Europa afronta una crisis existencial, y ya es hora de que Estados Unidos sea consciente de ello.

Cuando el presidente Obama llevaba 10 meses en su puesto, empezaron a aparecer informaciones de que las cifras presupuestarias de Grecia no encajaban. Seis meses después, se celebró una cumbre europea de urgencia para aprobar el primer rescate de dicho país, por valor de 147.000 millones de dólares (unos 116.000 millones de euros). La crisis griega estuvo a punto de paralizar la economía mundial, toda una proeza para una economía que no representa más que el 2% del PIB de Europa.

AFP/Getty Images Manifestantes en las calles de Atenas, febrero de 2012.

Pasemos a noviembre de 2012. Se han celebrado 21 cumbres europeas; se han aplicado rescates a tres países de la eurozona (Irlanda, Portugal y Grecia, que está negociando su tercer paquete); dos más (Chipre y España) están a punto de recibir los suyos; y 17 Gobiernos europeos han cambiado o han caído desde el comienzo de la crisis. El desempleo en la eurozona se encuentra en una cota sin precedentes, el 11,6% (en España es del 25,8%) y se prevé que el crecimiento de las economías de la región se contraiga un 0,5% en 2012, según el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Washington, tenemos una crisis. Un posible desastre geoeconómico de 10 años de duración que, por consiguiente, se prolongará hasta bien entrado el segundo mandato de Barack Obama.

Estados Unidos no acaba de hacerse a la idea de que sus aliados y socios más cercanos afrontan su crisis existencial más significativa desde la Segunda Guerra Mundial. ¿Tiene alguna influencia en la respuesta de Europa?

Desde los primeros días de la crisis, el Gobierno de Obama diagnosticó el problema de Europa como una crisis puramente económica; no una crisis de las que debía movilizar a todo el mundo a las tres de la mañana como la caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008, pero sí un problema económico preocupante, en cualquier caso. La reacción consistió en enviar a responsables del Tesoro de EE UU y en segurar un sistema de estrechas consultas entre la Reserva Federal estadounidense, el Banco Central Europeo (BCE) y otros bancos centrales con el fin de proporcionar la liquidez y el crédito necesarios. Otras sugerencias basadas en la propia experiencia de Washington durante el periodo 2008-2009 fueron poner en marcha un mecanismo como el Troubled Asset Relief Program (TARP) y rigurosas pruebas de estrés para ayudar a sostener bancos europeos inestables; un prestamista de último recurso, el BCE, que garantizase la plena confianza en el sistema bancario europeo; y un aumento del gasto público para estimular el sector privado en lugar de la austeridad impuesta por Alemania.

Sin embargo, a medida que la crisis se agravaba, y cuando se vio que los problemas económicos de Europa estaban creando serios obstáculos para la tenue recuperación económica de Estados Unidos, el Gobierno de Obama adoptó una estrategia más enérgica. Visitas frecuentes a Europa -a veces, sin invitación y sin una gran acogida- del secretario del Tesoro, Timothy Geithner, y el subsecretario, Lael Brainard, que hizo más de 17 viajes al otro lado del Atlántico entre 2010 y 2011; llamadas telefónicas en un tono más apremiante entre el presidente Obama, la canciller alemana, Angela Merkel, y otros líderes europeos. Pero EE UU no contribuyó al fondo de emergencia del FMI creado para ayudar a Europa y otros países afectados por la crisis de la deuda, mientras que Brasil, China, India y Rusia sí lo hicieron. Resulta interesante que los Gobiernos europeos hayan acudido en repetidas ocasiones a Pekín en busca de ayuda durante la crisis.

Aunque el Gobierno estadounidense aumentó su actividad transatlántica, su mensaje y su estrategia no tuvieron eco. Y la razón está clara: la crisis de la deuda europea es una crisis fundamentalmente política, no económica, si bien es evidente que las discrepancias entre las diversas políticas económicas la alimentan. El Departamento del Tesoro de EE UU tenía parte de la respuesta, pero no podía entender del todo los intensos aspectos políticos que rodean a un proyecto de integración diseñado hace 60 años para evitar nuevas guerras. (¿Qué tiene que ver la guerra con la unión monetaria, la inflación y los rescates? Mucho, según los arquitectos de la Unión Europea).

A pesar de la popularidad personal de Obama en Europa, el viejo continente se ha mostrado más quisquilloso que nunca, porque lo que menos quería eran lecciones de economía de un país que, a su juicio, había desencadenado la crisis inicial (¡gracias, crisis de las hipotecas basura!), tenía una ratio deuda-PIB de nada menos que el 105% y acababa de perder su calificación AAA. Toda la zalamería que exhibió Obama con Merkel durante una visita de Estado en junio de 2011 sirvió de muy poco.

Por suerte para el presidente estadounidense, Europa no ha tenido ninguna importancia en la campaña electoral. La victoria de Obama es gracias a las letras B, C y E, porque el cataclismo que habría supuesto la ruptura de la eurozona, una perspectiva temida por muchos, se disipó cuando el presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, soltó en julio este proyectil verbal: “El BCE está dispuesto a hacer lo que sea para preservar el euro”. Con Obama en este segundo mandato podemos suponer que la política del Gobierno estadounidense sobre la crisis de la deuda seguirá siendo la misma, e incluso es posible que sea objeto de menos atención, a medida que vayan disminuyendo en Europa los costes del endeudamiento. Ese sería un error histórico de política exterior, en un momento en el que los aliados europeos de EE UU están alejándose y se debaten consumidos en su interior por la deuda y por el ascenso de los nacionalismos, los separatismos y la xenofobia.

Lo que es evidente es que Obama va a encontrarse con una Europa que está experimentando una reordenación política, económica y social histórica y trascendental. Empieza a formarse un núcleo duro de países con calificación AAA, más integrado y bajo el liderazgo económico alemán, que será un socio económico mundial importante para Estados Unidos. Pero también está surgiendo una Europa periférica, que está quedándose fuera de los esfuerzos de integración regional por decisión propia o debido a las situaciones económicas locales, lo cual hace que Gran Bretaña y Polonia, dos importantes socios estratégicos de EE UU, estén fuera de la nueva arquitectura institucional europea. ¿Puede seguir unida Europa con esta perspectiva? ¿Tendrán que adaptarse las relaciones transatlánticas a estos cambios?

Europa y Estados Unidos deben ser conscientes de que comparten retos similares: una red de protección social cada vez más cara, una deuda y unos déficits insostenibles y una polarización política que impide cualquier actuación seria. En vez de lanzarse acusaciones a través del Atlántico sobre quién tiene peor situación fiscal, quizá deberían comenzar un debate serio y profundo sobre el liderazgo y hallar nuevas soluciones para arreglar las respectivas circunstancias económicas lo antes posible.

Al fin y al cabo, lo que está en juego es el futuro de Occidente.