España tiene un crecimiento sostenido en su proyección internacional, con avances en el ámbito comercial, pero muestra debilidades en el terreno universitario y la innovación.

 

JOHN THYS/AFP/Gettyimages

La proyección internacional española no es tan baja. En contra de la percepción -más o menos extendida por la crisis y el crispado debate sobre política exterior- de que su posición es menguante, España presenta debilidades claras en el terreno universitario o de la innovación, pero la reconstrucción de datos hecha desde 1990 muestra una pauta de sostenido crecimiento en la proyección internacional.

Un país que hace poco registraba escasas exportaciones o carecía de multinacionales, ha ido avanzando en el terreno comercial al tiempo que ha acumulado la novena mayor inversión directa del mundo en el extranjero. Y ese proceso de rápida internacionalización se registra también en otros ámbitos donde la presencia era antes prácticamente nula: despliegue de tropas, atracción de inmigrantes, difusión cultural o deportiva y ayuda al desarrollo.

Estos datos los ha presentado el Real Instituto Elcano en su Índice de Presencia Global, donde España ocupa el noveno lugar mundial. El documento que ordena la proyección internacional de los países, es útil para medir las grandes tendencias de la globalización. Por ejemplo, quiénes están mejor posicionados en los flujos de diverso tipo –económico, militar, humano o científico y cultural- que traspasan las fronteras, o en qué ámbitos y a qué ritmo se puede estar produciendo un declive relativo de la presencia de los países más desarrollados que hasta hace poco protagonizaban casi en solitario la escena mundial.

La lectura que se ha hecho de España la coloca en esta importante posición y permite extraer diversas conclusiones acerca de su política exterior de los últimos decenios. En primer lugar, cabe destacar que este noveno lugar no se traduce necesariamente en una influencia mundial equivalente. Aunque, al fin y al cabo, dicha influencia estaría también condicionada por otras variables distintas de la presencia internacional objetiva, y también, en cierta medida, de la política exterior. En segundo lugar, y quizás más importante es que un país tan radicalmente transformado, pone en evidencia las carencias conceptuales y operativas de una acción diplomática todavía concebida, en gran medida, para el fin de la autarquía y casi apenas revisada en los últimos treinta años. Pareciera que, pese a todos los cambios recientes del contexto mundial y del lugar que ocupa España en él, el objetivo de su acción exterior se ha mantenido prácticamente inalterado.

La finalidad de su política exterior se sigue resumiendo, en buena medida, en la vuelta a la escena internacional –independientemente de que ésta se pueda leer e interpretar desde posiciones más bilateralistas o multilateralistas. El resultado es que los éxitos se suelen traducir en estar y en ser reconocido por los demás más que en actuar, en base a una estrategia compartida y explícita, en la escena internacional. Los riesgos que desencadene entre los cambios de contexto, la posición objetiva del país y el diseño de su política exterior reside en que el seguimiento propio y ajeno de esta política se basa excesivamente en la acumulación de imágenes –donde es fácil que pueda haber cambios drásticos de escenario y acompañantes. En definitiva, se está dejando peligrosamente de lado la formulación de una auténtica estrategia duradera y transversal a partir de lo que conviene al conjunto de los valores o intereses a largo plazo y en base al despliegue objetivo del que España ya dispone.

En el prólogo de un libro escrito en los 80 sobre la política exterior de la transición, el que fue ministro de Exteriores, Marcelino Oreja, señalaba que le resultaba “muy preocupante la casi total ausencia de estudios en profundidad sobre la posición de España en el mundo, sus intereses vitales, sus posibles opciones de futuro. Porque, si bien es cierto que las relaciones con el exterior están considerablemente condicionadas por factores difíciles de modificar, la capacidad humana puede influir en ellas de manera decisiva”.

Ha acumulado la novena mayor inversión directa del mundo en el extranjero

Ha pasado un cuarto de siglo y resultan obvios los extraordinarios progresos de fondo producidos desde entonces en la política exterior española; en algunos casos -como el militar- con un protagonismo directo de las decisiones públicas. Pero, ¿se ha avanzado proporcionalmente en lo doctrinal? Por una parte, no existe un mecanismo que impulse un proceso público de reflexión sistemática que, a su vez, pueda alimentar una estrategia de país. Este mecanismo (o mecanismos) podría componerse de amplios debates políticos, sociales y de expertos que vayan impulsando documentos gubernamentales o parlamentarios en donde se analice la posición internacional de España, se ordenen prioridades y se diagnostique dónde, y a través de qué actuaciones, hay opciones de incidir en la política mundial de acuerdo a nuestros intereses y valores. Por otra parte, podría decirse que existe un divorcio entre la acción diplomática y otras esferas de la política pública -como políticas de internacionalización o internas. Es más, en determinados ámbitos existe incluso una tendencia a considerar la acción diplomática como un fin en sí mismo.

Es verdad que la ausencia de ese ejercicio estratégico se compensó en los primeros años de democracia con la identificación consensuada de un objetivo muy claro: la normalización exterior como país europeo occidental. Hoy España goza de un incomparablemente mejor posicionamiento internacional en los terrenos empresarial, humano o de las ideas. Es precisamente el cumplimiento, con sobrado éxito, de este objetivo de normalización e internacionalización el que, sumado a la aceleración del proceso de globalización –y el consiguiente desplazamiento de los centros de gravedad mundial– hace acuciante un cambio y definición de estrategia.

Sin planificación y sin una concepción transversal de la acción exterior corremos el riesgo de perder oportunidades e improvisar decisiones. Conocer las muchas facetas de la proyección exterior española, su evolución sostenida en el tiempo y su comparación con otros países, se pueden analizar mejor las pautas estructurales y se pueden advertir de forma desdramatizada los cambios de tendencia o las posibles debilidades. Hay que ser conscientes de que España está entre los diez países potencialmente mejor situados en la globalización. Es imposible seguir considerando que los asuntos internacionales afectan poco a la población o que no se pueden moldear en absoluto.

 

Despiece: ¿Qué es el Índice Elcano de Presencia Global?

POSICIÓN EN EL RANKING DEL IEPG (EJEMPLOS SELECCIONADOS)

El Índice Elcano de Presencia Global (IEPG) ordena más de cincuenta países en base a su proyección exterior en los campos de la economía, la defensa, el atractivo para los flujos humanos, la cultura y la ciencia y la ayuda al desarrollo. Los resultados para esta primera edición de 2010 del índice (tabla adjunta) colocan a Estados Unidos en el primer puesto y a tres europeos en los siguientes -Alemania, Francia y Reino Unido. China y Japón ocupan el quinto y el sexto lugar, Rusia el séptimo. Siguen dos europeos del sur -Italia y España- y Canadá cierra esta lista de los diez primeros puestos.

Aunque no puede hablarse de una pauta universal, los países más avanzados tienden a posicionarse mejor en el escenario global pues sus empresas se orientan más al exterior, su mercado de trabajo suele ser más atractivo y un cierto umbral de desarrollo se traduce en proyección científica o en cooperación internacional. Eso explica el lugar, muy por debajo de su tamaño interior, que ocupan algunos países tan grandes como Brasil o India y, en cambio, la alta posición de pequeños Estados europeos como Países Bajos. El IEPG ayudará a detectar a partir de qué momento, en qué ámbitos y con qué velocidad, esas potencias emergentes son capaces de proyectar hacia fuera de sus fronteras el intenso crecimiento interno.

 

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