Cómo se perpetúa el sistema Asad, que controla Siria desde 1970. 

La primavera del oasis de la Gruta de Damasco es tan breve como el ser doncella de una muchacha árabe”. En la capital de Siria, entre los cafés más modernos y las tiendas de marcas internacionales se suele oír este dicho. Unas palabras que ilustran la resignación de un pueblo ante las miles de pancartas de propaganda del partido Baas y las fotografías del presidente Bachar Al Asad pegadas en cada esquina, en cada casa. La República Árabe Siria no es el Irak de Sadam Husein, no es un país sometido a un embargo internacional ni al férreo control de la dictadura de un solo hombre, pero es, en Oriente Medio, un Estado que consiguió adaptarse a los tiempos, resistir al discurso bélico de los Estados Unidos de George W. Bush y mantener su sistema de Gobierno. ¿Cómo? Gracias a la gran capacidad de las autoridades sirias para ajustar su propio autoritarismo.

La conclusión es severa, aunque es la única a la que llegó tras años de investigación la periodista francesa Caroline Donati. Su libro L’exception syrienne. Entre modernisation et résistance (La excepción siria. Entre modernización y resistencia, Caroline Donati, La Découverte, París, 2009), desmenuza, indaga en el sistema Asad, que controla el país árabe con mano de hierro desde un golpe de Estado en 1970. Tras la muerte de Hafez Al Asad, el 10 de junio de 2000, la república se convirtió en una monarquía, y fue su hijo, Bashar, entonces un oftalmólogo de 34 años, quien subió al trono. Diez años después de la supuesta Primavera de Damasco, cuando la sociedad siria pensaba que el cambio de dirigente iba a rimar con apertura y democratización, todo indica que nada ha cambiado. Desde la caída del régimen de Sadam Husein, en 2003, y la marginalización del Baas iraquí, apuntado como corresponsable de la dictadura, Siria está en el punto de mira. Condenado por Bush en 2005, el país árabe respalda a Hezbolá, Hamás y la Yihad Islámica, no duda en apoyar al Gobierno iraní de Mahmud Ahmadineyad frente a Washington y se opone a la existencia de Israel. A pesar de todo ello y de su peso clave en la zona –“los árabes no pueden hacer la guerra sin Egipto, pero tampoco pueden conseguir la paz sin Siria”, dijo Henry Kissinger–, son escasos los ensayos de calidad que explican las estructuras del poder y de la sociedad siria. En Francia, antigua potencia colonial, existen numerosos análisis de actualidad en revistas especializadas, pero pocos libros analizan en profundidad el sistema creado por la familia Asad.

En España, ni la colección Islam Contemporáneo de la editorial Bellaterra tiene obra alguna sobre Siria; Ignacio Álvarez Ossorio publicó el año pasado Siria contemporánea (Síntesis). La primera cualidad del libro de Donati es llenar un vacío literario/científico sobre un país clave de Oriente Medio no lo suficientemente estudiado.

Tras dos capítulos dedicados al nacimiento de la Siria moderna, la periodista trata de explicar cómo Hafez Al Asad alzó un sistema político cerrado, cuyo único objetivo era mantener a su familia en el poder, y cómo su hijo siguió fiel a sus principios mientras anunciaba supuestas reformas. El estilo claro permite entender las relaciones entre los objetivos de política exterior y las prioridades de política interior del régimen. Como la mayoría de los actuales Estados de Oriente Medio, Siria era un país que no existía antes de la muerte del Imperio Otomano, en 1923, era un “patch-work de comunidades y de etnias, una yuxtaposición de tres Sirias –la ciudad, la estepa desértica y las regiones agrícolas no irrigadas–”, era el Bilad ach Cham, “donde la idea nacional no coincidía con el concepto europeo de hogar territorial” y donde gobernaban unas cincuenta familias, dueñas de las tierras y de la industria.


Los tiempos han cambiado: Siria sabe que su población (la mayoría de los 19 millones de habitantes tiene menos de 20 años) vive en un mundo globalizado


Frente a la Francia colonial, el único discurso capaz de reunir las diferencias bajo la misma bandera era el nacionalismo árabe laico, y así consiguió Siria su independencia en 1943 (efectiva en 1946). El nacimiento de Israel y la Naqba palestina en 1948 reforzaron el discurso de una Siria fuerte, aunque la divisiones convirtieron a los golpes de Estado en una regla para gobernar: entre 1943 y 1970, hubo nada menos que 13 presidentes diferentes. Cuando el general Hafez Al Asad llegó al poder, en 1970, dominaba la ideología del Baas desde 1963. “Todo ser árabe es baasista por naturaleza”, dijo el ideólogo Zaki Al Arsuzi, y el lema “unidad, libertad, socialismo” se convirtió en la base del régimen. Al Asad –el dirigente árabe más longevo, junto con Hasan II en Marruecos– dirigió con mano de hierro durante 30 años el país con el Baas como herramienta de poder al servicio de su persona y gracias a la lealtad de las Fuerzas Armadas, el clientelismo y la poderosa minoría chií alauí, a la que pertenece la familia Al Asad. “De Hafez a Bachar, la problemática es la misma: la del lugar de Siria en el tablero regional y de sus relaciones con Israel. Lo que está en juego y el contexto son, sin embargo, radicalmente diferentes: Hafez Al Asad luchaba para imponer su dominación en el Oriente Medio árabe y recuperar los Altos del Golán [ocupados por Israel desde 1967]; Bachar Al Asad lucha por la supervivencia de su régimen dentro de las fronteras de la República árabe siria, amenazada por la omnipotencia estadounidense y los precarios equilibrios internos”, apunta Donati. La llegada al poder de Bachar en 2000 mostró la fuerza de un sistema que se adaptó para que un joven de 34 años dirigiese el país. No era ni miembro del Baas y no tenía la edad mínima (40 años) para gobernar, pero en una dictadura todo es posible. La sucesión se anunciaba difícil, aunque 10 años después el dirigente se beneficia de un gran popularidad en el mundo árabe por la resistencia de su país ante Israel y Estados Unidos, pero “no ha abierto el espacio público a la sociedad civil”, subraya la autora. La Primavera de Damasco se convirtió en una mascarada para que “permanezca el sistema, pero con actores diferentes”.

Los tiempos han cambiado: Siria sabe que su población –la mayoría de los 19 millones de habitantes tiene menos de 20 años– vive en un mundo globalizado. La antigua corresponsal en Líbano Caroline Donati viajó en numerosas ocasiones a Siria, donde entrevistó a intelectuales y a jóvenes, mantenidos en un sistema “monopolizado por los fieles al presidente” y cuya apertura económica provoca ahora “grandes diferencias sociales”.

Bachar Al Asad consiguió normalizar su estatus como legítima potencia regional y volvió a tratar con las grandes potencias, aunque “sigue siendo un régimen autoritario”. La “modernización” de la que habla la autora es la toma de conciencia del país que vive en otra época, aunque la “resistencia” no es la de fuerzas opositoras –más calladas que nunca, pues “como ya no se siente aislado y presionado por la comunidad internacional, el régimen se endurece”, según Donati–, sino la de las autoridades.

¿Las desigualdades económicas y el desinterés por la política de los jóvenes serán las bases de un anunciado fin del sistema Al Asad? El libro de Caroline Donati no aporta respuestas, aunque sus conclusiones invitan a reflexionar sobre los límites de una supuesta República laica, cuyo autoritarismo no tiene nada que envidiar a las monarquías confesionales del Golfo, que saben dar a veces pasos más eficientes hacia la democracia.