El presidente chino, Xi Jinping (izquierda) y su homólogo ruso, Vladímir Putin (derecha), en la ceremonia de apertura de unos ejercicios navales conjuntos, mayo 2014. Alexey Druzhinin/AFP/Getty Images
El presidente chino, Xi Jinping (izquierda) y su homólogo ruso, Vladímir Putin (derecha), en la ceremonia de apertura de unos ejercicios navales conjuntos, mayo 2014. Alexey Druzhinin/AFP/Getty Images

Las estrategias de influencia, así como los intereses comunes, de Moscú y Pekín en las repúblicas centroasiáticas.

En 2006, en una visita oficial a Indonesia, Javier Solana, Alto Representante de la UE, fue lisonjeado con estas palabras por el presidente del país, Susilo Bambang: "Si pudiera volver a nacer, quisiera hacerlo en Europa". Hoy, el continente europeo no despierta tanta ilusión en los países emergentes. Cierto, continuamos teniendo una gran presencia comercial. Somos -para orgullo nuestro- una potencia civil que enfatiza la diplomacia antes que la coerción, que prima la centralidad de la mediación en la solución de los conflictos. Todo ello en abierto contraste con la actuación de las grandes potencias. Sin embargo, vivimos ahora una época caracterizada por el auge de nuevos actores en las relaciones internacionales, un mundo en el que la multipolaridad regional ha erosionado la influencia económica, política y cultural occidental.

Hablo de un mundo que se extiende desde los montes Urales (en territorio ruso y kazajo) hasta el Pacífico. Mundo en el que desde hace un par de décadas China, Rusia, India, Pakistán, Irán y Estados Unidos (estos no en todo el área) están crecientemente activos. Cinco repúblicas centroasiáticas, todas ex soviéticas (Kazajistán, Turkmenistán, Kirguizistán, Uzbekistán y Tayikistán), son más que actores, objeto de relaciones internacionales de la zona. Todas ellas de población mayoritariamente musulmana: Kazajistán (70%), Turkmenistán (89%), Kirguizistán (80%), Uzbekistán (90%), Tayikistán (98%). En Uzbekistán y Tayikistán es donde se registra mayor actividad del fundamentalismo islámico (cuanto más autocracia y represión mayor islamismo).

El interés de Rusia en Asia Central -aparte de su preocupación por el extremismo islámico (preocupación que es aún mayor para Pekín)- es económico, pero quizás aún más, geoestratégico, en cuanto que esas cinco repúblicas pertenecieron a la URSS y -en el actual tablero estratégico- el prestigio e influencia de la Rusia de hoy crecerían con la inclinación de estas por Moscú.

No obstante, el interés y la actividad de China en la zona es mucho mayor, por razones estratégicas, económicas y de seguridad. En tan sólo una década, Pekín se ha convertido en un actor muy importante en las relaciones internacionales (incluida su contribución a Naciones Unidas en operaciones de mantenimiento de la paz) en África, América Latina, pero sobre todo en Asia Central y Oriental. Y en Asia Central ha devenido la principal potencia, desplazando a Moscú y Washington . En septiembre de 2013, el presidente chino, Xi Jinping, realizó un viaje de 10 días a la zona y firmó muy importantes acuerdos con cuatro de las repúblicas. Ni un solo presidente estadounidense ha viajado a ellas, mientras que los mandatarios chinos anteriores a Xi lo hicieron en repetidas ocasiones. La presencia comercial de Pekín y en financiación de infraestructuras es apabullante. Ha financiado el ducto Turkmenistán-Uzbekistán-Kazajistán-China y el ferrocarril Uzbekistán-Kirguistán-China. Pero no sólo financia los conductos que llegan a China, sino también algunos dentro de las propias repúblicas centroasiáticas. Por ejemplo, hace un año, los presidentes chino y kazajo inauguraron un gasoducto que cubre el sur de Kazajistán, una de las áreas más subdesarrolladas del país.

El presidente ruso, Vladímir Putin, que es consciente de la ventaja china, se esfuerza -hasta hoy sin demasiado éxito- en reavivar la convaleciente Comunidad Económica Euroasiática, para crear una unión aduanera y finalmente unión económica con las repúblicas centroasiáticas, hoy en gran medida rendidas a China. Moscú quiere convencer a la opinión internacional de que la marca Eurasia tiene connotaciones ideológicas en virtud de las cuales Rusia y sus antiguas repúblicas soviéticas comparten valores europeos y asiáticos, lo que facilitaría la tarea de, encabezados por Moscú, tutelar el área territorial entre Europa y Asia. Putin insistió en esta estrategia con motivo de la celebración en Rusia en septiembre de 2012 de la reunión APEC (Asia Pacific Economic Cooperation), augurando que las uniones aduanera, económica y de otro tipo patrocinadas por Moscú en el área llegarían a constituirse en puente entre Europa y Asia-Pacífico. No es, sin embargo, verosímil que -tras el comportamiento del Kremlin en Crimea y Ucrania- tales argumentos calen en Occidente.

Por su parte, las preocupaciones de China giran, internamente, en torno a la imperiosa necesidad de continuar el crecimiento económico que ha posibilitado en una década que 400 millones de personas sean liberadas de la pobreza y devenido clase media. Y, además, a mantener el desarrollo y la estabilidad en sus dos regiones conflictivas: Xinjiang y Tíbet. Externamente, el temor a la desestabilización de Afganistán tras la retirada de las tropas occidentales (lo que también inquieta a Moscú) y la necesidad de afirmarse como gran potencia, capaz de garantizar el enorme aprovisionamiento energético procedente del exterior, imprescindible para asegurar el crecimiento económico y el desarrollo social, garantía a su vez de estabilidad y paz social. En este ámbito, la cooperación chino-paquistaní es excelente y mutuamente beneficiosa. Pekín financia la construcción de una línea férrea y una carretera desde el puerto de Gwadar (Baluchistán), a sólo 120 kilómetros de Irán, a lo largo de 2.500 kilómetros, hasta Kashgar, segunda ciudad de Xinjiang. Su importancia comercial, política y estratégica es enorme. Se trata de que el petróleo que China importa del Golfo arábigo-pérsico desembarque en Gwadar. Ello sustituirá al trayecto actual, de 16.000 kilómetros hasta Shanghai, que atraviesa el estrecho de Malaca, peligroso por su denso tráfico, por la piratería y por ser área de influencia estadounidense.

Casi todos los Gobiernos de esa parte del mundo están preocupados por el crecimiento del islamismo y por la incógnita que supone Afganistán. Miedo que comparten Pakistán e India, ambos temerosos de una potencial desestabilización en las zonas de Cachemira bajo su respectivo control. Piénsese que tan sólo una franja de 22 kilómetros de ancho separa Tayikistán de la Cachemira paquistaní. Incluso Rusia lo está. En septiembre de 2013, en una reunión de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, Putin anunció que prestaría ayuda a Tayikistán para que vigile con mayor eficacia su frontera afgana tras la retirada occidental, advirtiendo que el islamismo que combate en Siria Bachar al Asad podría llegar a los países de Asia Central.

Pekín pretende asimismo reforzar la estabilidad y desarrollo económico-social en los cinco Estados centro-asiáticos para dificultar el auge del fundamentalismo islámico en ellos. Téngase en cuenta que Xinjiang tiene 1.700.000 kilómetros cuadrados, una población de 23 millones (9 millones de ellos uigures, musulmanes) y una frontera de 2.800 kilómetros con Kazajistán, Kirguizistán, Tayikistán y Afganistán. Los uigures comparten lazos étnicos, religiosos y culturales con los pueblos centroasiáticos y hay 300.000 exiliados en Uzbekistán, Kazajistán y Kirguizistán. Por si fuera poco, el Partido Islámico de Turkmenistán pretende instaurar un Estado islámico que comprendería las cinco repúblicas y Xinjiang. De ahí que China y Asia Central -ausente la democracia en ambas- hayan mutualizado la amenaza y tengan como común denominador la represión de todo activismo que se les oponga. En este asunto, la rivalidad chino-rusa, especialmente tras la aparición del Estado Islámico en Irak y Siria, quedará provisionalmente aparcada.

En cuanto a las respectivas posiciones de la Unión Europea y de los Estados Unidos en Asia Central. En primer lugar, ambos -además de la asistencia financiera y ayuda humanitaria a la región- persisten en la promoción de la democratización y defensa de los derechos humanos, en cuanto señas de identidad occidentales que se desean universalizar. Pero ello no es del gusto ni de las repúblicas centroasiáticas ni de Rusia o China. En mayor o menor medida, todos lo consideran injerencia en los asuntos internos. Cuanto mayor énfasis ponía Occidente en esas señas de identidad, más se tensaba la relación entre ambas partes.

Por otro lado, es obvio que Asia Central no constituye una prioridad de la política exterior de la UE, comparable a la política de vecindad para con el Mediterráneo o Europa Oriental o para con la propia Rusia o China, ni ha habido históricamente presencia colonial europea que pudiera agudizar la atención. Por su parte, si bien obligado por su condición de gran potencia global, Washington presta atención y a menudo acción global, la atracción por Asia Central vino dada sobre todo por la guerra de Afganistán. La región era importante para el transporte de material y equipos de toda naturaleza con destino a territorio afgano. De ahí que consiguiera ya en 2001 que Kirguizistán le alquilara la base de Manas, clave para el objetivo mencionado. La presión rusa hizo que el arrendador estableciera el límite temporal del alquiler en julio de 2014. Washington se ha retirado el pasado junio, aliviado de que su retirada de Afganistán le releve de buscar un nuevo contrato. Todo ello hace que el interés estadounidense por la región decaiga. Un ejemplo concreto: en 2013 la asistencia financiera descendió en un 13%. La inclinación creciente hacia Asia-Pacífico y la consideración de Asia oriental e India como prioridades a cultivar, entre otras razones, explican el relativo nuevo absentismo de EE UU en la región. Para satisfacción de China y Rusia, que contarán con menor competencia geoestratégica en Asia Central, y que les permitirá concentrarse en su propia rivalidad.