientos retóricos
de Reagan fueran lo que produjo la victoria en la guerra fría. En realidad,
los análisis más serios de la diplomacia de Reagan hacen hincapié en
que el factor fundamental fue su sorprendente capacidad para cambiar de rumbo,
concebir un mundo sin armas nucleares y tratar de forma realista con un nuevo
líder soviético.

Y los estudios sobre el dirigente soviético
Mijaíl Gorbachov, en su mayoría, sugieren que, más que
intimidarle el poder militar estadounidense, lo que le impulsó fue su
propósito de reformar el comunismo, transformar la sociedad soviética
y reanimar su economía. Comunista convencido hasta el final, a Gorbachov
no le inspiró el capitalismo democrático de Estados Unidos, sino
la socialdemocracia europea; no el fervor
ideológico autorreferente de los neoconservadores estadounidenses, sino
la labor minuciosa, reflexiva y tediosa de los activistas de derechos humanos
y otras organizaciones no gubernamentales.

George Bush y sus asesores de la Casa Blanca pretenden construir una versión
del final de la guerra fría que exalta la claridad moral y glorifica
la utilidad del poder militar. La claridad moral, desde luego, ayuda a una
sociedad democrática y pluralista como la estadounidense a conciliar
sus diferencias y llevar a cabo una política. El poder militar, debidamente
establecido y desplegado, alecciona y disuade a los adversarios.

Pero esta mentalidad puede desembocar en arrogancia y abuso de poder. Para
que la claridad moral y el poder militar sean instrumentos eficaces, es preciso
conciliarlos con un minucioso examen de los intereses y un perspicaz conocimiento
del adversario. Sólo cuando los fines estén en consonancia con
los medios será posible combinar la claridad moral y el poder militar
en una estrategia victoriosa.

Y SI GANA KERRY…

¿Cambiarían las cosas si un demócrata llegara
a la Casa Blanca? Muchos, sobre todo en el Viejo Continente, están convencidos
de que John Kerry imprimiría un rumbo más multilateral y menos
agresivo a la política exterior de Estados Unidos.
Sebastián
Royo

"Un presidente demócrata abandonaría la estrategia
unilateral de los republicanos"

Desde luego. En un discurso pronunciado en el Council of Foreign Relations
de Nueva York en diciembre, y que marcó el tono posterior de sus intervenciones
durante la campaña electoral y la convención demócrata,
Kerry aseguró que "la Administración Bush ha puesto en
práctica la política exterior más arrogante, inepta y
temeraria de la historia moderna", sin el grado de compromiso que se
requiere para terminar lo que se empieza, y aseguró que su país
volvería a Naciones Unidas para iniciar una "nueva era".

Así pues, la articulación de la relación de EE UU con
sus aliados es uno de los elementos claves que separan las propuestas de ambos
candidatos. Madeleine Albright, la última secretaria de Estado de Clinton,
expuso de forma efectiva lo que podría ser la política exterior
de Kerry, muy diferente de la actual, cuando defendió que los demócratas "actuamos
multilateralmente si podemos, pero unilateralmente si no queda más remedio".
Clinton resumió durante una entrevista la diferencia fundamental entre
la política exterior de Bush y la suya: mientras que la de Bush se basa
en "hacer lo que tenemos que hacer cuando queremos y, después,
cooperar si no tenemos más remedio", la suya se basaba en "cooperar
siempre que podíamos y actuar solos cuando no nos quedaba más
remedio". Esta divergencia refleja la tensión entre el unilateralismo
y el multilateralismo. Al contrario que Bush, que ha promovido una visión
basada en el principio de con nosotros o contra nosotros y el respeto selectivo
de la legalidad internacional, Kerry defiende una visión multilateral
y un mundo en el que todos respeten las normas internacionales, incluido EE
UU. Uno de los temas fundamentales de su campaña se basa en el eslogan
que reza "América es más segura y más fuerte cuando
es respetada en el mundo, no cuando es temida" y su convicción
de que este respeto se conseguirá mediante alianzas fuertes y diplomacia
bajo el liderazgo del presidente estadounidense. Esta visión esconde
el convencimiento de que otros países estarán dispuestos a colaborar
con Washington en pro de sus propios intereses. En sus discursos, Kerry hace
referencias constantes a una "nueva era de alianzas" para hacer
frente a los distintos retos y amenazas. Y no parece una posición retórica.
Kerry cree firmemente que las alianzas "hacen a EE UU más fuerte" y "proporcionan
legitimidad" en las acciones de política exterior. Sin embargo,
Kerry no es una paloma y ha repetido que "no dudaría en utilizar
la fuerza para proteger al país y los intereses de EE UU en el mundo".
Kerry ha sido definido como un realista en política exterior y, aunque
ha rechazado durante la campaña la visión excepcionalista de
EE UU, también ha recalcado que los derechos humanos no deben ser el
principio que guíe su actuación exterior. En contraposición
a la doctrina del "ataque preventivo" de la actual Administración
republicana, Kerry sostiene que la guerra debe ser el "último
recurso" y que la única excepción sería como respuesta
a casos de "emergencia inmediata". Para Kerry, el mundo no está ante
un choque de civilizaciones, sino ante un choque de "civilización
contra incivilización".

"John Kerry retiraría las tropas estadounidenses de Irak "

Ni hablar. Pese a la creciente oposición a la ocupación de Irak,
sobre todo entre los votantes del Partido Demócrata, Kerry ha manifestado
en numerosas ocasiones su compromiso de no retirarse del país. En 2002
votó a favor de la resolución del Congreso que autorizaba al
presidente Bush a ir a la guerra, pero desde entonces ha criticado duramente
una implicación militar que se hizo sin el apoyo de la ONU y de los
aliados de EE UU, y sin tener un plan para ganar la paz.

En Irak hay una ocupación militar sin estrategia política. Kerry
prestaría mucha más atención al componente político
y consideraría ceder más control sobre decisiones clave para
aumentar la legitimidad del Gobierno provisional iraquí. El giro estratégico
que Bush ha dado en los últimos meses tratando de reconstruir vías
de cooperación con los aliados europeos, a través de Naciones
Unidas, para tratar de estabilizar la situación en Irak y compartir
los costes de la ocupación, parece una decisión táctica
marcada por consideraciones electorales, no un replanteamiento o un vuelco
estratégico fundamental. Es cuestionable que tuviese continuidad si
fuese reelegido. La piedra angular de la filosofía republicana siguen
siendo las "coaliciones de voluntarios" y no las alianzas permanentes.
Por el contrario, Kerry, que cree fervientemente en estas últimas, eligiría
ese nuevo camino. En repetidas ocasiones, Kerry ha instado a Bush a "tragarse
su orgullo" y pedir apoyo a la ONU y a la "comunidad internacional",
y ha manifestado que el presidente "está haciendo lo que yo defendí desde
el primer momento que se tenía que haber hecho".

Una de las diferencias más importantes con su oponente republicano
es que Kerry diferenciaría el conflicto de Irak de la llamada guerra
contra el terrorismo
, rompiendo así uno de los ejes fundamentales de
la política de Bush, que repite incansablemente la conexión entre
las dos. Esta decisión tendría importantes consecuencias estratégicas
porque desligaría uno de los temas más polémicos y que
más ha envenenado las relaciones con otros países, abriendo nuevas
vías de cooperación en otros temas como el comercio internacional,
el terrorismo o el medio ambiente.

"El candidato demócrata reconstruiría las relaciones con
los aliados europeos"

Lo intentaría. Muchos creen que el único mérito de Kerry
en el campo de las relaciones internacionales sería no ser el odiado Bush, lo que le capacitaría, en principio, para convencer a los europeos
de que compartieran el pesado fardo de la posguerra iraquí, entre otros
asuntos. El senador por Massachusetts ofrecería la oportunidad al Viejo
Continente de empezar de nuevo y poner el marcador a cero en la relación
transatlántica. En primer lugar, Kerry cambiaría el tono y el
estilo de la Casa Blanca. El actual inquilino representa a los ojos de los
europeos todo lo que ellos detestan de EE UU: arrogancia, simpleza, unilateralismo,
ignorancia y mesianismo. Esta percepción ha hecho aún más
difícil el diálogo y el entendimiento. El candidato demócrata
supondría un cambio, ya que tiene una actitud muy diferente: le gusta
escuchar y analizar los temas con detenimiento, percibe la complejidad de los
problemas, no busca soluciones fáciles y tiene en cuenta diversos puntos
de vista antes de tomar decisiones. Habla francés correctamente y su
forma de comportarse y su lenguaje corporal (incluso su manera de vestir) se
asemejan mucho a los cánones europeos (lo que le ha causado problemas
en la campaña electoral cuando los republicanos han tratado de acusarle
de "afrancesado"). Se trata de un tema clave, ya que en diplomacia
el estilo es sustancia, lo que facilitaría la comunicación y
las negociaciones con los líderes europeos. Kerry da gran importancia
a conocer y a considerar la "cultura, historia y aspiraciones de otros
pueblos" y a tratar de visualizar los problemas "desde la perspectiva
de otros países", para así entenderlos mejor, construir
puentes y llegar a puntos de encuentro. Por último, en contraste con
Bush –que ha marcado las diferencias con Europa, ha sembrado la división
en el continente y ha enfatizado los puntos de desencuentro–, Kerry retomaría
el diálogo con los aliados europeos y trataría de buscar posiciones
de consenso, minimizando las diferencias, para afrontar retos comunes como
la estabilidad económica y la seguridad. Se ha opuesto, además,
a la propuesta de Bush de reducción de las tropas estadounidenses en
Europa.

El político demócrata reconoce que necesita socios para tener éxito
en sus iniciativas y resolver los problemas comunes. Pese a reconocer las dificultades,
Kerry está convencido de que si él demuestra flexibilidad y disponibilidad
para aceptar algunas de las exigencias de los europeos, éstos estarán
más dispuestos a cooperar con EE UU e incluso a ayudarle en una hipotética
reforma del Consejo de Seguridad de la ONU.

Además, esta colaboración podría no tener un coste para
los líderes europeos, que ya no tendrían que temer tanto la reacción
de sus electorados, que hasta ahora han castigado duramente a los gobiernos
que han colaborado con Bush.

¿Algo más?
Los más influyentes estudios sobre la política
exterior estadounidense que inciden en la mezcla de ideas, ideales,
ideología e intereses son las obras de George F. Kennan,
American Diplomacy, 1900-1950 (University of Chicago Press, Chicago,
1951); William A. Williams, Tragedy of American
Diplomacy
(World
Publishing Company, Cleveland, 1959); Michael H. Hunt, Ideology
and U.S. Foreign Policy
(Yale University Press, New Haven,1987),
y Walter Russell Mead, Special providence:
American Foreign Policy and How it Changed the World
(Knopf, Nueva York, 2000).Entre los libros que subrayan los aspectos revolucionarios de
la política exterior de Bush hay que destacar: Rise
of the Vulcans: The History of Bush’s War Cabinet
,
de James Mann (Viking, Nueva York, 2004), y el trabajo de Ivo H.
Daalder y James M. Lindsay, America Unbound: The Bush
Revolution in Foreign Policy
(Brookings
Institution, Washington, 2003). Para ampliar el análisis,
consulte Colossus: The Price of America’s
Empire
, de Niall
Ferguson (Penguin Press, Nueva York, 2004), y John Lewis Gaddis,
Surprise, Security, and the American Experience (Harvard
University Press, Cambridge, 2004). Robert Jervis ofrecerá un
detallado análisis sobre los futuros cambios a los que se
enfrenta EE UU en su próximo libro, American
Foreign Policy in a New Era

(Routledge, Nueva York, 2005).

