El presidente iraní niega el Holocausto, Hugo Chávez
manda a los líderes
occidentales al infierno, y Vladímir Putin ha sacado el látigo. ¿Por
qué? Porque saben que el precio del petróleo y el ritmo de la
libertad siempre se mueven en direcciones opuestas. Ésta es la primera
ley de la petropolítica,
y podría ser el axioma que explicara nuestra época.

Cuando oí al presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad, declarar
que el Holocausto era un mito, no pude evitar pensar: "Me pregunto si
estaría hablando de esta manera si el petróleo estuviera a 20
dólares el barril (15,5 euros) en lugar de 60″. Cuando escuché al
presidente de Venezuela, Hugo Chávez, mandar al primer ministro británico,
Tony Blair, "derecho al infierno" y decir a sus defensores que
el Acuerdo del Área de Libre Comercio de las Américas, que promueve
Estados Unidos, podía "irse al infierno" también,
no pude evitar pensar: "Me pregunto si estaría diciendo estas
cosas si el crudo estuviera a 20 dólares en lugar de 60, y si su país
tuviera que funcionar impulsando la creación de empresas y no sólo
perforando pozos".



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Siguiendo los acontecimientos en el golfo Pérsico en los últimos
años, me di cuenta de que el primer país árabe de la región
que celebró elecciones libres y justas en las cuales las mujeres podían
presentarse como candidatas y votar, y el primero en llevar a cabo una reestructuración
a fondo de su legislación laboral para facilitar la contratación
de sus habitantes y hacerlos menos dependientes del trabajo importado fue Bahrein.
Y resulta que Bahrein es también el primero donde se agotarán
las reservas de petróleo. Además fue el primero en firmar un
acuerdo de libre comercio con Estados Unidos. Y no pude evitar preguntarme: "¿Puede
todo esto ser sólo una coincidencia?" Al final, cuando examiné todo
el mundo árabe y vi cómo los activistas de la democracia popular
en Líbano expulsaban a las tropas sirias, no pude evitar decirme a mí mismo: "¿Es
una mera casualidad que la primera y única democracia real del mundo árabe
no tenga una sola gota de petróleo?".

Cuanto más ponderaba estas preguntas, más obvio me parecía
que tiene que haber una correlación —una correspondencia literal
que podría medirse y plasmarse en un gráfico— entre el
precio del petróleo y el ritmo, alcance y sostenibilidad de las libertades
políticas y de las reformas económicas en determinados países.
Hace algunos meses, me dirigí al director de la edición estadounidense
de FP, Moisés Naím, y le pregunté si podíamos hacer
justo eso: intentar cuantificar esta intuición de forma visual. A lo
largo de uno de los ejes se pondría el precio medio global del crudo
y en el otro, el ritmo de expansión o contracción de las libertades,
tanto económicas como políticas, de la mejor forma en que organizaciones
de investigación y análisis como Freedom House pudieran medirlas.
Examinaríamos las elecciones libres y justas celebradas, los periódicos
lanzados o cerrados, los arrestos arbitrarios, los reformistas elegidos para
el Parlamento, los proyectos de cambio económico, las empresas privatizadas
y nacionalizadas…



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Soy el primero en reconocer que esto no es un experimento científico
de laboratorio, porque el auge y caída de la libertad económica
y política en una sociedad nunca puede ser del todo cuantificable. Pero,
dado que no estoy buscando que me den un puesto de trabajo en ningún
sitio, sino más bien intentando confirmar una corazonada, merece la
pena intentar demostrar esta correlación entre el precio del petróleo
y el ritmo de la libertad, incluso con sus imperfecciones. Puesto que el creciente
precio del crudo va a ser un factor de primer orden que defina las relaciones
internacionales en el futuro cercano, hay que intentar comprender sus conexiones
con la política global. Y los gráficos aquí expuestos
sugieren que existe una fuerte conexión entre el precio del petróleo
y el ritmo de la libertad; tanto que quisiera iniciar este debate ofreciendo
la primera ley de la petropolítica.

LA ‘ENFERMEDAD HOLANDESA’
La primera ley de la petropolítica postula lo siguiente: el precio del
crudo y el ritmo de la libertad siempre se mueven en direcciones opuestas en
Estados petroleros ricos en crudo. Cuanto más alto sea su precio medio
global, más se erosionan la libertad de expresión, la de prensa,
las elecciones libres y justas, la independencia del poder judicial y de los
partidos políticos y el imperio de la ley. Y estas tendencias negativas
se refuerzan por el hecho de que cuanto más sube el precio, menos sensibles
son los gobernantes con petróleo a lo que el mundo piensa o dice de
ellos. Y, al contrario, cuanto más bajo sea el precio del crudo, más
obligados se ven esos países a avanzar hacia un sistema político
y una sociedad más transparentes, más sensibles a las voces de
la oposición y más centrados en crear las estructuras legales
y educativas que maximizarán la capacidad de su pueblo de competir,
crear nuevas empresas y atraer inversiones del extranjero. Cuanto más
cae el precio del oro negro, más sensibles son los líderes productores
de petróleo a lo que las fuerzas externas piensan de ellos.



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Yo definiría los países petroleros como aquellos que dependen
de la producción de crudo para el grueso de sus exportaciones o de su
producto interior bruto (PIB) y que, al mismo tiempo, poseen instituciones
estatales débiles o gobiernos autoritarios. A la cabeza de esa lista
estarían Azerbaiyán, Angola, Chad, Egipto, Guinea Ecuatorial,
Irán, Kazajistán, Nigeria, Rusia, Arabia Saudí, Sudán,
Uzbekistán y Venezuela. Los que tienen mucha cantidad de este hidrocarburo
pero que eran Estados bien asentados con instituciones democráticas
sólidas y economías diversificadas antes de descubrir su oro
negro —Reino Unido, Noruega y EE UU, por ejemplo— no estarían
sujetos a esta ley.

Desde hace tiempo, los economistas han resaltado las negativas consecuencias
tanto económicas como políticas que la abundancia de recursos
naturales puede tener para un país. Este fenómeno ha sido bautizado
como la enfermedad holandesa o la maldición de los recursos. El primer
nombre se refiere al proceso de desindustrialización que puede resultar
de la obtención de unos repentinos ingresos procedentes de la explotación
de recursos naturales. El término se acuñó en los Países
Bajos en los 60, después de que allí se descubrieran unos enormes
depósitos de gas natural. Lo que ocurre en los países que la
padecen es que aumenta el valor de sus monedas, gracias al repentino flujo
de capital procedente del petróleo, el oro, el gas, los diamantes o
algún otro recurso natural. Esto hace que sus exportaciones de productos
se vuelvan poco competitivas y sus importaciones, muy baratas. Los ciudadanos
empiezan a importar como locos, la industria nacional desaparece y se produce
la desindustrialización con rapidez. La maldición de los
recursos
puede referirse al mismo fenómeno económico, así como,
en sentido más amplio, a la forma en que la dependencia de los recursos
naturales siempre sesga la política y las prioridades de inversiones
y educación de un país, de modo que todo gira en torno a quién
controla el grifo del oro negro y quién obtiene cuánto de ello,
y no en cómo competir, innovar y producir productos reales para mercados
reales.

No pude evitar preguntarme: "¿Es
una mera casualidad que la primera y única democracia real de
esa región (Líbano) no tenga una sola gota de petróleo?"

Al margen de estas teorías generales, algunos politólogos han
explorado cómo la abundancia de riqueza petrolera en particular puede
revertir o erosionar las tendencias democratizadoras. Uno de los análisis
más agudos que he leído es el trabajo del politólogo Michael
Ross, de la Universidad de California (UCLA, Los Ángeles, EE UU). Empleando
un análisis estadístico de 113 países entre 1971 y 1997,
concluyó que "la dependencia [de un Estado] de las exportaciones
de petróleo o de minerales tienden a hacerlo menos democrático;
que otros tipos de exportaciones primarias no causan este efecto; que no se
limita a la península Arábiga, Oriente Medio o al África
subsahariana, y que no se circunscribe a países pequeños".

Lo que encuentro más útil de este análisis es su exposición
de los precisos mecanismos mediante los cuales un exceso de riqueza petrolera
obstaculiza la democracia. En primer lugar, argumenta Ross, está "el
efecto impuestos". Los gobiernos ricos en crudo suelen utilizar sus ingresos
para "aliviar las presiones sociales que de otro modo podrían
suponer exigencias de mayor responsabilidad". Me gusta expresarlo de
esta otra manera: el lema de la revolución americana era "no hay
impuestos sin representación"; el del líder autoritario
petrolero es "no hay representación sin impuestos". Los
regímenes respaldados por el oro negro que no tienen que gravar a sus
ciudadanos porque pueden perforar un pozo nuevo, tampoco tienen que escuchar
a sus ciudadanos o representar sus intereses. El segundo mecanismo es "el
efecto gasto". La riqueza petrolera conduce a mayores desembolsos en
mecenazgos, lo que a su vez alivia las presiones democratizadoras. El tercero
es "el efecto de formación de grupos". Cuando los ingresos
del crudo proporcionan a un régimen autoritario ganancias inesperadas, éste
puede utilizarlas para impedir la formación de grupos sociales independientes,
los más inclinados a exigir derechos políticos. Además,
argumenta el politólogo, una superabundancia de ingresos del petróleo
puede crear "un efecto represión", porque permite a los
gobiernos gastar en exceso en policía, seguridad interna y servicios
de inteligencia, que pueden utilizarse para obstruir movimientos aperturistas.
Por último, el autor ve un "efecto modernización".
Una gran afluencia de riqueza petrolera puede reducir las presiones sociales
para que se impulse la especialización laboral, la urbanización
y la garantía de mayores niveles de educación, tendencias que
normalmente acompañan a un amplio desarrollo económico y que
también generan una ciudadanía que es más elocuente, más
capaz de organizarse, negociar y comunicarse, y que está dotada de centros
de poder económico propios.

La primera ley de la petropolítica se rige por dichos argumentos, pero
intentando llevar la correlación entre petróleo y política
un paso más lejos. Lo que sostengo es no sólo que una excesiva
dependencia del crudo puede ser una maldición en general, sino también
que pueden conectarse aumentos y descensos del precio del petróleo con
incrementos y parones del ritmo de la libertad en los países petroleros.
Como demuestran estos gráficos, el ritmo de la libertad empieza a ralentizarse
cuando el precio del oro negro comienza a despegar.

La razón por la que merece la pena centrarse ahora en esta relación
entre el precio del petróleo y la libertad es que parece que asistimos
al comienzo de un aumento estructural de los precios globales del crudo. Si ése
es el caso, es casi seguro que tendrá un efecto a largo plazo en el
carácter de la política en muchos Estados débiles o autoritarios.
Eso, a su vez, podría tener un impacto global negativo sobre el mundo
posterior a la guerra fría tal y como lo conocemos.



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¿UN ‘EJE DEL PETRÓLEO’?
Desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, los precios han
subido desde una horquilla de entre 20 y 40 dólares a un rango de
entre 40 y 70. Parte de este movimiento tiene que ver con una sensación
de inseguridad general en los mercados de petróleo globales debido
a la violencia en Irak, Nigeria, Indonesia y Sudán, pero otra parte
aún mayor parece ser el resultado de lo que yo llamo "el aplanamiento" del
mundo y la rápida entrada en el mercado global de 3.000 millones de
consumidores nuevos procedentes de China, Brasil, India y el antiguo imperio
soviético, todos ellos soñando con una casa, un coche, un microondas
y un frigorífico. Su creciente sed de energía es enorme. Esto
ya es, y seguirá siendo, una fuente constante de presión sobre
el precio del crudo. A menos que se produzca un fuerte giro ecologista en
Occidente o se descubra una alternativa a los combustibles fósiles,
en el futuro inmediato vamos a permanecer en este rango de entre 40 y 70
dólares, o más.

Políticamente, esto hará probable que todo un grupo de países
petroleros con instituciones débiles o gobiernos abiertamente autoritarios
experimenten una erosión de las libertades y un aumento de los comportamientos
corruptos, autocráticos y antidemocráticos. Los dirigentes de
estos Estados pueden esperar un incremento significativo de sus ingresos disponibles
para crear cuerpos de seguridad, sobornar adversarios, comprar votos o apoyo
público, y resistirse a acatar las normas y convenciones internacionales.
No hay más que coger el periódico cualquier día de la
semana para constatar esta tendencia.

Por ejemplo, un artículo de febrero de 2005 en The
Wall Street Journal
sobre cómo los ayatolás de Teherán —exaltados
por el dinero gracias a los elevados precios del petróleo— están
volviéndole la espalda a algunos inversores extranjeros en lugar de
sacarles la alfombra roja. Turkcell, un operador turco de telefonía
móvil, había firmado un acuerdo con Irán para construir
la primera red de telefonía móvil de propiedad privada
del país.
Se trataba de un acuerdo atractivo. La operadora acordó pagar 300 millones
de dólares (unos 230 millones de euros) por la licencia e invertir 2.250
millones, lo que habría creado 20.000 puestos de trabajo. Pero los mulás
del Parlamento congelaron el contrato, alegando que podría ayudar a
los extranjeros a espiar a su país. Alí Ansari, un experto en
Irán de la Universidad de Saint Andrews (Escocia), señala en
The Wall Street Journal que los analistas iraníes llevaban
10 años
abogando por las reformas económicas. "La realidad es que la situación
es peor ahora", dice. "Tienen mucho dinero gracias a los altos
precios del petróleo y no necesitan reformar la economía".
O bien se puede echar un vistazo a un reportaje sobre la República Islámica
en el número del 11 de febrero de The Economist, que apuntaba: "El
nacionalismo cae mejor en un estómago lleno y el señor Ahmadineyad
es el afortunado presidente que espera recibir, a lo largo del próximo
año iraní, en torno a 36.000 millones de dólares en ingresos
por exportaciones de petróleo para ayudar a comprar lealtades. En su
primera ley presupuestaria, que está tramitándose en el Parlamento,
el Gobierno ha prometido construir 300.000 viviendas, dos tercios de ellas
fuera de las grandes ciudades, y mantener las subvenciones a la energía,
que ascienden a un asombroso 10% del PIB".



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O considérese el drama que se desarrolla en la actualidad en Nigeria.
Sus presidentes tienen un límite de mandatos: dos de cuatro años.
El presidente Olesegun Obasanjo accedió al poder en 1999, después
de un periodo de gobierno militar, y fue reelegido por votación popular
en 2003. Cuando asumió el poder saltó a los titulares de prensa
por investigar violaciones de los derechos humanos por parte de los uniformados,
liberar a prisioneros políticos e incluso por hacer un intento real
de erradicar la corrupción. Esto era cuando el precio del crudo estaba
en torno a 25 dólares el barril. Hoy día, con el crudo a 70 dólares,
Obasanjo está intentando persuadir a los legisladores para que modifiquen
la Constitución de modo que le permita obtener un tercer mandato. Un
líder de la oposición en la Cámara de Representantes,
Wunmi Bewaji, ha alegado que "se estaban ofreciendo a los parlamentarios
sobornos de un millón de dólares por voto", según
se citaba en un artículo de Voice of America News del 11 de marzo. "Y
esto lo ha coordinado un alto representante del Senado y un alto representante
de la Cámara".

Clement Nwankwo, uno de los principales activistas de los derechos humanos
de Nigeria, me dijo en marzo que desde que el precio del petróleo ha
empezado a subir, "las libertades públicas [han ido] en fuerte
declive: se han producido arrestos arbitrarios, se ha asesinado a adversarios
políticos y las instituciones democráticas han sufrido daños".
El petróleo representa el 90% de las exportaciones del país africano,
añade Nwankwo, y eso explica, en parte, por qué, de repente,
se ha producido un aumento de los secuestros de empleados extranjeros de petroleras
en el delta del Níger, muy rico en crudo. Muchos nigerianos creen que
estos trabajadores deben estar robando crudo porque lo que está llegando
a la población es una parte muy pequeña de los ingresos del oro
negro.

Con mucha frecuencia, en los países petroleros no sólo ocurre
que toda la política gira en torno a quién controla el grifo
del crudo, sino que el público adquiere una noción distorsionada
de en qué consiste el desarrollo. Si son pobres y sus dirigentes son
ricos, no es porque su país no haya promovido la educación, la
innovación, el Estado de derecho y la creación de empresas. Es
porque alguien se está llevando el dinero del petróleo. La gente
empieza a pensar que, para hacerse ricos, no tienen más que pararles
los pies a quienes se lo llevan, y no construir una sociedad que promueva la
educación, la innovación y la creación de empresas.

Si George Bush se asomara
hoy al alma del presidente ruso (Putin II, el del crudo a 70 dólares
el barril)
vería que está muy negra, tan negra como el petróleo

El vínculo entre los precios del oro negro y el ritmo de la libertad
es tan estrecho en algunos países que un aumento repentino del primero
puede desviar del sendero de las reformas económicas y políticas
hasta a los dirigentes más previsores. Considérese Bahrein, que
sabe que su crudo se está agotando, y ha sido un modelo sobre cómo
la caída de su precio puede impulsar las reformas. "Ahora nos
va bien gracias a que el precio del petróleo está alto. Esto
podría llevar a los gobernantes a ser complacientes", señaló recientemente
a Gulf Daily News Jasim Husain Alí, director de la unidad de investigación
económica de la Universidad de Bahrein. "Esta tendencia es muy
peligrosa, ya que los ingresos del crudo no son sostenibles. La diversificación
[de Bahrein] puede ser suficiente para los niveles del Golfo, pero no según
los estándares internacionales".

LA GEOLOGÍA MARCA LA IDEOLOGÍA
Con el debido respeto a Ronald Reagan, no creo que él hiciera caer a
la Unión Soviética. Obviamente hubo muchos factores, pero el
colapso de los precios del petróleo en todo el mundo hacia finales de
los 80 y comienzos de los 90 desempeñó, sin duda, un papel clave
(cuando la Unión Soviética se disolvió oficialmente el
día de Navidad de 1991, el precio del barril rondaba los 17 dólares).
Y también ayudaron a encaminar el Gobierno poscomunista de Boris Yeltsin
hacia una profundización del Estado de Derecho, una mayor apertura al
mundo exterior y más sensibilidad a las estructuras legales exigidas
por los inversores globales. Y luego llegó Vladímir Putin. Piénsese
en la diferencia entre el presidente ruso de cuando el petróleo estaba
en un rango de entre 20 y 40 dólares y el de ahora, que se sitúa
entre 40 y 70. Entonces, tuvimos lo que yo llamaría "Putin I".
Después de su primer encuentro con él, en 2001, el presidente
Bush dijo que se había asomado al "alma" del ex director
del KGB y que vio un hombre en el que podía confiar. Si el presidente
de Estados Unidos se asomara hoy al alma del presidente ruso (Putin II, el
de 70 dólares el barril) vería que está muy negra, tan
negra como el petróleo. Observaría que el líder de Moscú ha
utilizado las ganancias inesperadas del crudo para tragarse (nacionalizar)
la enorme compañía petrolera rusa, Gazprom, varios periódicos
y cadenas de televisión, y toda clase de empresas rusas e instituciones
antaño independientes.

Cuando, a comienzos de los 90, los precios estaban en el nadir, incluso países
petroleros árabes como Kuwait, Arabia Saudí y Egipto —este último,
poseedor de unos sustanciales depósitos de gas— por lo menos hablaban
de reformas económicas, cuando no de tímidos cambios políticos.
Pero desde que comenzaron a subir, todo el proceso se ralentizó, sobre
todo en el campo político. A medida que se acumule más y más
riqueza de crudo en los países petroleros, esto podría empezar
a distorsionar mucho todo el sistema internacional y la naturaleza misma del
mundo posterior a la guerra fría. Cuando cayó el muro de Berlín,
se extendió la creencia de que también se había desatado
una marea imparable de mercados libres y democratización. La proliferación
de elecciones libres en todo el mundo durante la década posterior convirtió aquella
oleada en algo muy real. Pero en la actualidad se está encontrando con
una contramarea imprevista de petroautoritarismo, que está siendo posible
gracias a que el petróleo está a 70 dólares el barril.
De repente, regímenes como Irán, Nigeria, Rusia y Venezuela están
batiéndose en retirada de lo que parecía un imparable proceso
de democratización, y autócratas elegidos en las urnas están
utilizando estas repentinas ganancias para acomodarse en el poder, comprar
a adversarios y defensores, y ampliar el control estatal al sector privado.

Aunque el petroautoritarismo no representa la amenaza estratégica e
ideológica que el comunismo supuso para Occidente, su impacto a largo
plazo podría corroer la estabilidad mundial. No es sólo que algunos
de los peores regímenes tendrán dinero extra durante más
tiempo que nunca para hacer las cosas más horribles, sino que países
democráticos —India y Japón, por ejemplo— se verán
obligados a doblegarse o a mirar hacia otro lado ante el comportamiento de
Irán o Sudán, debido a su fuerte dependencia de ellos.

Quisiera destacar de nuevo que me consta que las correlaciones que estos gráficos
sugieren no son perfectas y, sin duda, hay excepciones. Pero creo que ilustran
una tendencia general que uno puede ver reflejada en las noticias todos los
días: el creciente precio del petróleo tiene un impacto negativo
sobre el ritmo de la libertad en muchos países, y cuando se suman suficientes
Estados con suficientes impactos negativos, la política global empieza
a envenenarse.

Aunque no podemos influir sobre el precio del crudo en ningún país
concreto, sí podemos hacerlo en su valor global, alterando la cantidad
y el tipo de energía que consumimos. Cuando digo "podemos",
me refiero a EE UU en particular —que absorbe en torno al 25% de la energía
mundial— y a los países importadores de petróleo en general.
Pensar en cómo alterar nuestros patrones de consumo energético
para reducir el precio del oro negro ya no es simplemente un hobby para activistas
del medio ambiente; es un imperativo de la seguridad nacional. Por lo tanto,
cualquier plan de EE UU que promueva la democracia y no incluya también
una estrategia creíble y sostenible para encontrar alternativas al petróleo
y para hacer bajar su precio es insignificante y está abocada al fracaso.
Hoy día, al margen de dónde se esté en el espectro de
la política exterior, hay que pensar como un geo-verde.

 

¿Algo más?
Thomas Friedman estudia las consecuencias para
la economía global (el mercado de la energía) del
ascenso de India y China en La Tierra es plana:
breve historia del mundo globalizado del
siglo
XXI
(Ediciones Martínez
Roca, Madrid, 2006). El libro de Daniel Yergin The
Prize: The
Epic Quest for Oil, Money,
and Power
(Simon & Schuster,
Nueva York, 1991), ganador del Premio Pulitzer, es la historia
definitiva de las conexiones entre el petróleo y las economías
modernas. Sustaining Development in Mineral Economies:
The Resource Curse Thesis
(Routledge, Nueva York,
1993), de Richard Auty, explica por qué los países
dotados de recursos naturales con frecuencia no logran desarrollarse.
Jeffrey Sachs y Andrew Warner dan cuerpo a esta tesis en Natural
Resource Abundance
and Economic Growth (National
Bureau of Economic Research, Washington, 1995).

Para entender hacia
dónde van los precios y por qué,
léase ‘El fin del petróleo barato’, de
Marcel Coderch ( FP EDICIÓN ESPAÑOLA , octubre/noviembre
de 2004). El politólogo Javier Corrales demuestra cómo
los elevados precios del crudo otorgan poder a los gobernantes
autoritarios modernos en ‘Hugo Boss’ ( FP EDICIÓN
ESPAÑOLA, febrero/marzo
de 2006). El artículo de Moisés Naím titulado ‘Globoquiz:
Guess the Leader’ (Newsweek International, 1
diciembre de 2004) destaca las sorprendentes similitudes, debidas
al oro negro, entre Hugo Chávez y Vladímir
Putin.