Un cartel muestra los rostros del presidente de EE UU, Donald Trump, y el rey de Arabia Saudí, Salman, en Riad, Arabia Saudí. (FAYEZ NURELDINE/AFP/Getty Images)

Esta rivalidad, probablemente, eclipsará todas las demás fracturas de Oriente Medio en 2018, promovida y agudizada por tres hechos paralelos: la consolidación de la autoridad de Mohammed bin Salman, el enérgico príncipe heredero saudí; la estrategia del Gobierno de Trump hacia Irán, más agresiva; y el fin del control territorial de Daesh en Irak y Siria, que deja margen a Washington y Riad para centrar su foco más directamente en Teherán.

Poco a poco se ven con claridad los perfiles de una estrategia de Estados Unidos y Arabia Saudí (con importante ayuda de los israelíes). Se basa en la hipótesis general de que Irán ha aprovechado la pasividad de los actores regionales e internacionales para reforzar su posición en Siria, Irak, Yemen y Líbano. Washington y Riad pretenden restablecer cierta sensación disuasoria convenciendo a Teherán de que sus acciones pueden costarle tan caras, al menos, como a sus adversarios.

La estrategia parece incluir múltiples formas de presión para contener, arrinconar, agotar y hacer retroceder a Irán. Tiene una dimensión económica (sanciones de Washington), otra diplomática (como se ve en las sonoras acusaciones de Estados Unidos y Arabia Saudí sobre el comportamiento de Irán en la región y el torpe intento de Riad de obligar a dimitir al primer ministro libanés, Saad Hariri), y otra militar (ejercida hasta ahora, sobre todo, por Arabia Saudí en Yemen y por Israel en Siria).

Otra cosa es que vaya a funcionar. Aunque las protestas recientes en Irán han introducido una variable nueva e impredecible, Teherán y sus socios parecen estar aún en una posición sólida. El régimen de Bashar al Assad, respaldado por el poderío aéreo ruso, está ganando en Siria. En todo el país, las milicias chiíes vinculadas a Irán están afianzándose en las instituciones del Estado. En Yemen, la inversión relativamente pequeña de Teherán para apoyar a los hutíes les ha ayudado a hacer frente a la coalición dirigida por Arabia Saudí e incluso a lanzar misiles de un alcance y una precisión sin precedentes contra territorio saudí.

A pesar de dejar patente su empeño de plantar cara a Irán y sus socios, Riad no ha logrado alterar el equilibrio de poder. El intento de forzar la dimisión de Hariri fue contraproducente, no solo porque él la revocó más tarde, sino porque sirvió para unir a todo Líbano y para que Hariri se aproximara más al presidente libanés Michel Aoun y a Hezbolá. En Yemen, el régimen saudí consiguió crear la discordia entre los hutíes y el expresidente Alí Abdulá Saleh, pero, al hacerlo, fragmentó todavía más el país y complicó la búsqueda de un acuerdo y la posibilidad de salir con dignidad de una guerra enormemente costosa no solo para los yemeníes sino para el prestigio internacional saudí. En cuanto al Gobierno de Trump, se enfrenta a obstáculos similares. Hasta ahora, su beligerancia, su negativa a certificar el acuerdo nuclear, las amenazas de nuevas sanciones y el lanzamiento de varios ataques contra objetivos del régimen en Siria no han servido para recortar el poder de Teherán.

Con tantos puntos calientes y tan poca labor diplomática, el peligro de escalada es grande: cualquier paso —nuevas sanciones estadounidenses que Irán consideraría que infringen el acuerdo nuclear; un misil hutí que golpee Riad o Abu Dhabi, y del que Washington y Riad considerarían culpable a Teherán; o un ataque israelí en Siria que cause la muerte de iraníes— podría desencadenar un enfrentamiento más amplio.

 

Este artículo forma parte del especial Las guerras de 2018

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia