El Presidente estadounidense desea liberalizar dramáticamente la regulación financiera que ha atado en corto a los grandes bancos internacionales desde que estalló la crisis. Los expertos piden prudencia pero no descartan unas consecuencias devastadoras.

El presidente Donald Trump firma una orden ejecutiva para revisar la ley Dodd-Frank. Aude Guerrucci/Pool/Getty Images

En febrero empezó lo que muchos medios de comunicación consideran el comienzo de una desregulación masiva por parte Donald Trump. Exigió entonces formalmente la revisión de una ley, la Dodd-Frank, que ha denostado públicamente y que es la piedra angular de la reforma financiera de Barack Obama. También promulgó una orden ejecutiva que suspendía la aplicación (a partir de abril) de una norma que intentaría obligar a los asesores financieros a poner los intereses de sus clientes por encima de los de sus empresas.

Los mercados han reaccionado, desde la victoria de Trump en noviembre, elevando con fuerza las valoraciones de muchos bancos estadounidenses. Esto significa dos cosas: primera, que los inversores son optimistas con los bancos a corto plazo aunque, a largo plazo, pueda estallar una debacle; y segunda, que están combinándose el impulso de la posible liberalización financiera, el de una previsible subida de los tipos de interés mayor de la esperada en 2017 y el de los recortes en el impuesto de sociedades.

Las motivaciones del magnate para liberalizar las finanzas son diversas y algunas de ellas están justificadas. Para empezar –y en esto coincide con muchos economistas– entiende que la regulación actual es muy mejorable y extremadamente farragosa.

Considera, igualmente, que está limitándose el acceso de las pymes  al crédito y, con ello, empeorando el nivel de vida de la clase media. El diagnóstico general podría compartirlo, hasta cierto punto, el Premio Nobel progresista Paul Krugman, muy preocupado con su versión de la llamada trampa de la liquidez. Entiende que no hay suficiente crédito disponible pero no por culpa de la regulación, sino, esencialmente, por la incertidumbre de la gente sobre sus ingresos y bienestar futuros. El economista exige una intervención mayor del Estado para resolver la situación y Trump demanda exactamente lo contrario.

Las motivaciones de Trump y Obama responden también a visiones muy diferentes del mundo y no a la bondad intrínseca de Obama o la maldad y la locura intrínsecas de Trump. Un punto esencial de divergencia es que la anterior administración, muy marcada por las heridas de la crisis, estaba dispuesta a aceptar importantes consecuencias negativas a cambio de reducir los riesgos y las conductas bancarias que nos habían llevado a la recesión. Trump, con unos rescates corporativos que ya se ven por el retrovisor y una economía que se aproxima al pleno empleo, piensa que hay que tolerar muchos más riesgos, que eso no significa que vaya a estallar otra crisis y que los daños colaterales de la regulación excesiva son insoportables.

En general, los economistas suelen admitir que el sector privado no fue ni mucho menos el único responsable del crack de 2007/2010. Admiten que también influyeron los defectos regulatorios, la torpeza de los reguladores (Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de EE UU, fue incapaz de identificar a tiempo la fabulosa burbuja de activos) y las consecuencias imprevistas de la intervención del Estado a través de determinadas políticas públicas (por ejemplo, las deducciones fiscales sobre los intereses de las hipotecas inmobiliarias atizaron un endeudamiento excesivo de los hogares que, después, agravó el doble impacto de la recesión y el estallido de la burbuja del ladrillo).

Otro punto de divergencia es que, a diferencia del abogado y experto en Derecho Constitucional Obama, el empresario Trump, apoyado fervientemente en su campaña por una parte de Wall Street, confía más en el consejo de grandes banqueros como el ex presidente de Goldman Sachs, Gary Cohn, o el presidente ejecutivo de JP Morgan, Jamie Dimon, que en el de funcionarios del Tesoro o la Reserva Federal como Timothy Geithner, académicos próximos a los tiburones de la Gran Manzana como Larry Summers o antiguos reguladores como Paul Volcker.

Es alarmante que cualquier jefe de Estado se fíe tan poco de los funcionarios e instituciones públicas que tiene que liderar y cuya independencia debería proteger, sean agencias de inteligencia o supervisores financieros, y dependa tanto de fuentes externas e interesadas.

 

Qué cambiará la reforma

La reforma financiera que Trump planea tendría tres pilares fundamentales. El primero está relacionado con las corporaciones que, por su tamaño, pueden arrastrar al resto del sistema cuando se hunden. Trump no quiere ni que reciban como ahora un tratamiento legal y financiero especialmente riguroso ni tampoco que deban seguir sometiéndose a una institución que les exige disponer de unos planes de liquidación ordenada y de unos medios determinados para que, en caso de quiebra, el Estado no tenga que rescatarlas.

El segundo pilar pasa por que los bancos comerciales puedan volver a invertir sus recursos en activos arriesgados, aunque estas operaciones pongan en peligro los depósitos de sus clientes. Recordemos que la implosión de las inversiones en determinados derivados financieros (como los seguros contra los impagos o CDS o los títulos basados en hipotecas subprime) ha sido una de las causas principales del rescate de muchas de las entidades desde 2008.

El tercer gran pilar de la reforma que prepara Trump es la rebaja o flexibilización de los requisitos de capital que los bancos tienen que cumplir y que les permiten abordar grandes tragedias inesperadas sin derrumbarse o hacer frente a una eventual retirada masiva de efectivo de sus clientes.

Robert Tornabell, profesor de Banca y Finanzas Internacionales de ESADE, recuerda que Trump ha paralizado la aplicación de “las nuevas reglas mundiales de capital para los bancos (Basilea IV)” y que las entidades estadounidenses “no sólo se van a poder financiar con capital propio, sino también con acciones, bonos y garantías”. En estas circunstancias, apunta el experto, “las empresas van a aumentar su endeudamiento”. Cuanto más endeudado está un banco (que, por definición, es ya una entidad excesivamente endeudada y con pocos recursos propios), menos posibilidades tiene de adaptarse sin quebrar al volantazo de una crisis.

 

Posibles consecuencias

Una pantalla de televisión muestra a Donald Trump mientras se trabaja en la Bolsa de Nueva York. Spencer Platt/Getty Images

Ya hemos visto las motivaciones de Trump y los contornos de la reforma financiera que prepara. Quedan por explicar las posibles consecuencias de sus decisiones. Antes de hacerlo, Santiago Carbó, catedrático de Economía del Centro Universitario de Estudios Financiero (CUNEF), pide prudencia. Aunque el rumbo general que quiere imprimirle a la nave el capitán Trump es bastante obvio, faltan una infinidad de detalles por concretar y esos detalles pueden marcar la diferencia entre abonar el terreno para el estallido de otra gran crisis y abonarlo para que sólo aumenten la volatilidad y la inestabilidad a cambio de más créditos para pymes y hogares.

Dicho esto, Carbó sí se ve capaz de valorar la tendencia general de la reforma. Según él, “no va a aumentar la confianza en el sector financiero”, porque la ley Dodd-Frank, con todos sus defectos, “proporciona parte de la robustez que la faltaba a la red de seguridad bancaria y de los mercados en Estados Unidos”. Si la confianza disminuye, apunta el experto, esto perjudicará a “los flujos de financiación e inversión”.

Hablamos de cientos de miles de millones de euros que no se asignarán bien en un país donde los bancos y los mercados financieros habrían perdido una de las redes que preservaban su seguridad. Esta circunstancia, sigue Carbó, resulta especialmente grave en un momento en el que “el sector bancario está en plena transformación tecnológica y un avance hacia la desregulación puede causar distorsiones e inestabilidad”.

Robert Tornabell, de ESADE, admite que, si Trump cumple con todo lo que dice y la reforma financiera se convierte en una liberalización masiva, entonces “nos encontramos con un riesgo elevadísimo de recaer en otra crisis global”. Coincide con Mario Draghi, el presidente del Banco Central Europeo, cuando afirma que “hay que evitar la aparición de nuevas burbujas”. Para Tornabell, eso es justo lo contrario de lo que puede alentar la reforma que planea la Casa Blanca.

Hay que recordar que uno de los orígenes de la siguiente crisis podría coincidir con uno de los que causaron la anterior: el descontrol de los derivados financieros y, muy especialmente, de los llamados OTC, que se negocian fuera de la vigilancia extra que supone la Bolsa. Jesús Mardomingo, profesor del Instituto de Estudios Bursátiles y socio de la consultora jurídica internacional Dentons, teme que se pierda el beneficioso y reciente impulso regulatorio en este sector.

En los últimos años, escribe Mardomingo en un análisis reciente, se ha intentado diseñar un “mercado de negociación oficial” para los OTC, se han reducido los riesgos introduciendo “entidades de contrapartida (central), reguladas y solventes” y se ha incrementado la transparencia imponiendo el registro público de todas las operaciones.

Otra posible consecuencia es que la reforma financiera puede perjudicar aún más las debilitadas relaciones entre los reguladores de Estados Unidos y los de las grandes potencias o las instituciones globales. Si, como parece, EE UU acaba ofreciendo una regulación light a sus bancos y lo hace sin tener en cuenta ni coordinarse con otras grandes potencias mundiales, esto, advierte Carbó, “puede generar problemas muy graves como el aprovechamiento de regulaciones más laxas en algunas jurisdicciones (arbitraje regulatorio), la percepción de mayor riesgo respecto a la industria financiera estadounidense o la generación de actividades offshore de dudoso valor añadido”.

Tornabell va más lejos y cree que Trump “está convirtiéndose con sus decisiones en una amenaza para Europa”. ¿Por qué? Principalmente, porque “las promesas proteccionistas de la Casa Blanca están frenando el comercio mundial, que ya ha empezado a disminuir”, porque “se ha retrasado la aplicación” de las nuevas normas contables internacionales de las entidades financieras (Basilea IV) y eso pone en cuestión la credibilidad de otros acuerdos globales y, en tercer lugar, porque “los bancos estadounidenses aumentarán su ventaja competitiva frente al resto gracias a la subida de los tipos de interés, las nuevas posibilidades de endeudamiento e inversión y la revalorización en Bolsa que ya ha empezado por las expectativas de liberalización”.

El presidente estadounidense se ha convertido en un arma de incertidumbre masiva. Este año despejará muchas de sus principales incógnitas y la reforma financiera será una de las más importantes. Veremos muy pronto si sus frases incendiarias se corresponden con leyes incendiarias: hasta ahora, ha hablado y jugado con fuego, pero no sabemos si está dispuesto a quemarse.