La mejor descripción sobre la visión exterior del
candidato demócrata John Kerry es su propio libro, A
Call to Service: My Vision for a Better America
(Vikings Books, Nueva
York, 2003), y el texto de su discurso en el Council of Foreign
Relations, ‘Making America Secure Again: Setting the Right
Course for Foreign Policy’, disponible en inglés en
www.cfr.org/campaign2004/
bio.php?can=Kerry
. La estrategia de seguridad
nacional y política exterior de los demócratas está recogida
en el documento ‘Progressive Internationalism: A Democratic
National Security Strategy’, disponible en inglés
en la página web del Democratic Leadership Council (www.ndol.org/ndol_ci.cfm?contentid=252146&subid=108&kaid=8d).

 

Desde Richard Nixon y la guerra de Vietnam, nunca la política
exterior de un presidente de Estados Unidos había polarizado tanto a
su país y al mundo. Sin embargo, pese a la polémica, las iniciativas
de George W. Bush no son tan radicalmente distintas de las de sus predecesores.
El verdadero defecto de la política exterior del presidente consiste
en que está llena de contradicciones: cegado por la claridad
moral
y
atado de pies y manos por su enorme poderío militar, Washington necesita
recuperar el equilibrio entre medios y fines para construir una estrategia
general auténticamente eficaz. Melvyn P. Leffler

"La diplomacia de la Administración Bush es revolucionaria"

No. En los objetivos de Bush, de mantener una paz democrática
y difundir los valores estadounidenses fundamentales, resuenan ecos de las
preocupaciones más tradicionales en la historia de Estados Unidos. Tienen
sus orígenes en la retórica puritana de la ciudad sobre la colina.
Reavivan la visión del imperio de la libertad proclamada por Thomas
Jefferson. Eran parte integrante del mensaje en el que Woodrow Wilson decía
que "es preciso asegurar el mundo para la democracia". Se desprenden
de las cuatro libertades de Franklin Roosevelt. Evocan la noble retórica
del discurso inaugural de John F. Kennedy, en el que habló de "oponerse
a cualquier enemigo para garantizar la supervivencia y el triunfo de la libertad".

Tampoco es nuevo el unilateralismo. Desde el nacimiento de EE UU como joven
república, los padres fundadores renunciaron a entablar alianzas que
pudieran involucrar al frágil país en controversias peligrosas
del Viejo Mundo y ensuciar la identidad de EE UU como país partidario
de la excepción. Al actuar de forma unilateral, Estados Unidos podría
perseguir prudentemente sus propios intereses, alimentar sus ideales fundamentales
y definirse en oposición a sus antepasados europeos. A esta tradición
regresa ahora Bush.

Los detractores de Bush alegan que su política exterior revolucionaria repudia el multilateralismo florecido tras la II Guerra Mundial, que tanto
benefició a Washington durante la guerra fría. Tienen algo de
razón, aunque sin exagerar. Los sabios del periodo de la guerra fría
adoptaron la causa de la seguridad colectiva, construyeron la OTAN, crearon
muchas otras instituciones multilaterales y comprendieron la interdependencia
de la economía mundial moderna. Pero nunca renunciaron al derecho a
actuar por su cuenta. Se reservaron la posibilidad de tomar medidas unilaterales,
aunque no convirtieron esa posibilidad en doctrina. Hicieron todo lo contrario.
En público, reafirmaban el compromiso de EE UU con la seguridad colectiva
y el multilateralismo; en privado, reconocían que el país podía
tener que emprender acciones unilaterales, como en Vietnam y otros lugares
del Tercer Mundo.

Lo que diferencia a Bush de sus antecesores es más cuestión de
estilo que de contenido, de equilibrio entre estrategias contrarias que de
objetivos, de ejercer sentido común que de definir una visión
del mundo. La percepción de una gran amenaza y un poder nunca visto
hasta ahora han inclinado la balanza hacia el unilateralismo, pero no hay nada
revolucionario en los objetivos o la visión de Bush. El empeño
de EE UU por alcanzar un orden internacional basado en la libertad, la autodeterminación
y el libre mercado ha variado asombrosamente poco.

"La doctrina de la guerra preventiva no tiene precedentes"

Falso. Los ataques preventivos para eliminar amenazas son una estrategia casi
tan vieja como EE UU. En los primeros decenios de vida del país era
frecuente que hiciera falta actuar por adelantado para asegurar las fronteras.
Por ejemplo, cuando el general Andrew Jackson invadió la Florida española
en 1818, atacó a las tribus indias, ejecutó a dos ingleses y
provocó una crisis internacional, el secretario de Estado, John Quincy
Adams, dijo al embajador español que el hecho de que España no
hubiera sido capaz de mantener el orden en la frontera justificaba la acción
preventiva de Estados Unidos.

De forma más enérgica aún, el presidente Theodore Roosevelt
anunció en 1904 que su país intervendría en el hemisferio
occidental en defensa de la civilización. Si no lo hacía, advirtió,
los europeos enviarían sus barcos a la zona, se apoderarían de
las aduanas nacionales y pondrían en peligro la seguridad de Estados
Unidos. Varias décadas más tarde, otro presidente apellidado
Roosevelt renunciaba al corolario que su primo lejano había añadido
a la doctrina Monroe y proclamaba una política de buena vecindad. Pero
eso no quiere decir que Franklin Roosevelt se abstuviera de hacer un uso preventivo
de la fuerza. Cuando estalló la guerra en Europa, consideró fundamental
el suministro de municiones y alimentos a las democracias europeas. Cuando
los submarinos nazis atacaron el destructor estadounidense Greer,
en septiembre de 1941, Roosevelt distorsionó las circunstancias del
incidente y declaró: "Es el momento de prevenir un ataque".
A partir de entonces, los buques alemanes e italianos que atravesaran las aguas
del Atlántico norte lo harían "por su cuenta y riesgo".
En una de sus famosas charlas, Roosevelt explicó su teoría: "Cuando
uno ve una serpiente de cascabel que se dispone a atacar, no espera a que lo
haga para aplastarla".

Durante la guerra fría, en el Tercer Mundo era procedimiento habitual
emprender acciones preventivas. Si EE UU no intervenía, la reacción
en cadena podía acabar amenazando su seguridad. En otras palabras, la
contención y la disuasión en Europa no impedían iniciativas
unilaterales y preventivas en otros lugares como Centroamérica y el
Caribe, el sureste asiático y Oriente Medio. Y en cada caso las autoridades
emplearon la misma justificación retórica a la que recurre ahora
Bush: la libertad. Por más que ésa sea la imagen caricaturesca
que tiene el público, la Administración Bush no utiliza la acción
preventiva como único instrumento, ni siquiera como el principal. Vaciló a
la hora de tomar medidas preventivas en Irán y Corea del Norte porque
consideró que los riesgos eran demasiado grandes. Actúa de manera
selectiva, igual que sus predecesores. Vietnam también fue, como Irak,
una guerra de elección.

"Las decisiones políticas de Bush son totalmente distintas de
las de Clinton"

Qué deliciosa nostalgia. Lo más sorprendente de la política
exterior del presidente Bill Clinton es que, en realidad, aumentó el
dominio militar de Estados Unidos frente al resto del mundo. A finales de los
años 90, el gasto militar estadounidense era superior al conjunto de
los 12 países siguientes.

El objetivo general, según la Junta de Jefes de Estado Mayor de Clinton,
era crear "una fuerza dominante en todo el espectro de operaciones militares:
persuasiva en tiempos de paz, decisiva en la guerra, superior en cualquier
tipo de conflicto".

Ni los progresistas ni los neoconservadores quieren reconocerlo, pero la Administración
de Clinton también contó con la posibilidad del uso unilateral –incluso
preventivo– de la fuerza militar. El último documento estratégico
de su Administración, redactado antes de los atentados terroristas del
11-S, detallaba los intereses vitales del país. "Haremos lo que
tengamos que hacer", decía el equipo de seguridad nacional de
Clinton, "para defender esos intereses. Eso puede querer decir el uso
de la fuerza militar, incluidas acciones unilaterales, cuando se considere
preciso o apropiado".

Él mismo había aprobado ya el uso de la fuerza preventiva. En
junio de 1995, firmó la directiva presidencial número 39 sobre
lucha antiterrorista. Gran parte permanece aún en secreto, pero la versión
aséptica que se conoce indica una postura agresiva de prevención.
EE UU iba a intentar identificar grupos o Estados que "patrocinen o apoyen
a dichos terroristas, aislarlos y hacerles pagar caras sus acciones".

En 1998, tras los atentados de Al Qaeda contra las embajadas estadounidenses
en África, Clinton autorizó el bombardeo de la planta química
de Al Shifaa, en Sudán, en la que se sospechaba que se fabricaban armas
para Osama Bin Laden. En la Casa Blanca hubo cierta preocupación por
la legalidad de llevar a cabo bombardeos preventivos contra un objetivo civil
en un país que nunca había amenazado a Estados Unidos. Pero el
consejero de Seguridad Nacional, Sandy Berger, ofreció un argumento
convincente: "¿Qué ocurre si no atacamos y luego hay un
atentado en el que se suelta gas nervioso en el metro de Nueva York? ¿Qué diremos
entonces?".

El presidente Clinton y la secretaria de Estado, Madeleine Albright, hablaron
con generosidad y trabajaron sin descanso para conservar la cohesión
de la OTAN y ampliar la Alianza. A diferencia de Bush, trataron de contener
y dominar el nacionalismo provinciano creciente en EE UU, un nacionalismo que
oscilaba ente el aislacionismo y el unilateralismo y que rechazaba, cada vez
más, las normas y los acuerdos internacionales.

Sin embargo, pese a tales esfuerzos, fue el Gobierno de Clinton, no el de
Bush, el que nombró la Comisión estadounidense bipartita sobre Seguridad
Nacional en el siglo xxi. Una comisión presidida, no por un conservador,
sino por el ex senador demócrata Gary Hart y el ex senador republicano
Warren Rudman (que era internacionalista moderado). La comisión reconoció,
con pesar, que "EE UU tendrá cada vez más deseos de formar
coaliciones, pero cada vez menos posibilidades de encontrar socios capaces
y dispuestos a realizar operaciones militares conjuntas".

En resumen, en EE UU, muchos consideraban necesario el uso preventivo y unilateral
del poderío militar ya antes de la elección de George W. Bush,
incluso personas de tendencia internacionalista. Lo que hizo Bush después
del 11-S fue convertir una opción en una doctrina nacional.

"El 11 de septiembre transformó la política exterior de
Estados Unidos"

. Más aún, transformó su concepción del
mundo. Antes del 11-S, el Gobierno de Bush presumía de tener una política
exterior realista. El poder estadounidense –se atrevió a declarar
la futura consejera de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, durante la campaña
presidencial de 2000– no debía utilizarse para obtener resultados
de "segundo orden", como la mejora del bienestar de la humanidad.
Bush afirmaba que la libertad, la democracia y la paz serían la consecuencia
del esfuerzo concertado para perseguir los "intereses nacionales permanentes" de
EE UU. Su política exterior iba a reflejar el carácter de Estados
Unidos, "la modestia de la verdadera fuerza, la humildad de la auténtica
grandeza".

Por eso llaman aún más la atención los cambios en las
ideas y la retórica de la Administración Bush tras el 11 de septiembre.
Una mayor conciencia de las amenazas aumentó el énfasis en las
ideas y sumergió el minucioso cálculo de los intereses. El objetivo
global de la política estadounidense, decía la declaración
estratégica de Bush en septiembre de 2002, era configurar un equilibrio
de poder que favoreciera la libertad. "Nuestros principios", decía
el documento, "regirán las decisiones de nuestro Gobierno… La
estrategia nacional de seguridad de Estados Unidos debe partir de esas convicciones
fundamentales y buscar posibilidades de expansión de la libertad".
En periodos de crisis, los dirigentes políticos estadounidenses siempre
han reafirmado sus valores e
ideales para lograr el apoyo público al despliegue de fuerzas. Sin embargo,
el cambio de lenguaje no fue meramente retórico. Los atentados terroristas
del 11 de septiembre contra Nueva York y Washington transformaron el sentido
del peligro de la Administración e impulsaron estrategias ofensivas.
Antes, los neoconservadores del Gobierno no habían prestado demasiada
atención al terrorismo.

Su prioridad era impedir el ascenso de rivales como China o una Rusia en recuperación,
que, en el futuro, podían hacer vacilar la hegemonía de
EE UU. Y, aunque el equipo de Bush planeaba un cambio de régimen en
Irak, no habían previsto la invasión a gran escala ni el proyecto
de reconstrucción. El 11 de septiembre "produjo una clara conciencia
de nuestra vulnerabilidad", según Condoleezza Rice. Y el secretario
de Defensa, Donald Rumsfeld, explicó: "La coalición no
actuó en Irak porque hubiéramos descubierto nuevas pruebas decisivas
de que Irak fabricaba armas de destrucción masiva; actuamos porque vimos
las pruebas existentes desde una nueva perspectiva, a través del prisma
de nuestra experiencia del 11-S". Después de no haber sabido prever
ni impedir los atentados terroristas, el grado de riesgo aceptable para el
Gobierno disminuyó drásticamente; y aumentó, también
drásticamente, la tentación de usar la fuerza.

"La política exterior de Bush ha inflamado el antiamericanismo
en todo el mundo"

Sin la menor duda. Por supuesto, el antiamericanismo también acosó a
otros gobiernos anteriores. En 1958, en varias ciudades latinoamericanas, hubo
violentas manifestaciones para recibir al vicepresidente Richard Nixon; en
1960, se esperaban tantos disturbios en Tokio que el presidente Dwight Eisenhower
tuvo que cancelar su visita. A finales de los 60 la guerra de Vietnam suscitó un
antiamericanismo apasionado en Europa; igual que la decisión del presidente
Ronald Reagan, más de una década después, de desplegar
una nueva generación de armas nucleares de alcance medio.

Pero el antiamericanismo actual tiene una extensión y una intensidad
nunca vistas. Según un sondeo reciente del Pew Research Center, las
actitudes favorables hacia Estados Unidos en Europa bajaron, durante los dos últimos
años, del 75% al 58% en Gran Bretaña, del 63% al 37% en Francia
y del 61% al 38% en Alemania. Todavía peor es la situación en
el mundo musulmán, donde una gran mayoría opina que Estados Unidos
está teniendo una reacción exagerada a la amenaza terrorista
y que los estadounidenses pretenden dominar el mundo. Lo más preocupante
es la reacción entre las naciones musulmanas amigas: el 59% de los turcos,
el 36% de los paquistaníes, el 27% de los marroquíes y el 24%
de los jordanos afirman que los atentados suicidas contra estadounidenses y
occidentales en Irak están justificados.

En retrospectiva, esos porcentajes no resultan extraños, puesto que
una conciencia mayor de las amenazas hace que las autoridades estadounidenses
tengan la tentación de confundir los intereses y centrar su política
en la universalidad y la superioridad de sus propios valores. Sin embargo,
para controlar su fuerza y moderar su etnocentrismo, EE UU necesita tener cuidadosamente
en cuenta sus intereses. No existe nada más triste e irónico,
incluso trágico, que el hecho de que, mientras los miembros de la Administración
Bush proclaman la superioridad de los valores estadounidenses, su uso soberbio
del poder genera cinismo respecto a sus motivos y desconfianza sobre sus intenciones.

La política preventiva y el unilateralismo complican la lucha contra
el terrorismo. Éste nace, al menos en parte, de los sentimientos de
rechazo ante la hegemonía estadounidense y la sensación de impotencia
y humillación. Las guerras preventivas y las ocupaciones mal recibidas
intensifican dichos sentimientos y producen más terroristas.

Al elevar la posición hegemónica de Estados Unidos a la categoría
de doctrina oficial, estas políticas convierten al país y a sus
ciudadanos en blancos aún más atractivos para los atentados.
Según datos recientes del Departamento de Estado, el terrorismo no está disminuyendo,
sino creciendo.

"La Casa Blanca tiene una estrategia acertada, pero la lleva mal a la
práctica"

No. La estrategia concuerda los medios con los fines y elabora tácticas
que permiten alcanzar los objetivos. La política exterior de Bush no
es vulnerable a las críticas porque sea totalmente distinta de las de
gobiernos anteriores, sino porque no puede tener éxito. Los objetivos
son inalcanzables porque los medios y los fines no están en consonancia.

Rice dice que la estrategia de la Administración se apoya en tres pilares:
primero, desbaratar las acciones de los terroristas y los regímenes
sin escrúpulos; segundo, armonizar las relaciones entre las grandes
potencias; tercero, fomentar la prosperidad y la democracia en todo el mundo.
Sin embargo, sus esfuerzos para acabar con los terroristas y destruir los regímenes
sin escrúpulos mediante los golpes preventivos, la hegemonía
y el unilateralismo impiden la armonía entre las grandes potencias y
desvía la atención y los recursos de las prioridades en materia
de desarrollo. Una estrategia no puede ser eficaz si los métodos empleados
para alzar un pilar ponen en peligro los otros.

Pensemos, por ejemplo, en la campaña de Bush por una paz democrática.
Dice que los pueblos de todo el mundo, incluido Oriente Medio, anhelan la libertad
y la coexistencia. La teoría de la paz democrática, que postula
que las sociedades democráticas no luchan entre sí, es atractiva.
Pero la guerra contra el terrorismo, tal como se concibe en la actualidad,
hace más difícil democratizar el mundo árabe. Para librar
guerras preventivas es preciso contar con bases en todo Oriente Medio y Asia
Central. Para satisfacer sus necesidades militares, Estados Unidos debe firmar
acuerdos con regímenes represivos, incluso odiosos, que desprecian los
principios democráticos.

La democratización de Oriente Medio es un objetivo noble, pero no es
fácil que se alcance mediante iniciativas unilaterales y guerras preventivas.
La democratización necesita muchos más recursos, imaginación
y paciencia de los que la Administración Bush –o tal vez cualquier
gobierno estadounidense– está dispuesto a utilizar. Los objetivos
de la política exterior de Bush no pueden conciliarse con unas prioridades
domésticas que exigen impuestos más bajos. Un estudio de la Rand
Corporation concluye que los factores más importantes para que una ocupación
tenga éxito están relacionados con "el grado de esfuerzo,
medido en tiempo, mano de obra y dinero". Las prioridades de Bush en
política nacional no permiten mantener ese nivel de esfuerzo, y no parece
que él esté dispuesto a modificar sus programas internos para
hacer realidad su visión estratégica.

"Bush es el heredero de Reagan"

Sí. Pero ¿acaso es eso una ventaja? A George
W. Bush y sus colaboradores les encanta identificarse con Ronald Reagan. Rumsfeld
dice que Bush, como Reagan, "no ha rehuido llamar al mal por su nombre…".
Tampoco ha tenido reparos a la hora de "declarar su intención
de derrotar su encarnación actual, el terrorismo". El presidente
Bush cree que la claridad moral (principio guía de los neocons) y el
poderío militar dieron valor a Reagan y le permitieron arrebatar la
iniciativa al Kremlin, liberar Europa del Este y ganar la guerra fría.

Pero los estudiosos de la guerra fría, en general, interpretan el pasado
de otra forma. Saben que las iniciativas más eficaces y de más
largo alcance fueron las que se tomaron en los primeros años, mucho
antes de la concentración de poder militar de Reagan. En 1947, el presidente
Harry Truman y sus asesores dieron mil vueltas a los pros y los contras y decidieron
afrontar la amenaza soviética en Europa mediante la reconstrucción,
y no con una acumulación masiva de armamento. El primer responsable
fue el diplomático George F. Kennan, que previno en contra de la concepción
militar, el exceso de compromisos y la retórica ideológica, y
no habló de rehacer y transformar otras sociedades, sino de contener
y reducir el poder soviético y fortalecer las instituciones nacionales
de Estados Unidos.

La importancia dada al concepto de claridad moral y los triunfos militares
quedaron institucionalizados en el documento NSC-68, en 1950. Impulsado por
el hecho de que la Unión Soviética hubiera adquirido capacidad
atómica, por el comienzo del maccarthismo y la tensión creciente
en la península de Corea, el NSC-68 acentuó la guerra ideológica
y aceleró la carrera de armamento. Pero la claridad moral y la pureza
ideológica hacían que fuera difícil evaluar las amenazas
e interpretar el contexto internacional. A los responsables estadounidenses,
cegados por la ideología, les costaba percibir la división entre
China y la Unión Soviética y comprender las raíces del
nacionalismo revolucionario en el Tercer Mundo.

A principios de los 80, la claridad moral llevó a Reagan a ayudar a
regímenes represivos de derechas en Centroamérica. Las ideas
de la guerra fría le hicieron respaldar al dictador Sadam Husein en
Irak. Y el triunfalismo surgido tras la retirada de los soviéticos de
Afganistán empujó a los herederos de Reagan a ignorar el caos
que siguió y la aparición de la teocracia de los talibanes.

Tampoco están muy de acuerdo la mayoría de los especialistas
en que la concentración de armamento y los pronunciamientos retóricos
de Reagan fueran lo que produjo la victoria en la guerra fría. En realidad,
los análisis más serios de la diplomacia de Reagan hacen hincapié en
que el factor fundamental fue su sorprendente capacidad para cambiar de rumbo,
concebir un mundo sin armas nucleares y tratar de forma realista con un nuevo
líder soviético.

Y los estudios sobre el dirigente soviético
Mijaíl Gorbachov, en su mayoría, sugieren que, más que
intimidarle el poder militar estadounidense, lo que le impulsó fue su
propósito de reformar el comunismo, transformar la sociedad soviética
y reanimar su economía. Comunista convencido hasta el final, a Gorbachov
no le inspiró el capitalismo democrático de Estados Unidos, sino
la socialdemocracia europea; no el fervor
ideológico autorreferente de los neoconservadores estadounidenses, sino
la labor minuciosa, reflexiva y tediosa de los activistas de derechos humanos
y otras organizaciones no gubernamentales.

George Bush y sus asesores de la Casa Blanca pretenden construir una versión
del final de la guerra fría que exalta la claridad moral y glorifica
la utilidad del poder militar. La claridad moral, desde luego, ayuda a una
sociedad democrática y pluralista como la estadounidense a conciliar
sus diferencias y llevar a cabo una política. El poder militar, debidamente
establecido y desplegado, alecciona y disuade a los adversarios.

Pero esta mentalidad puede desembocar en arrogancia y abuso de poder. Para
que la claridad moral y el poder militar sean instrumentos eficaces, es preciso
conciliarlos con un minucioso examen de los intereses y un perspicaz conocimiento
del adversario. Sólo cuando los fines estén en consonancia con
los medios será posible combinar la claridad moral y el poder militar
en una estrategia victoriosa.

Y SI GANA KERRY…

¿Cambiarían las cosas si un demócrata llegara
a la Casa Blanca? Muchos, sobre todo en el Viejo Continente, están convencidos
de que John Kerry imprimiría un rumbo más multilateral y menos
agresivo a la política exterior de Estados Unidos. Sebastián
Royo

"Un presidente demócrata abandonaría la estrategia
unilateral de los republicanos"

Desde luego. En un discurso pronunciado en el Council of Foreign Relations
de Nueva York en diciembre, y que marcó el tono posterior de sus intervenciones
durante la campaña electoral y la convención demócrata,
Kerry aseguró que "la Administración Bush ha puesto en
práctica la política exterior más arrogante, inepta y
temeraria de la historia moderna", sin el grado de compromiso que se
requiere para terminar lo que se empieza, y aseguró que su país
volvería a Naciones Unidas para iniciar una "nueva era".

Así pues, la articulación de la relación de EE UU con
sus aliados es uno de los elementos claves que separan las propuestas de ambos
candidatos. Madeleine Albright, la última secretaria de Estado de Clinton,
expuso de forma efectiva lo que podría ser la política exterior
de Kerry, muy diferente de la actual, cuando defendió que los demócratas "actuamos
multilateralmente si podemos, pero unilateralmente si no queda más remedio".
Clinton resumió durante una entrevista la diferencia fundamental entre
la política exterior de Bush y la suya: mientras que la de Bush se basa
en "hacer lo que tenemos que hacer cuando queremos y, después,
cooperar si no tenemos más remedio", la suya se basaba en "cooperar
siempre que podíamos y actuar solos cuando no nos quedaba más
remedio". Esta divergencia refleja la tensión entre el unilateralismo
y el multilateralismo. Al contrario que Bush, que ha promovido una visión
basada en el principio de con nosotros o contra nosotros y el respeto selectivo
de la legalidad internacional, Kerry defiende una visión multilateral
y un mundo en el que todos respeten las normas internacionales, incluido EE
UU. Uno de los temas fundamentales de su campaña se basa en el eslogan
que reza "América es más segura y más fuerte cuando
es respetada en el mundo, no cuando es temida" y su convicción
de que este respeto se conseguirá mediante alianzas fuertes y diplomacia
bajo el liderazgo del presidente estadounidense. Esta visión esconde
el convencimiento de que otros países estarán dispuestos a colaborar
con Washington en pro de sus propios intereses. En sus discursos, Kerry hace
referencias constantes a una "nueva era de alianzas" para hacer
frente a los distintos retos y amenazas. Y no parece una posición retórica.
Kerry cree firmemente que las alianzas "hacen a EE UU más fuerte" y "proporcionan
legitimidad" en las acciones de política exterior. Sin embargo,
Kerry no es una paloma y ha repetido que "no dudaría en utilizar
la fuerza para proteger al país y los intereses de EE UU en el mundo".
Kerry ha sido definido como un realista en política exterior y, aunque
ha rechazado durante la campaña la visión excepcionalista de
EE UU, también ha recalcado que los derechos humanos no deben ser el
principio que guíe su actuación exterior. En contraposición
a la doctrina del "ataque preventivo" de la actual Administración
republicana, Kerry sostiene que la guerra debe ser el "último
recurso" y que la única excepción sería como respuesta
a casos de "emergencia inmediata". Para Kerry, el mundo no está ante
un choque de civilizaciones, sino ante un choque de "civilización
contra incivilización".

"John Kerry retiraría las tropas estadounidenses de Irak "

Ni hablar. Pese a la creciente oposición a la ocupación de Irak,
sobre todo entre los votantes del Partido Demócrata, Kerry ha manifestado
en numerosas ocasiones su compromiso de no retirarse del país. En 2002
votó a favor de la resolución del Congreso que autorizaba al
presidente Bush a ir a la guerra, pero desde entonces ha criticado duramente
una implicación militar que se hizo sin el apoyo de la ONU y de los
aliados de EE UU, y sin tener un plan para ganar la paz.

En Irak hay una ocupación militar sin estrategia política. Kerry
prestaría mucha más atención al componente político
y consideraría ceder más control sobre decisiones clave para
aumentar la legitimidad del Gobierno provisional iraquí. El giro estratégico
que Bush ha dado en los últimos meses tratando de reconstruir vías
de cooperación con los aliados europeos, a través de Naciones
Unidas, para tratar de estabilizar la situación en Irak y compartir
los costes de la ocupación, parece una decisión táctica
marcada por consideraciones electorales, no un replanteamiento o un vuelco
estratégico fundamental. Es cuestionable que tuviese continuidad si
fuese reelegido. La piedra angular de la filosofía republicana siguen
siendo las "coaliciones de voluntarios" y no las alianzas permanentes.
Por el contrario, Kerry, que cree fervientemente en estas últimas, eligiría
ese nuevo camino. En repetidas ocasiones, Kerry ha instado a Bush a "tragarse
su orgullo" y pedir apoyo a la ONU y a la "comunidad internacional",
y ha manifestado que el presidente "está haciendo lo que yo defendí desde
el primer momento que se tenía que haber hecho".

Una de las diferencias más importantes con su oponente republicano
es que Kerry diferenciaría el conflicto de Irak de la llamada guerra
contra el terrorismo
, rompiendo así uno de los ejes fundamentales de
la política de Bush, que repite incansablemente la conexión entre
las dos. Esta decisión tendría importantes consecuencias estratégicas
porque desligaría uno de los temas más polémicos y que
más ha envenenado las relaciones con otros países, abriendo nuevas
vías de cooperación en otros temas como el comercio internacional,
el terrorismo o el medio ambiente.

"El candidato demócrata reconstruiría las relaciones con
los aliados europeos"

Lo intentaría. Muchos creen que el único mérito de Kerry
en el campo de las relaciones internacionales sería no ser el odiado Bush, lo que le capacitaría, en principio, para convencer a los europeos
de que compartieran el pesado fardo de la posguerra iraquí, entre otros
asuntos. El senador por Massachusetts ofrecería la oportunidad al Viejo
Continente de empezar de nuevo y poner el marcador a cero en la relación
transatlántica. En primer lugar, Kerry cambiaría el tono y el
estilo de la Casa Blanca. El actual inquilino representa a los ojos de los
europeos todo lo que ellos detestan de EE UU: arrogancia, simpleza, unilateralismo,
ignorancia y mesianismo. Esta percepción ha hecho aún más
difícil el diálogo y el entendimiento. El candidato demócrata
supondría un cambio, ya que tiene una actitud muy diferente: le gusta
escuchar y analizar los temas con detenimiento, percibe la complejidad de los
problemas, no busca soluciones fáciles y tiene en cuenta diversos puntos
de vista antes de tomar decisiones. Habla francés correctamente y su
forma de comportarse y su lenguaje corporal (incluso su manera de vestir) se
asemejan mucho a los cánones europeos (lo que le ha causado problemas
en la campaña electoral cuando los republicanos han tratado de acusarle
de "afrancesado"). Se trata de un tema clave, ya que en diplomacia
el estilo es sustancia, lo que facilitaría la comunicación y
las negociaciones con los líderes europeos. Kerry da gran importancia
a conocer y a considerar la "cultura, historia y aspiraciones de otros
pueblos" y a tratar de visualizar los problemas "desde la perspectiva
de otros países", para así entenderlos mejor, construir
puentes y llegar a puntos de encuentro. Por último, en contraste con
Bush –que ha marcado las diferencias con Europa, ha sembrado la división
en el continente y ha enfatizado los puntos de desencuentro–, Kerry retomaría
el diálogo con los aliados europeos y trataría de buscar posiciones
de consenso, minimizando las diferencias, para afrontar retos comunes como
la estabilidad económica y la seguridad. Se ha opuesto, además,
a la propuesta de Bush de reducción de las tropas estadounidenses en
Europa.

El político demócrata reconoce que necesita socios para tener éxito
en sus iniciativas y resolver los problemas comunes. Pese a reconocer las dificultades,
Kerry está convencido de que si él demuestra flexibilidad y disponibilidad
para aceptar algunas de las exigencias de los europeos, éstos estarán
más dispuestos a cooperar con EE UU e incluso a ayudarle en una hipotética
reforma del Consejo de Seguridad de la ONU.

Además, esta colaboración podría no tener un coste para
los líderes europeos, que ya no tendrían que temer tanto la reacción
de sus electorados, que hasta ahora han castigado duramente a los gobiernos
que han colaborado con Bush.

¿Algo más?
Los más influyentes estudios sobre la política
exterior estadounidense que inciden en la mezcla de ideas, ideales,
ideología e intereses son las obras de George F. Kennan,
American Diplomacy, 1900-1950 (University of Chicago Press, Chicago,
1951); William A. Williams, Tragedy of American
Diplomacy
(World
Publishing Company, Cleveland, 1959); Michael H. Hunt, Ideology
and U.S. Foreign Policy
(Yale University Press, New Haven,1987),
y Walter Russell Mead, Special providence:
American Foreign Policy and How it Changed the World
(Knopf, Nueva York, 2000).Entre los libros que subrayan los aspectos revolucionarios de
la política exterior de Bush hay que destacar: Rise
of the Vulcans: The History of Bush’s War Cabinet
,
de James Mann (Viking, Nueva York, 2004), y el trabajo de Ivo H.
Daalder y James M. Lindsay, America Unbound: The Bush
Revolution in Foreign Policy
(Brookings
Institution, Washington, 2003). Para ampliar el análisis,
consulte Colossus: The Price of America’s
Empire
, de Niall
Ferguson (Penguin Press, Nueva York, 2004), y John Lewis Gaddis,
Surprise, Security, and the American Experience (Harvard
University Press, Cambridge, 2004). Robert Jervis ofrecerá un
detallado análisis sobre los futuros cambios a los que se
enfrenta EE UU en su próximo libro, American
Foreign Policy in a New Era

(Routledge, Nueva York, 2005).

La mejor descripción sobre la visión exterior del
candidato demócrata John Kerry es su propio libro, A
Call to Service: My Vision for a Better America
(Vikings Books, Nueva
York, 2003), y el texto de su discurso en el Council of Foreign
Relations, ‘Making America Secure Again: Setting the Right
Course for Foreign Policy’, disponible en inglés en
www.cfr.org/campaign2004/
bio.php?can=Kerry
. La estrategia de seguridad
nacional y política exterior de los demócratas está recogida
en el documento ‘Progressive Internationalism: A Democratic
National Security Strategy’, disponible en inglés
en la página web del Democratic Leadership Council (www.ndol.org/ndol_ci.cfm?contentid=252146&subid=108&kaid=8d).

 

Melvyn P. Leffler ocupa la cátedra
Edward Stettinius de Historia de Estados Unidos en la Universidad de Virginia.
Es autor de una premiada historia sobre la guerra fría, A Preponderance
of Power: National Security, the Truman Administration, and the Cold War
(Stanford University Press, Stanford, 1992).

Sebastián Royo es profesor en el Departamento de Gobierno de la Universidad
de Suffolk, en Boston, y codirector del Seminario de Estudios Ibéricos
del Centro de Estudios Europeos de la Universidad de Harvard.