No son Twitter ni Facebook los que están reinventando el planeta. Ochenta años después de que viera la luz la primera emisión comercial, la televisión sigue dominando nuestro mundo. Y debemos un aplauso a las legiones crecientes de teleadictos: es posible que, después de todo, esos culebrones indiquen el camino hacia el futuro.

 

La televisión”, se lamentaba el escritor de ciencia-ficción Ray Bradbury en 1953, es “esa bestia insidiosa, esa Medusa que convierte en piedra a mil millones de personas cada noche y las hace quedarse absortas, esa sirena que llama y canta y promete tanto y, al final, da tan poco”. Bradbury no fue el único en indignarse: la televisión ha recibido tantas críticas como aplausos desde que comenzaron las primeras emisiones, en 1928. Sus detractores, desde los asqueados defensores de lo políticamente correcto hasta los indignados guerreros conservadores de la cultura, le echan la culpa de la mala salud, la ignorancia y la decadencia moral, entre otros males variados. Algunos van más allá: según una fatua reciente emitida en India, la televisión es “casi imposible de usar… sin pecado”. El año pasado, un destacado clérigo saudí dijo que era permisible matar a los ejecutivos de las emisoras de televisión por difundir la sedición y la inmoralidad.

Entonces, ¿será la rápida proliferación planetaria de televisores y canales digitales y por satélite a rincones del mundo en los que aún no se ha oído hablar de Internet la causa de la decadencia mundial que temen esos críticos? No parece. Un mundo de teleadictos sentados ante sus televisores digitales tendrá sus inconvenientes: menos boleras y más bolos en la Wii. Quizá sea un mundo con más obesidad, o no, según a quién se le pregunte. Pero también puede ser un mundo más igual para las mujeres, más saludable, mejor gobernado, más unido frente a las tragedias mundiales y más aficionado a votar en las versiones locales de la edición americana de Operación Triunfo que a disparar contra la gente.

La televisión, esa tecnología de la década de 1920 que tantos de nosotros damos por descontada, sigue representando un poder transformador –para bien– para decenas de millones de personas, y el mundo está empezando a comprenderlo ahora. El alcance posible de esa transformación es inmenso: en 2007, había más de un televisor por cada cuatro personas en el planeta, y 1.100 millones de hogares tenían uno. Para 2013 se habrán conectado por encima de 150 millones de hogares más.

En nuestro entusiasmo colectivo por las últimas herramientas de redes sociales, como Twitter y Facebook, hemos pasado por alto las connotaciones de esta próxima era de la televisión –índices más bajos de natalidad entre las mujeres pobres, menor corrupción, mayores índices de matriculación en enseñanza secundaria–, a pesar de que tienen un impacto mucho más general. Y la programación directamente educativa no es la única que está transformando el mundo a través de esos televisores. Los programas que muchos desprecian como basura –desde programas en los que se canta y se baila hasta Mujeres desesperadas– los consumen con avidez pobres de cualquier parte del mundo que están accediendo a la televisión por primera vez. Es una fuerza poderosa que difunde la ostentación y el drama pero también el cambio social.

           
Incluso en países pobres, el 80% de los hogares tiene televisor
           

La televisión es la planta invasora de los bienes de consumo duraderos. Se extiende por las comunidades con increíble velocidad. No hay más que ver cómo ha crecido el acceso a ella en las áreas rurales de un país pobre, Indonesia: a los dos años de la llegada de la electricidad a una aldea, el promedio de televisores alcanzó el 30%. A los siete años, el 60% de los hogares tenía televisor; y eso en zonas en las que la renta media era de unos 2 dólares al día. Menos del 5% de esos mismos hogares poseía frigoríficos. La televisión es tan querida que, en las vastas zonas del mundo en las que aún no existen redes eléctricas, la gente enchufa sus aparatos a baterías; en algunos países pobres, como Perú, hay más hogares con televisor que con electricidad.

Como consecuencia, la televisión está alcanzando rápidamente una ubicuidad mundial. Aproximadamente la mitad de los hogares indios tiene un televisor, frente a menos de un tercio en 2001; en Brasil, la cifra es más de cuatro quintas partes (en cambio, sólo el 7% de los indios utiliza Internet, y alrededor de un tercio de los brasileños). En lugares como Europa y Norteamérica, el 90% o más de los hogares tiene televisor. Incluso en países tan pobres como Vietnam y Argelia, los porcentajes superan el 80%. Pero las posibilidades de que verdaderamente aumente el acceso (y el impacto) están sobre todo en los países menos desarrollados, como Nigeria y Bangladesh, donde los índices de penetración están todavía muy por debajo del 30%.

Si la explosión del acceso es la primera revolución mundial de la televisión, la segunda será la explosión de la elección. En 2013, la mitad de los televisores del mundo recibirá señales digitales, lo cual significa acceso a muchos más canales. Las emisiones digitales aprovechan un mayor número de señales emitidas por cable o por satélite. En India, casi dos tercios de los hogares que tienen televisor poseen ya una conexión de cable o de satélite. Y en Estados Unidos, un indicador de las tendencias televisivas mundiales, la difusión del cable desde 1970 ha hecho que los canales convencionales, cada vez más numerosos, tengan que repartirse una proporción cada vez menor de la audiencia; ha bajado del 80% al 40% en los últimos 35 años. El hogar estadounidense medio tiene acceso hoy a 119 canales, y un fenómeno similar está extendiéndose rápidamente por todo el mundo.

La explosión de la capacidad de elección está debilitando en todo el mundo el poder de los burócratas, que, en muchos países, dirigían o controlaban la programación o regulaban de forma muy estricta las pocas emisoras existentes. Un estudio realizado hace unos años en 97 países descubrió que, por término medio, el 60% de las cinco principales cadenas de televisión en cada país era propiedad del Estado, y el 32% estaba en manos de pequeños grupos familiares. La programación en los países en vías de desarrollo ha estado muchas veces dirigida a temas muy prácticos; por ejemplo, la televisión rural en China habla con frecuencia sobre los últimos avances en la cría de cerdos. Y la información política se ha apartado a menudo del equilibrio. Pensemos en Hugo Chávez, que se negó a renovar la licencia de RCTV, la cadena más popular de Venezuela, cuando emitió comentarios críticos respecto a su Gobierno. Chávez aparece habitualmente en la cadena estatal con su propio programa –Aló, presidente–, cuyos episodios pueden durar de seis horas a nada menos que 96.

 

Qué ve la gente

Culebrones, culebrones y más culebrones. Pero no todos los dramas son iguales. En Colombia, a los espectadores les gustan las series duras y llenas de violencia entre bandas; en Irán, ven historias de rescates judíos durante la Segunda Guerra Mundial.

 

NOOR
Turquía

Una versión doblada al árabe de este célebre culebrón turco se convirtió en un auténtico fenómeno de cultura popular en todo Oriente Próximo durante su emisión entre 2005 y 2007 y atrajo a millones de fans desde Egipto hasta el Golfo Pérsico, pasando por Gaza y Cisjordania. Está “repleto de maldad, perversión, declive moral y una guerra contra las virtudes”, dijo un clérigo saudí. ¿Qué tiene la serie de peligrosa? Presenta a una joven pareja que mantiene una relación de igualdad, en la que el marido apoya las aspiraciones profesionales de la mujer, y sus amigos son jóvenes musulmanes cosmopolitas que beben y coquetean en pantalla. Por lo visto, a muchas mujeres musulmanas les gustó eso.

 

CARTEL DE SAPOS
Colombia

Drogas, sexo, luchas callejeras y dinero. No, no es la última edición de Grand Theft Auto; es el culebrón más popular de Colombia, Cartel de sapos (“sapos” equivale a “soplones”). Esta serie, que lleva varias temporadas, sigue las vidas de unos personajes atraídos por las perspectivas de riqueza fácil que ofrece el narcotráfico, pero que aprenden que sus esperanzas deslumbradas no se van a hacer realidad: la vida del cartel es sanguinaria y desagradecida. La serie, basada en el libro de Andrés López López, que estuvo un tiempo inmerso en el tráfico de drogas, fue la más vista en Colombia el año pasado, con más de un millón de espectadores de 18 a 49 años.

 

UN GIRO DE CERO GRADOS
Irán

Mientras el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad se dedicaba a ocupar los titulares internacionales negando el Holocausto, sus compatriotas seguían apasionadamente un drama que presenta el terror que vivieron los judíos en la Francia ocupada por los nazis. Un giro de cero grados cuenta la historia real de un diplomático iraní, una especie de Oskar Schindler, que ayudó a los judíos a escapar de Europa proporcionándoles pasaportes falsos. La serie fue muy popular entre los iraníes, pero su escritor y director dice que además quería demostrar al mundo que Irán no es la caricatura antisemita que suele aparecer en los medios internacionales.

 

KWANDA
Suráfrica

No todos los días alcanza los máximos índices nacionales de audiencia un drama escrito por una organización sin ánimo de lucro. Pero la serie Soul City, del Instituto de Comunicación sobre Salud y Desarrollo Soul City –con argumentos como una esposa que le regala condones a su marido, que es un mujeriego, y el remordimiento de un esposo por haber maltratado a su cónyuge– lo ha conseguido. Soul City ha adquirido tal popularidad que la ONG va a iniciar un nuevo “programa de transformación comunitaria” este otoño. Como Soul City, Kwanda no va a rehuir la controversia. El episodio 7, por ejemplo, examina a los “viejos adinerados que ponen en peligro la vida de las jovencitas”, según los textos de promoción repartidos
por los responsables.

 

LA JOYA DE PALACIO
Corea del Sur

Este culebrón histórico, que sigue las vidas y los amores de la familia real coreana durante el siglo xv, es el producto más importante de la llamada “ola coreana”, la invasión de cultura pop surcoreana que ha barrido Asia oriental en los últimos años. Preocupadas por las “ideas no socialistas” de esas series, las autoridades norcoreanas han creado un escuadrón de policía especial encargado de luchar contra los contrabandistas (ver página 31). Muchos, al parecer, siguen intentando ver programas ilegales, entre ellos el aficionado a La joya del palacio Kim Jong Il, a quien el entonces presidente surcoreano Roh Moo-hyun regaló unos DVD de la serie durante las negociaciones en 2007.

 

Sin embargo los tiempos en los que los discursos presidenciales y la cría de cerdos eran programas de visión obligada se han quedado cada vez más atrás. A medida que aumenten las opciones, la gente tendrá acceso a un abanico más amplio de voces y un número creciente de canales dispuestos a dar a la audiencia lo que verdaderamente quiere. Y lo que quiere parece ser lo mismo en todas partes: deportes, reality shows y culebrones. Unos 715 millones de personas en todo el mundo vieron la fase final de la Copa del Mundo de Fútbol de 2006, por ejemplo. Más de un tercio de la población de Afganistán ve la versión local de Operación Triunfo, Afghan Star. La serie de televisión más popular en todo el mundo es Los vigilantes de la playa, una historia corriente sobre los socorristas en las playas de Santa Mónica, California. La serie se ha emitido en 142 países, y en su apogeo se calculaba que tenía una audiencia de 1.000 millones de personas (hoy, el programa más popular del mundo es el drama médico House, que, según la empresa consultora de medios Eurodata TV Worldwide, el año pasado fue vista por casi 82 millones de personas en 66 países, superando a CSI y a Mujeres desesperadas).

Ghulam Nabi Azad, ministro de Sanidad y Familia de India, ha empezado incluso a promover la televisión como un método de control anticonceptivo. “En los viejos tiempos, la gente no tenía más entretenimiento que el sexo, y por eso había tantos niños”, dijo públicamente en julio. “Hoy, la televisión es la mayor fuente de entretenimiento. Por eso es importante que haya electricidad en cada pueblo, para que todos vean la televisión hasta altas horas de la noche. Cuando acaben las series, estarán demasiado cansados como para mantener relaciones sexuales y se quedarán dormidos”. Azad tiene razón al decir que la televisión ayuda a disminuir el número de nacimientos, pero la experiencia de su país y otros indica que si los programas de televisión consiguen ese efecto es por imitación, y no por agotamiento.

Desde los 70, la cadena Globo de Brasil proporciona una dieta continua de culebrones de producción local, algunos de los cuales tienen hasta 80 millones de espectadores. Los programas son tan poco representativos de la vida diaria en Brasil como Mujeres desesperadas de un barrio residencial típico de Estados Unidos. En un país en el que el divorcio no se legalizó hasta 1977, casi una quinta parte de los personajes femeninos estaban divorciados (y aproximadamente una cuarta parte era infiel). Es más, el 72% de los principales personajes femeninos en los culebrones de O Globo no tenía hijos, y sólo el 7% tenía más de uno. Por el contrario, en 1970, la mujer brasileña media había dado a luz casi seis veces.

Pero los culebrones claramente tuvieron eco entre los espectadores. Según los investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo, cuando la red Globo llegó a nuevas áreas en los 70 y 80, los padres empezaron a dar a sus hijos nombres de personajes de las series. Y las mujeres de esas zonas del país –sobre todo las mujeres pobres– empezaron a tener menos hijos. Vivir en un área a la que llegaba O Globo tenía el mismo efecto sobre la fecundidad de una mujer que dos años más de educación. No como resultado de lo que se mostraba durante las pausas publicitarias, porque, durante casi todo ese tiempo, estuvieron prohibidos los anuncios de anticonceptivos, y el Gobierno carecía de política de control de la población. Al parecer, el retrato de personajes femeninos verosímiles con pocos hijos era un ejemplo social importante.

           
La tele ayuda a disminuir el índice de fertilidad y aumenta la igualdad de sexos
           

La televisión por cable y por satélite quizá tenga un efecto aún mayor sobre la fecundidad en la India rural. Como en Brasil, los programas más populares allí son culebrones centrados en la vida urbana. En esas series, muchas mujeres trabajan fuera de casa, dirigen empresas y controlan el dinero. Además, los personajes de los culebrones suelen tener una educación y pocos hijos. Y son modelos extraordinariamente poderosos: el mero hecho de dar a un pueblo el acceso a la televisión por cable –han descubierto los estudiosos Robert Jensen y Emily Oster– tiene el mismo efecto sobre los índices de fertilidad que prolongar cinco años la escolarización de las niñas.

En Brasil e India, los culebrones ofrecen imágenes de mujeres capacitadas para tomar decisiones que afectan no sólo a los hijos sino a toda una serie de actividades domésticas. La introducción del cable o el satélite en un pueblo, descubrieron Jensen y Oster, va acompañada de una mayor matriculación de las niñas en la enseñanza secundaria y de una mayor autonomía femenina. A los dos años de obtener el cable o el satélite, entre el 45% y el 70% de la diferencia entre las áreas rurales y las urbanas en estos aspectos desaparece. En Brasil, no fueron sólo los índices de nacimientos los que cambiaron con la extensión de O Globo; el número de divorcios aumentó. Quizá tenía razón en presumir uno de los directivos de la compañía propietaria de Afghan Star. Cuando este año una mujer consiguió colocarse entre los cinco finalistas, él dijo que eso iba a “hacer más por los derechos de las mujeres que todos los millones de dólares gastados en anuncios de servicio público en televisión”.

Los efectos saludables de la televisión van mucho más allá de la reproducción y de la igualdad de sexos. Según un estudio del Banco Mundial entre jóvenes de las barriadas de favelas en Fortaleza, Brasil, los chicos que ven la tele fuera de la escuela tienen muchas menos probabilidades de consumir drogas (o incluso las chicas de quedarse embarazadas). El poder de la televisión para reducir el consumo de drogas entre la juventud es dos veces mayor que tener una madre relativamente bien educada. Y, aunque quizá no sean tan persuasivas como las telenovelas y los reality shows, unas campañas bien elaboradas también pueden ejercer mucha influencia. En Ghana, donde sólo el 4% de las madres se lavaba las manos con jabón después de defecar y menos del 1% antes de dar de comer a sus hijos, la situación cambió gracias a una campaña de emisiones publicitarias que destacaban que la gente come “algo más que arroz” si las personas que lo preparan no se lavan las manos como es debido antes de hacerlo.

La televisión es una forma de educación en sí, y en vez de chocar con la educación formal, como parecen indicar años de quejas de los padres, puede incluso mejorarla. Por ejemplo, en Estados Unidos, los niños que tuvieron acceso a la televisión en los 50 –niños pequeños que veían programas educativos de tanta calidad como Te quiero, Lucy– tuvieron en general mejores notas en 1964, según las investigaciones llevadas a cabo por Matthew Gentzkow y Jesse Shapiro, de la Universidad de Chicago. Hoy, más de 700.000 alumnos de secundaria en remotas aldeas mexicanas ven los programas de clases televisadas de Telesecundaria. Aunque los alumnos comienzan el programa con notas inferiores a la media en Matemáticas y Lengua, cuando terminan se han puesto al día en Matemáticas y han reducido a la mitad el fracaso en Lengua.

También se puede decir que las pruebas de que la televisión es responsable del penoso estado del discurso cívico son, cuando menos, ambiguas. Según las investigaciones de Ben Olken, una mejor recepción de la televisión en los pueblos javaneses de Indonesia implica un grado sustancialmente menor de participación en las actividades sociales y una menor confianza en los demás. Los pueblos con acceso a un canal más de televisión sufren un declive del 7% en el número de grupos sociales. En Estados Unidos se han encontrado resultados semejantes. Pero una mejor recepción de la televisión no parece afectar al nivel del debate en las reuniones de los pueblos ni a los niveles de corrupción en un proyecto de carretera emprendido durante el estudio de Olken. Y un examen de la historia de los primeros tiempos de la televisión en Estados Unidos, realizado por Markus Prior, sugiere que las regiones que tenían acceso a más canales en los 50 y 60 experimentaron un aumento de la cultura política, el interés por ella y la asistencia a las urnas, sobre todo entre los espectadores menos educados.

En un sentido más amplio, ¿influye la televisión en la gobernanza? Aquí, lo importante parece ser el grado de competencia, un indicio esperanzador dado que el futuro de la televisión mundial será seguramente mucho más competitivo. Si el único canal que ven los espectadores tiene unas informaciones tendenciosas, no es extraño que la gente se incline en esa dirección. La cadena Globo de Brasil, por ejemplo, con todo su efecto positivo sobre los índices de natalidad, ha desempeñado un papel menos positivo en la información imparcial. Mantiene desde hace mucho tiempo una relación estrecha con el Gobierno y domina el mercado. En las elecciones de 1989 –una campaña en la que O Globo apoyó claramente al candidato presidencial de la derecha, Fernando Collor de Mello–, la diferencia entre la gente que no veía nunca la televisión y la que la veía con frecuencia implicó un 13% más de probabilidades de votar por Collor, según averiguó el estudioso Taylor Boas. Pero ahora que proliferan los canales casi en todas partes, a los que controlan la televisión seguramente les cuesta mucho más influir en las elecciones. En Estados Unidos, por ejemplo, que tiene tantas opciones, no hay una relación clara entre las horas de televisión y las pautas electorales, pese a que quienes ven determinados canales tienen más probabilidades de votar republicano o demócrata.

 

LAS SERIES DE TV MÁS POPULARES DEL MUNDO

Después de estudiar 66 países, con 1.600 millones de espectadores en total –desde Australia hasta Japón, desde Letonia hasta Venezuela–, Eurodata TV Worldwide ha identificado los programas más vistos en el planeta en 2008. ¿Qué le gusta ver al mundo?

 

Luego está la corrupción. Pensemos en los sobornos que tuvo que pagar el jefe de la policía secreta peruana Vladimiro Montesinos para impedir que hubiera competitividad en la información durante los 90. Le bastaron 300.000 dólares al mes para sobornar a la mayoría de los congresistas del país, y unos 250.000 dólares al mes para sobornar a los jueces; una auténtica ganga. Sin embargo, tuvo que gastar aproximadamente tres millones de dólares al mes para sobornar a seis de los siete canales de televisión y garantizar una cobertura favorable al Gobierno. Lo bueno es que, por lo que se ve, la competencia en el Cuarto Poder electrónico tiene la capacidad de hacer que sea más caro gobernar un país de forma corrupta.

Una cosa es la corrupción, pero ¿podría la televisión ayudar a resolver un problema que tenemos desde antes de que Sumer y Elam se enfrentaran en la batalla de Basora, en el año 2700 a. de C.: hacer que los países dejen de luchar unos con otros? Tal vez.

Los investigadores estadounidenses que estudian la violencia en televisión discuten ferozmente si esa violencia se traduce en una conducta más agresiva en la vida real. Pero, al menos desde una perspectiva más amplia, la televisión puede desempeñar un papel a la hora de reducir la amenaza bélica en el mundo. No es que las informaciones televisivas sobre muerte y destrucción reduzcan necesariamente el apoyo a guerras ya comenzadas; ése es un argumento que se desata siempre, desde Vietnam hasta la guerra de Irak. Es más bien porque, al alimentar un creciente cosmopolitismo mundial, la televisión puede hacer que la guerra parezca menos atractiva desde el principio. La idea de que las comunicaciones son fundamentales para construir una buena voluntad entre diferentes culturas es una idea antigua. Karl Marx y Friedrich Engels sugirieron en el siglo xix que el ferrocarril era vital para afianzar rápidamente la unión de la clase obrera: “Esa unión, que los burgueses de la Edad Media, con sus caminos miserables, tardaron siglos en conseguir, y que los modernos proletarios, gracias a los ferrocarriles, han creado en unos cuantos años”, escribieron en el Manifiesto Comunista. Si las redes de ferrocarriles del mundo pueden tener tal impacto, seguramente una cadena de televisión tiene aún más.

El hecho de que la camiseta de baloncesto de Kobe Bryant (nacido en Filadelfia y que juega en Los Angeles Lakers) se venda mucho más que la de Yao Ming (nacido en Shanghai y que juega en los Houston Rockets) en China es un ejemplo de ese cosmopolitismo mundial creciente. La considerable reacción de los telespectadores de todo el mundo ante imágenes de la hambruna en Etiopía o el tsunami en Asia demuestra también que la televisión es una poderosa fuerza que acorta la distancia emocional entre los pueblos, dentro de cada país y entre unos países y otros. En Estados Unidos, cada minuto adicional de información sobre el tsunami en los programas de la noche aumentó las donaciones a las organizaciones de socorro un 13%, según las investigaciones del William Davidson Institute. Y el análisis de la opinión pública estadounidense indica que, cuando se informa más sobre un país en los informativos vespertinos, aumenta la simpatía y el apoyo que suscita.

Desde luego, hasta qué punto la televisión ayuda a alimentar el cosmopolitismo depende de lo que vea la gente. Los ciudadanos de Oriente Próximo que sólo veían los canales de noticias árabes estuvieron menos de acuerdo en que los atentados del 11 de septiembre eran obra de terroristas árabes que los que habían visto las informaciones occidentales, según los investigadores Gentzkow y Shapiro, incluso teniendo en cuenta otros factores creadores de opinión, como la educación, la lengua y la edad. Del mismo modo, en la primavera de 2003, el tono y el contenido de la cobertura de la invasión terrestre de Irak fue muy distinto en Al Yazira que en los informativos estadounidenses y británicos, y seguramente eso contribuyó a reforzar distintas actitudes respecto a la guerra. Pero, con la penetración cada vez mayor de BBC World News y CNN en Oriente Próximo, y de Al Yazira en Occidente, por lo menos existen más posibilidades de comprender lo que piensa el otro bando.

El hecho de que los culebrones y los reality shows puedan ayudar a resolver los problemas de la vida real no quiere decir que los políticos de todo el mundo deban adoptar la televisión como suprema receta política. Por supuesto, hay unas cuantas cosas que los gobiernos pueden hacer para encaminar ese poder de la televisión en una dirección positiva, como patrocinar anuncios de servicio público bien concebidos. Ahora bien, en general, los políticos deberían prestar menos atención a la televisión. No deben limitar el número de canales ni inmiscuirse en los informativos. Un mercado vibrante y competitivo de televisión que emita sin cesar Days of Our Lives o Días de Nuestras Vidas puede tener hasta más impacto que los programas educativos bien intencionados. Y la competencia es crucial para garantizar que la televisión ayude a informar a los votantes, no sólo a adoctrinarlos.

En un futuro no muy lejano, es muy posible que el mundo vea 24.000 millones de horas de televisión al día, una media de cuatro horas por cada persona en el mundo. Algunas de esas horas podrían emplearse mejor, plantando árboles, ayudando a viejecitas a cruzar la calle o jugando al críquet. Pero ver televisión pone a la gente en contacto con ideas nuevas y gente distinta. Con ello llegan nuevas oportunidades, una mayor igualdad, una mejor comprensión del mundo y una nueva apreciación de las complejidades de la vida para una afgana que aspira a ser estrella del pop. No está mal para una Medusa y una sirena a la que se acusa de ofrecer tan poco.  














¿Algo más?






 

Charles Kenny ha escrito mucho sobre tecnología y pobreza, empezando por ‘Development’s False Divide’ (FOREIGN POLICY, enero/febrero de 2003), en el que se pregunta si Internet será verdaderamente una ayuda para los pobres del mundo. Desarrolla la idea en su libro Overselling the Web?: Development and the Internet (Boulder, Lynne Rienner Publishers, 2006). Kenny examina más en general este concepto en su blog, www.charleskenny.blogs.com.

Matthew Gentzkow y Jesse Shapiro encuentran en ‘Preschool Television Viewing and Adolescent Test Scores: Historical Evidence from the Coleman Study’ (The Quarterly Journal of Economics, febrero de 2008), que ver la televisión de niños mejora las notas posteriormente. En ‘The Power of TV: Cable Television and Women’s Status in India’ (The Quarterly Journal of Economics, de próxima publicación), Robert Jensen y Emily Oster descubren correlaciones impresionantes entre la cantidad de televisión que ven los adultos y el descenso de los índices de fecundidad, entre otros resultados positivos.

Steven Johnson está de acuerdo en que la televisión –incluso los programas basura– puede tener grandes beneficios sociales, una teoría que detalla en Everything Bad Is Good for You: How Today’s Popular Culture Is Actually Making Us Smarter (Riverhead Books, Nueva York, 2005).

Hay escépticos del desarrollo que condenan todo el concepto por considerarlo ideología occidental, entre ellos William Easterly en ‘The Ideology of Development’ (FOREIGN POLICY, julio/agosto de 2007). Mientras tanto, los investigadores Dimitri A. Christakis y otros llegan a la conclusión de que la televisión puede tener sus inconvenientes, como trastornos de atención en los niños (‘Early Television Exposure and Subsequent Attentional Problems in Children’, Pediatrics, abril de 2004).