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Un grupo de jóvenes sosteniendo banderas armenias se manifiestan contra el Gobierno en la capital de Armenia, Ereván. (Karen Minasyan/AFP/Getty Images)

Las masivas protestas callejeras han logrado derrocar al viejo líder de Armenia, Serzh Sargysan. Por otro lado, persisten las tensiones en el conflicto no resuelto con Azerbaiyán, a propósito de Nagorno-Karabaj. Las nuevas autoridades de Armenia y las de Azerbaiyán deben tener cuidado de no desatar una nueva guerra en las volátiles líneas de frente de este territorio.

Cuando el parlamentario de la oposición en Armenia, Nikol Pashinyan, encabezó en abril una manifestación en el norte del país para protestar por la vuelta al poder del histórico líder Serzh Sargsyan, nadie podía imaginar que su campaña iba a empujar al país a dar un salto hacia lo desconocido.

Pashinyan, parte de un pequeño grupo de diputados de la oposición, nunca ha sido un político popular entre los tres millones de habitantes de Armenia. Sus críticas al Gobierno encontraban eco entre los sectores de la sociedad que rechazaban a Sargsyan y reflejaban problemas reales. Sin embargo, cuando emprendió su marcha, el antiguo periodista y publicista era una figura de poca importancia.

Todo cambió cuando Pashinyan y sus manifestantes llegaron a la capital armenia, Ereván. Allí comenzaron pequeñas concentraciones que pronto cristalizaron en la mayor revuelta política interna de los últimos 10 años en esta pequeña y aislada república del Cáucaso, eternamente plagada de tensión por su conflicto no resuelto con el vecino Azerbaiyán por el territorio de Nagorno-Karabaj. Las masivas manifestaciones han obligado a Sargsyan, que había presidido el país durante la última década, a dimitir de su puesto recién asumido de primer ministro. Muchos califican los acontecimientos de Revolución de terciopelo, pero la historia no ha terminado, en absoluto.

Quienquiera que tome las riendas que acaba de dejar Sargsyan va a tener grandes dificultades para tranquilizar el país. Y además tendrá que afrontar el reto de Nagorno-Karabaj, donde, al mismo tiempo que crecía la campaña para derrocar al presidente, estaban aumentando las tensiones debido a las alegaciones no confirmadas de movimientos de tropas azeríes cerca del enclave en disputa. Ahora que Armenia se adentra en territorio político desconocido, es vital que todas las partes eviten una escalada en la zona de conflicto.

 

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El líder de la oposición, Nikol Pashinyan, durante las manifestaciones contra el Gobierno en Ereván, Armenia. (Karen Minasyan/AFP/Getty Images)

Una revolución por sorpresa

Incluso hace un par de semanas, nada parecía indicar una revolución en Ereván. Las primeras protestas callejeras contra Sargsyan eran insignificantes: 20 jóvenes, como mucho, reunidos en el centro de la ciudad con pancartas y megáfonos a última hora de la tarde. Miembros de diversos grupos de la oposición, exigían a Sargsyan que cumpliera su promesa de no presentarse candidato a primer ministro, un cargo recién reforzado, al acabar su segundo —y último, de acuerdo con la Constitución armenia— mandato presidencial.

Nadie pensó que Sargsyan iba a ceder a las demandas de los manifestantes. Había dirigido el país durante una década y controlaba fuertemente el poder en un sistema en el que las prerrogativas políticas están entrecruzadas con los intereses económicos de los oligarcas, un sistema en el que se habían integrado algunos políticos destacados de la oposición. Muchos armenios se quejaban de la profunda apatía de la sociedad ante el rumbo político del país. Un alto funcionario llegó a decir que era una repetición de la mediocridad del último periodo soviético bajo el mando de Leónidas Brezhnev. Los armenios estaban hartos de Sargsyan, pero tenían pocas esperanzas de apartarlo.

Sin embargo, el 16 de abril, los acontecimientos se precipitaron. La policía intentó dispersar a un pequeño grupo de manifestantes pacíficos, entre los que estaban los llegados con Pashinyan, en una calle central de la capital. Las fotos de las fuerzas antidisturbios arrojando gas lacrimógeno y rompiendo narices de manifestantes se difundieron a toda velocidad en las redes sociales y fueron reproducidas por los principales medios extranjeros. Sobre este trasfondo de brutalidad policial, el Parlamento eligió primer ministro a Sargsyan.

Como respuesta a la designación, los líderes del movimiento de protesta hicieron un llamamiento a la desobediencia civil. Los estudiantes universitarios salieron a la calle en ciudades y pueblos de todo el país. Obstruyeron el tráfico en el centro de Ereván y bloquearon las puertas de los vagones del metro. A los manifestantes se unieron masas de gente normal y corriente que, a la hora convenida, empezaron a golpear cazos y sartenes o a tocar el claxon de sus vehículos.

La reacción de las autoridades dio más fuelle a las protestas. En algunas ciudades armenias, las fuerzas de seguridad visitaron a los padres de los jóvenes manifestantes para mantener “conversaciones aclaratorias”. En Ereván la policía arrestó a jefes y a manifestantes corrientes. Sargsyan amenazó con ordenar una operación de represión a gran escala, lo cual despertó el temor a una repetición de los choques de 2008 entre la policía y los activistas, en los que murieron 10 personas de ambos bandos. Miles de manifestantes se lanzaron al centro de la capital. El 22 de abril, más de 100.000 personas llenaron la plaza principal de Ereván, una movilización como no se veía desde el movimiento de liberación nacional hace 30 años.

Al día siguiente, Sargsyan presentó la dimisión, después de reconocer en su declaración que no tenía una idea clara de cuál era la situación del país. De esta forma, no solo es el primer líder posoviético en 15 años que ha cedido el poder pacíficamente por la presión de la calle, sino que ha hecho algo todavía más infrecuente: reconocer sus errores y su desconexión de los ciudadanos.

 

“Un gran maestro del ajedrez”

El ascenso al poder de Sargsyan se produjo gracias a la guerra con Azerbaiyán por Nagorno-Karabaj, el problema fundamental de Armenia desde que recobró la independencia tras la caída de la Unión Soviética. Sargsyan es de Karabaj; el hogar de sus padres, una modesta casa de dos pisos con un jardín bien cuidado y un porche, se encuentra a las afueras de la capital de facto de la región, Stepanakert. Adquirió prestigio como director de logística civil, cuando este territorio de población armenia exigió separarse de Azerbaiyán y unirse a Armenia y el conflicto se intensificó hasta convertirse en una guerra abierta.

Las fuerzas armenias dominaron en dos años de combates y expulsaron a los azeríes de casi todo el territorio de Nagorno-Karabaj, una antigua región autónoma y siete distritos vecinos pertenecientes a Azerbaiyán. La guerra terminó con un alto el fuego en 1994, pero los dos bandos nunca llegaron a sellar un acuerdo de paz. Sargsyan se trasladó a Ereván, donde pronto se hizo cargo del Ministerio de Seguridad. En 2008 fue elegido presidente.

La presidencia de Sargsyan coincidió con la crisis económica mundial y la creciente agresividad de Rusia respecto a sus vecinos inmediatos. El conflicto de Nagorno-Karabaj había supuesto el cierre de las fronteras con Azerbaiyán y Turquía, lo cual obligó al país a depender más de Rusia. Al mismo tiempo, Azerbaiyán emprendió una vasta campaña, financiada con el dinero del petróleo, para modernizar sus fuerzas armadas. Armenia, para no quedarse atrás, recurrió todavía más a Moscú para obtener armamento, ayuda económica para el desarrollo del Ejército y protección (Rusia, a pesar de su alianza con Armenia, vende armas a las dos partes). En los últimos años, la falta de resultados del proceso de paz ha endurecido las posiciones de ambos. Mientras tanto, Sargsyan fue reafirmando su poder interno y forjó pactos con los principales actores políticos y económicos del país. “Ha construido una pirámide y nadie puede hacer nada al respecto” explicó un opositor en una de mis primeras visitas a Ereván a finales de 2016.

Los periodistas apodaban a Sargsyan “el gran maestro del ajedrez” por su capacidad para engañar a sus rivales y su admiración declarada por este juego. Sin embargo, últimamente, el presidente, próximo ya a los 70 años, parecía agotado. Varios miembros de su partido dicen que había restringido sus comunicaciones a su círculo más íntimo y había limitado su contacto con la prensa. Los periodistas se quejaban de que, durante los viajes presidenciales por el país, solo se les permitía grabar imágenes después de que se hubiera ido él, “al parecer, para que no hiciéramos de pronto demasiadas preguntas”, sugiere uno.

 

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Soldados del Ejército de Armenia en la frontera que separa Nagorno- Karabaj de Azerbaiyán. (Brendan Hoffman/Getty Images)

¿Y ahora qué?

Tras la dimisión de Sargsyan, todas las fuerzas políticas de Armenia han empezado a prepararse para unas elecciones parlamentarias adelantadas. En principio, los comicios, que se prevén inminentes, podrían apartar a gran parte de la desprestigiada clase dirigente, dada la ira que se ha manifestado en tiempos recientes contra el expresidente. Pero no hay una oposición organizada que pueda sustituirla.

Pashinyan, con la popularidad acumulada durante las manifestaciones de abril, tratará de suceder a Sargsyan como primer ministro. Al día siguiente de la dimisión, Pashinyan pidió a sus seguidores que acudieran con él a nuevas manifestaciones contra los líderes del partido gobernante que aún siguen en sus puestos. Pero se sabe poco de lo que piensa sobre temas importantes como Nagorno-Karabaj. Los votantes pueden pensar que sus promesas de “una Armenia distinta” —y de profundas reformas económicas y militares— son de gran envergadura, pero poco convincentes.

En la primera conferencia de prensa de Pashinyan tras la dimisión de Sargsyan, abarrotada de periodistas nacionales y extranjeros, dijo que no pensaba hacer promesas precipitadas sobre los posibles cambios en la política exterior de Armenia y que estaba dispuesto a luchar por los intereses nacionales y por Nagorno-Karabaj. Manifestó su voluntad de fomentar la convivencia con los funcionarios de la Administración actual, sobre todo los de rango intermedio, pero solo si aceptan la desaparición total del partido de Sargsyan. Si Pashinyan gana las elecciones y se convierte en la máxima autoridad del país, es posible que ponga en marcha investigaciones sobre las acusaciones de corrupción y mala gestión. “Pero no queremos una venganza”, dijo a los periodistas.

En las semanas y los meses por delante, pues, vamos a ver a varias fuerzas disputándose el poder de un país pequeño, con instituciones débiles y un historial de decisiones políticas personalizadas. Y, por otra parte, las señales que llegan de Nagorno-Karabaj son preocupantes.

Hace varias semanas, los líderes de facto de la región informaron a las autoridades oficiales y los parlamentarios de que preveían cierta desestabilización azerí en la línea de contacto, la zona fuertemente militarizada que separa a las tropas armenias de las azeríes. Armenia distribuyó imágenes de vídeo en las que, aparentemente, se veía cómo transportaban armamento pesado azerí hacia las fuerzas armenias. Azerbaiyán negó la acusación. Los copresidentes del Grupo de Minsk de la OSCE —los mediadores internacionales en el conflicto— exigieron a las partes que respetaran el alto el fuego “en este momento tan delicado”.

La última gran batalla, que tuvo lugar en abril de 2016 y fue la más letal desde 1994, causó la muerte de más de 200 personas, en su mayoría militares. Desde entonces, ambos bandos han reforzado su capacidad de combate, por lo que algunos confían más en la posibilidad de lograr una solución militar. Si se reanudaran los enfrentamientos, el número de víctimas, sobre todo entre la población civil, podría ser muy superior al de 2016. En la franja adyacente a la línea de contacto por el lado azerí, de 15 kilómetros de ancho, viven alrededor de 300.000 personas. Y todos los asentamientos armenios en Karabaj, con una población de 150.000, están en el radio de alcance de los misiles y proyectiles de Azerbaiyán.

Por consiguiente, los dos bandos deben obedecer el llamamiento de la OSCE a la contención incluso antes de que se produzca el relevo en la cima en Ereván.

En el lado armenio, los altos mandos militares deben dejar de hablar —como hacen desde finales de 2016— de “ataques preventivos” contra las posiciones azeríes; el resultado probable sería una escalada que provocaría graves bajas entre la población civil. En Azerbaiyán, los políticos deben acabar con sus llamamientos habituales a la guerra. No deben dejarse engañar por la idea de que los problemas actuales de Armenia pueden ofrecer una oportunidad militar: es muy probable que una escalada una, rápidamente, a los armenios y prolongue la guerra. Durante la transición armenia, una medida eficaz para prevenir esa situación podría ser el establecimiento de una línea de comunicación abierta entre los militares de ambos bandos. En cuanto se forme un nuevo gobierno en Armenia, las dos partes deberían tomar medidas para acabar con los tres años de punto muerto en las conversaciones de paz.

 

El artículo original ha sido publicado en International Crisis Group.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia