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Una protesta contra el capitalismo en Berlín, Alemania, 2020.Sean Gallup/Getty Images

Dos libros que muestran las vergüenzas de un sistema económico profundamente  injusto.

Contra los zombis: economía, política y la lucha por un futuro mejor

Paul Krugman

Planeta, 2020

The Profit Paradox

Jan Eeckhout

Princeton, 2021

Domesticar el capitalismo en beneficio de los intereses de la población y utilizar las leyes para contrarrestar el poder de la concentración de riqueza fueron dos rasgos que caracterizaron a la época progresista de Estados Unidos en las primeras décadas del siglo XX. Un periodo que se interrumpió con la Primera Guerra Mundial, pero que se reafirmó a los dos lados del Atlántico después de la Segunda. La combinación de regulaciones gubernamentales, impuestos progresivos, seguridad social y sindicatos fuertes permitió alcanzar una gran prosperidad en América y Europa Occidental. Los ciudadanos respondieron con su confianza en los gobiernos y los movimientos populistas fueron inexistentes. Les Trente Glorieuses, nombre que los franceses dieron a los 30 años posteriores a 1945, tuvieron un brusco final con el enorme aumento de los precios del petróleo en 1973. Entonces reaparecieron una forma de capitalismo más codicioso y una política cada vez más sectaria, sobre todo en Estados Unidos y Gran Bretaña. Las desigualdades y la inseguridad en los países occidentales han debilitado la fe de la población en los gobiernos. Y en EE UU socavaron incluso la integridad de las elecciones. En el Reino Unido, la siniestra contribución de Cambridge Analytica al resultado del referéndum sobre el Brexit puso en tela de juicio la integridad del proceso.

Hace tres décadas, en Estados Unidos estaban muy claras las líneas divisorias. Los demócratas eran el partido de la rectitud fiscal, con toda la autoridad de los economistas académicos de su parte. Paul Krugman fue uno de los muchos economistas brillantes que estaban convencidos de que podían ser analistas políticamente “neutrales” y así ayudar a que los políticos gobernaran de forma más eficaz. El modelo predominante en el MIT, que tuvo sus equivalentes en Reino Unido pero menos en Alemania, fue la síntesis neoclásica elaborada en los años 40 por Paul Samuelson. En términos generales, aceptaba la receta keynesiana para la política macroeconómica pero gustaba de desarrollar unos modelos inteligentes que demostraban, por poner un ejemplo, las drásticas repercusiones de imperfecciones del mercado como la escasez de información. Krugman era un experto en este tipo de alta economía basada en modelos matemáticos que, a mediados de los 90, estaban cada vez más alejados de la realidad que vivía la gente trabajadora.

En 1997, Krugman criticó el movimiento antiglobalización en un artículo publicado en Slate titulado “Elogio de la mano de obra barata”, por no ser capaz de comprender que “es mejor tener empleos malos con salarios bajos que no tener empleo en absoluto”. Esta política que pasaba por progresista en Estados Unidos, Gran Bretaña y cada vez más en Europa Occidental no estaba prestando atención al aumento de la desigualdad de rentas y el consiguiente incremento de la pobreza. El perspicaz economista Dani Rodrick ya había comprendido la que llamó “paradoja de la globalización”, que estaba repartiendo dividendos en Occidente a quienes ya eran ricos, es decir, a una minoría. La crisis asiática de 1998 y, poco después, la presidencia de George W. Bush obligaron a profesores como Paul Krugman y Larry Summers a reexaminar su postura, ante hechos como unas elecciones que muchos consideraron “robadas”, las mentiras que condujeron a la guerra de Irak, el negacionismo climático y los recortes fiscales para los ricos. La gran diferencia entre EE UU y Europa, que explica por qué son mucho mayores las desigualdades en el primero, es la falta de un sistema de bienestar para todos, porque, como ha destacado el historiador Adam Tooze, “bienestar, en Estados Unidos, equivale a raza”.

Paul Krugman tardó nada menos que 15 años, hasta la crisis financiera de 2008, en dejar de ser el guardián del statu quo para convertirse en su crítico más feroz. Durante la crisis asiática había criticado al FMI por sus recetas de austeridad. Incluso llegó a defender los controles de capitales. Utilizaba su columna del diario The New York Times para analizar con una ferocidad forense qué era lo que fallaba, no solo en la política y la sociedad estadounidense sino en la disciplina económica que había influido tanto en él y otros santones cuyos consejos al gobierno no consideraban políticos, sino algo más puro: “técnicos”. Fue brutal en sus críticas al gobierno del Reino Unido cuando David Cameron defendió las medidas de austeridad, seguido inmediatamente por Alemania. Dichas medidas causaron enormes daños en países como Grecia, España e Italia. Krugman tuvo la honradez —que no tuvo ningún dirigente de Gran Bretaña, Alemania ni Francia— de reconocer que lo que él y otros economistas habían considerado siempre una política económica “responsable” estaba impregnada de intereses de clase.

Contra los zombis es un libro esencial para cualquiera que esté interesado en la política y la economía moderna. Krugman tardó mucho más que Rodrick en comprender que el populismo de derechas tiene raíces económicas, aunque a menudo se asocie a un conflicto de identidad y principios. Rodrick afirma que lo que no les vendría mal a muchos países es una dosis de populismo de izquierdas, es decir, un New Deal atrevido. Dice que los partidos de centro izquierda deberían coordinar el mercado de trabajo, la industria y la política tecnológica para proporcionar “empleo de calidad” y supeditar la política internacional a esa prioridad nacional.

Cuando Krugman publicó su libro no podía prever la enorme dimensión del plan de rescate y las propuestas de inversión en infraestructuras que ha presentado Joe Biden. No podía prever que la UE, encabezada por Francia, España e Italia, iba a romper la disciplina fiscal alemana y a ofrecer un plan económico de rescate mucho más audaz que el de 2008. Da la impresión de que la economía social de mercado está en pleno regreso al futuro, como escribió recientemente el comentarista de Financial Times Martin Sandbu. Las políticas que se están practicando a los dos lados del Atlántico tienen un fuerte apoyo social y la izquierda ya no está desaparecida. Los populistas de derechas han aprovechado la disrupción económica y la polarización social en los países más avanzados para catalizar y movilizar a la gente con argumentos nativistas y etnonacionalistas. Da la impresión de que Biden lo ha comprendido muy bien, igual que muchos líderes europeos. Los llamamientos a filas con consignas racistas, ya sean como las de Trump o como las de Le Pen, perderán parte de su atractivo si hay más empleo de calidad y no se eliminan determinados impuestos a los ricos, tal como hizo Emmanuel Macron cuando llegó a la presidencia. Los chalecos amarillos y otros movimientos de protesta en la historia europea reciente se deben en gran parte a que cada vez hay más diferencias de riqueza que, por ejemplo, han llevado a Gran Bretaña a niveles anteriores a la Primera Guerra Mundial. Krugman, con 4,6 millones de seguidores en Twitter, tiene un altavoz muy potente.

El libro The Profit Paradox es más estrictamente técnico y mucho menos ambicioso, pero aborda un aspecto crucial de lo que ha sucedido en el mundo económico desde 1980. Jan Eeckhout dice que las empresas todopoderosas han recudido los salarios de los trabajadores en todo el mundo. La productividad ha aumentado tremendamente desde 1980 y, sin embargo, los salarios han disminuido, especialmente en el caso de los trabajadores no cualificados. Pero incluso los profesionales cualificados están perdiendo dinero. La parte de la economía que representan los costes laborales han caído del 65% al 58% en este periodo, y eso si se incluyen los ingresos de los que más ganan, que han crecido mucho. No es extraño que los trabajadores y una parte cada vez mayor de la clase media piensen que no les interesa en absoluto mantener el sistema: la consecuencia es el malestar político que da pie al populismo y a elevados índices de abstención.

Eeckhoutva más allá y explica que empresas como Amazon podrían muy bien permitirse rebajar los costes, lo que significaría más volumen, pero mantienen altos los precios para controlar la demanda y los salarios bajos sin perder su poder de mercado. Los reguladores antimonopolios y los políticos de todas las tendencias permanecen en silencio ante un dato muy significativo: antes de la crisis de 1929, Sears y A&P, los dos mayores almacenes de Estados Unidos, tenían una cuota de mercado del 3%. Hoy, Walmart y Amazon, también en EE UU, controlan el 15% de las ventas al por menor. Los magnates deshonestos de principios del XX han vuelto y los partidos de izquierda no tienen nada que decir. Algunos quizá piensen que el autor quiere provocar, pero a lo mejor es simplemente sincero. Si los políticos no utilizan las leyes antimonopolio y arrebatan a las empresas los datos que pertenecen en realidad a los consumidores, la democracia occidental correrá peligro. El libro empieza con una cita de George Orwell que parece hecha a medida: “Lo malo de las competiciones es que alguien sale vencedor”. Un mundo en el que la empresa estadounidense Mylan vende un dispositivo antialérgico llamado EpiPen, cuya fabricación cuesta 35 dólares, por 609 dólares frente a los 94 que costaba en 2007, está pidiendo a gritos una revolución.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.