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España ha dejado que las relaciones históricas con América Latina y el Norte de África se desvanezcan por su obsesión por la marca nacional. Está desperdiciando una inmensa oportunidad en el Mediterráneo que ha debilitado su prestigio y su influencia en el mundo.

En el siglo XVI, Felipe II cometió la típica torpeza estratégica de permitir que sus objetivos políticos se apartaran demasiado de sus realidades geopolíticas. En aquella época, España contaba con dos grandes áreas de influencia: América Latina y el Mediterráneo occidental. América Latina, a pesar de los esfuerzos de los marinos ingleses, era una importante fuente de riqueza para la España de Felipe. En el Mediterráneo occidental, Aragón tenía un antiguo imperio comercial. Sin embargo, el propósito central de la política exterior del monarca fue mantener el control de los Países Bajos. Eso quería decir construir y mantener la carretera que unía la región con otros territorios de los Habsburgo y librar una guerra contra Inglaterra. El costoso —y a la hora de la verdad, inútil— intento de conservar los Países Bajos acabó con toda la plata latinoamericana que había en las arcas españolas y obligó al país a declararse en bancarrota nada menos que tres veces. El error estratégico del soberano condenó a España a siglos de declive y pérdida de su posición como potencia europea, un declive del que quizá no empezó a recuperarse hasta el comienzo del milenio actual.

Lo curioso es que los dirigentes españoles del siglo XXI parecen decididos a cometer su propia variante de aquel mismo error. Desde que Felipe González dejó la presidencia del Gobierno, en 1996, los sucesivos gobiernos españoles han prestado escasa atención tanto a América Latina como al Mediterráneo, y especialmente al Norte de África. José María Aznar estaba obsesionado con la relación transatlántica con Estados Unidos y la esperanza —tan vana como la de Felipe II de conservar los Países Bajos— de sustituir a Londres como puente entre Washington y Europa. Mariano Rajoy, por su parte, se ha centrado en la relación con Alemania y su empeño en que se considere a España como un país del norte de Europa. José Luis Rodríguez Zapatero, por lo menos, puso en marcha la Alianza de Civilizaciones con el entonces primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, pero tampoco prestó atención al resto del Mediterráneo ni América Latina. Además, la Alianza, a la hora de la verdad, se quedó en muy poca cosa. El resultado es que España ha dejado que sus relaciones políticas con Latinoamérica y el Norte de África se hayan desvanecido.

España parece haber renunciado a la política exterior en general y haberla sustituido por una obsesión con la marca nacional. La idea de marca nacional es una desgraciada consecuencia de que la diplomacia pública volviera a ser objeto de interés a comienzos de este siglo. Pero es una idea ridícula. Los países no pueden tener una marca como si fueran productos comerciales. Su reputación internacional se forja con la realidad y al ver lo que son capaces de ofrecer, no con campañas publicitarias premeditadas. Se lo demostré en una ocasión a unos jóvenes diplomáticos estadounidenses, con unos vídeos de anuncios de marca nacional hechos por Armenia y su rival, Azerbaiyán. Al ver los anuncios sin el texto, los estudiantes no eran capaces de distinguir entre los dos países. Hasta los inventores del concepto de marca nacional han reconocido ya que fue un error. Pese a ello, el Gobierno español sigue dedicando recursos considerables y el cargo de Alto Comisionado a la Marca España.

Todos estos aspectos son importantes. El olvido de las relaciones políticas con América Latina ha hecho que las grandes inversiones de las empresas españolas carezcan de un contexto general que las arrope. Y da la impresión de que también ha perjudicado la capacidad española de analizar eficazmente los acontecimientos políticos en aquel continente. Como consecuencia, la imagen local de las empresas españolas es que van a despojarles de los recursos, con lo que quedan a merced de las medidas populistas que puedan tomar los gobiernos latinoamericanos. Sin olvidar el daño que esto hace, en un sentido más general, a la reputación y la influencia de España en el mundo.

Todos los países necesitan alguna tarjeta de visita para justificar su incorporación a los grandes debates políticos: su poder económico o militar, su situación geopolítica o su conocimiento e influencia en determinadas regiones del mundo. España, a pesar de su recuperación económica, nunca será el motor del crecimiento europeo. Su Ejército es demasiado pequeño para tener relevancia. Sus posibles tarjetas de visita son su relación histórica con América Latina y su situación geopolítica en el Mediterráneo junto al Norte de África. El hecho de que se haya olvidado de ellas ha debilitado su prestigio y su influencia en el mundo. No puede intervenir en los grandes debates estratégicos porque tiene pocas cosas originales que aportar.

Es una lástima, porque España está desperdiciando una inmensa oportunidad en el Norte de África y el Mediterráneo. Euromed, que luego pasó a ser la Unión por el Mediterráneo, tiene su sede central en Barcelona. Pero, a pesar de la inestabilidad geopolítica y económica de la zona, es una organización prácticamente moribunda. Da la sensación de que Europa, en general, no tiene ninguna estrategia coherente para la región mediterránea, pese a los flujos migratorios que ponen en peligro la estabilidad de varios países europeos y fomentan el ascenso de los populistas.

Algunos políticos del Norte de Europa quizá piensan que el Mediterráneo les distrae de su preocupación por Rusia, pero se equivocan gravemente, porque Moscú tiene una presencia cada vez mayor en el Norte de África. Por otro lado, los distintos intereses nacionales en las antiguas colonias son otro obstáculo más para lograr una posición europea común. Libia es un buen ejemplo. Mientras Italia trata como sea de proteger sus intereses comerciales y recuperar su influencia política en su antigua colonia, Europa en su conjunto sigue apoyando a un Gobierno de concentración nacional que, a todos los efectos, ya ha caído. Al mismo tiempo, los rusos están colaborando cada vez más con los egipcios para apoyar a la milicia antislamista del general Haftar. Europa se enfrenta al peligro de que Rusia logre una presencia naval en el Mediterráneo occidental, que sería un buen complemento para la que ya tiene en la vertiente oriental.

Existen algunos indicios más alentadores, al menos en cuanto a la política exterior española se refiere. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Alfonso Dastis, ha hablado de la importancia política de América Latina para la posición de España en el mundo (quizá tiene que ver que Dastis sea un diplomático de carrera, y no un político). España tiene todavía la oportunidad de encabezar una iniciativa en el Mediterráneo occidental, pero tendrá que ser audaz. Si la Unión Europea quiere evitar la catástrofe y pasar a ser irrelevante en la región MENA, tiene que empezar a pensar y hablar sobre el Mediterráneo como espacio económico común. Y esa podría ser la ocasión para que España, a través de la Unión por el Mediterráneo, deje claro su papel en una zona de importancia crucial para el futuro de la UE. Ahora bien, para conseguirlo, debe abandonar su obsesión con la Marca España y su Alto Comisionado, y volver a ocuparse de la política exterior.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia