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Soldados estadounidenses en su retirada de Afganistán en diciembre, 2020.(John Moore/Getty Images)

La salida de Estados Unidos y la OTAN dejan el espacio libre para la competencia entre otras potencias globales y regionales, y actores armados, por controlar Afganistán. 

Cuando el próximo 11 de septiembre salgan de Afganistán las últimas tropas de Estados Unidos y de los aliados de la OTAN habrá terminado una operación que en dos décadas no logró derrotar a los Talibanes ni eliminar totalmente la presencia de Al Qaeda. Tampoco pudo construir un Estado viable ni acabar con la producción masiva de droga de ese país. Sin la presencia de las tropas de Estados Unidos el débil gobierno afgano corre, además, el riesgo de caer ante los Talibanes en dos o tres años, según análisis de la inteligencia estadounidense.

Situado entre India, Pakistán, China, Irán, Turkmenistán, Uzbekistán, y Tayikistán, desde hace siglos Afganistán ha sido un corredor estratégico y de comercio, a la vez que una zona de disputas entre potencias coloniales y regionales. Esa situación se repite ahora, con diferencias sustanciales.

Estados Unidos se repliega para ocuparse de sus problemas internos, mientras que China está en ascenso. Rusia quiere reconquistar la influencia perdida luego de su intervención militar en Afganistán entre 1979 y 1989, y trata de prevenir que grupos islamistas radicales usen ese país y los Estados de Asia Central para lanzar ataques terroristas. En las tres repúblicas de Asia Central también temen que los Talibanes inspiren y apoyen a grupos insurgentes.

Por su parte, Pakistán e India compiten por influenciar el vecino en común, mientras que diversos grupos insurgentes de Asia Central y Pakistán, además de Al Qaeda, aspiran a usarlo como una plataforma para sus operaciones.  Igualmente, Irán y Arabia Saudí intentan proyectar sus liderazgos religiosos, chií y suní, en Afganistán.

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Elaboración propia. Fuente Long War Journal.

Desconfianza ante Pakistán

La relación de Pakistán con Afganistán es compleja y aparentemente contradictoria. Para Islamabad es importante contar con él como aliado en su pugna con India por la hegemonía regional. A la vez, diversos gobiernos paquistaníes han preferido fomentar la inestabilidad permanente en el país antes que verlo unificado bajo la hegemonía de un gobierno central controlado por la etnia Pashtun (de la cual Pakistán tiene una amplia minoría en su territorio). La mayor parte vive en la denominada Área Tribal Administrada Federalmente (FATA, en sus siglas en inglés). El Estado paquistaní tiene una difícil relación, empezando por un acceso limitado, con esa zona semiautónoma.

Por otra parte, alrededor de un millón de afganos están refugiados en Pakistán, y entre los dos países hay disputas territoriales sobre la frontera. Muchos afganos pastunes consideran que Pakistán tiene que devolver partes de las provincias de Baluchistán, Khyber Pakhtunkhwa y FATA a Afganistán ya que les fueron arrebatadas por el colonialismo británico.

Durante décadas Pakistán ha apoyado a los Talibanes, que ante cada ofensiva de Estados Unidos se replegaban en ese país. Los servicios de inteligencia pakistaníes (especialmente la poderosa Inter-Services Intelligence o ISI) han sido claves en el apoyo a estos y mantienen vínculos con grupos insurgentes afganos, particularmente la Red o clan Haqqani.

Un objetivo de Pakistán ha sido evitar que Afganistán sea un aliado de India. Por otra parte, según el periodista y académico Steve Coll, que ha investigado el papel de Pakistán, la política de boicotear a Estados Unidos en Afganistán fue dirigida desde los más altos estamentos políticos de este país.  Y según el experto en inteligencia Thomas Powers, la ISI pakistaní opera como un estado dentro del Estado con su propia agenda de apoyo a grupos radicales violentos, como Lashkar-e-Taiba, que llevó a cabo el ataque terrorista en Mumbai en 2008.

Dado que Estados Unidos ha elegido a India como su socio principal en la región, Pakistán ha desplegado un delicado juego doble: promover la inestabilidad contra Estados Unidos en Afganistán para que ese país retire sus tropas; y combatir a los Pashtun y otros grupos más radicales, pero permitiéndoles operar cuando actúan en territorio afgano.

En círculos militares y de inteligencia de Washington se considera que en gran medida Estados Unidos, pese a haberle dado una ayuda militar masiva y un apoyo diplomático a Islamabad durante años, perdió la guerra en Afganistán por culpa de Pakistán. Entre 2002 y 2017, EE UU le entregó 33.000 millones de dólares en ayuda civil y militar para combatir el terrorismo. En 2018, la Administración Trump la redujo sustancialmente.

El Gobierno pakistaní de Imran Khan está tratando de reestablecer los vínculos con Estados Unidos para volver a la buena relación que había en el pasado, indicando que ha empujado a los Talibanes a negociar todo lo posible, y que ha abandonado la política de servir de retaguardia a los grupos insurgentes.

En el marco de esta nueva política, en la que la Administración de Joe Biden no parece confiar, en febrero pasado Pakistán anunció que está a punto de finalizar la construcción de una barrera de separación de 2.640 kilómetros en la frontera con Afganistán a lo largo de la denominada Línea Durand. El objetivo es contener la acción de organizaciones armadas que operan en los dos países, como la Red Haqqani, Al Qaeda y Tehreek-e-Taliban Pakistan (TTP). (La Línea Durand fue establecida por el colonialismo británico en 1893, dividiendo a la comunidad Pashtun).

Tensiones entre India y China

India tiene una fuerte presencia diplomática y comercial en Afganistán con lazos estrechos entre los gobiernos de Nueva Delhi y Kabul.  Ante la posibilidad de que los Talibanes se integren en un gobierno coalición o que tomen el poder, India ha intentado acercamientos que han sido frenados por Pakistán.

A partir de los enfrentamientos fronterizos que ha tenido con China en los últimos meses, el gobierno indio ve con preocupación la creciente influencia diplomática y económica de Pekín en este país. Por su parte, el gobierno chino considera que la alta inestabilidad en Afganistán le podría afectar a través de la frontera común que tiene en la provincia de Xinjiang, donde habita gran parte de la minoría de los Uigures.  En el último año, ha habido denuncias de violaciones masivas de los derechos humanos por parte de Pekín hacia esta minoría.

Se estima que varios miles de chinos uigures forman parte de la red global de Al Qaeda, y los líderes de esta y del Estado Islámico se han comprometido a apoyar la yihad contra China en respuesta a sus políticas en Xinjiang.

Como explica Barbara Kelemen, del Central European Institute of Asian Studies (CEIAS), China se ha ido acercando progresivamente hacia Afganistán a través de su política basada en que el desarrollo económico y la conectividad transnacional son la clave para la estabilidad.  Esta es la teoría detrás de la Belt and Road Initiative (BRI) o nueva “ruta de la sede verde”.  En 2016, Pekín y Kabul firmaron un acuerdo de participación de Afganistán en esta iniciativa.

Pekín ha promovido proyectos en minería, infraestructura de transporte y agricultura.  En el primer campo no ha habido avances para explotar cobre, oro y lapislázuli debido a problemas de inseguridad, corrupción y falta de legislación para la actuación de empresas extranjeras.

Sobre las infraestructuras, China se ha centrado en promover los ferrocarriles que vinculen a los dos países con Pakistán y con Asia Central. Pese a algunos avances, el control de los Talibanes sobre áreas como las provincias de Helmand and Kandahar, grandes productoras de opio, lo han obstaculizado. También ha intentado, infructuosamente, promover la exportación de bienes primarios afganos a través de un corredor aéreo Afganistán-China. Más avances ha habido en proveer tecnología digital china.

En el campo de la seguridad, China ha tratado cautelosamente de acercar a los Talibanes con el gobierno afgano, y se presenta como un posible futuro mediador entre Afganistán y Pakistán. Ante la salida de Estados Unidos, el gobierno chino está reforzando la seguridad en la frontera Tajik, y busca fortalecer la capacidad antiterrorista del gobierno a través de la participación de Afganistán en la Shanghai Cooperation Organization (SCO) y la China-Afghanistan-Pakistan-Tajikistan Quadrilateral Cooperation and Coordination Mechanism.

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Una delegación de Talibanes tras asistir a una reunión del proceso de paz con delegaciones de Rusia, China, EE UU, Pakistán, partidos afganos y Catar en Moscú. (Sefa Karacan/Anadolu Agency via Getty Images)

Rusia: solucionar la derrota pasada

Afganistán es también para Rusia una fuente de posible inestabilidad (crimen organizado, islamismo radical, interferencias occidentales) en su flanco sur.

La ex URSS intervino en Afganistán en 1979 con el fin de estabilizar el país y prevenir que fuese usado por Estados Unidos y otras potencias extranjeras como una plataforma y retaguardia. La intervención fue un gran fracaso y una fuente de experiencia para el yihadismo, entonces apoyado por Washington, Londres y Arabia Saudí contra la presencia soviética.

Moscú ha usado la fuerza contra insurgencias islamistas en Chechenia en 1999 y 2009, y la intervención rusa en Siria desde 2016. En los dos casos, la preocupación principal de los estrategas rusos ha sido que organizaciones islamistas radicales externas no lleven a cabo atentados y no establezcan vínculos con la comunidad musulmana dentro de Rusia. La población musulmana en Rusia se calcula está entre 10 y 26 millones de personas según diferentes fuentes.

La intervención de Estados Unidos y la OTAN en Afganistán desde 2003 le hizo temer a Moscú que Washington y sus aliados ampliasen su influencia en Asia Central (como lo habían hecho en la antigua zona de influencia soviética en Europa Oriental).  Cuanto más evidente se hizo que la intervención occidental en Afganistán no lograba ninguno de sus objetivos, Rusia incrementó su interés y vínculos con los Talibanes, de quienes inicialmente desconfiaba. Ante la perspectiva, ahora confirmada, de que las fuerzas estadounidenses se marcharían, el gobierno ruso ha estrechado esos contactos.

Moscú comparte con Estados Unidos el interés en la estabilidad del país, pero la salida de las tropas estadounidenses es una oportunidad para ampliar su influencia. Como explica David G. Lewis, de la Universidad de Exeter, Moscú comenzó a dialogar con los Talibanes primero, con el fin de coordinarse para combatir a la organización armada Islamic State Khorasan Province (ISKP). Y, segundo, para promover una negociación en Afganistán con los principales actores regionales:  India, Pakistán, China, Irán y los Estados de Asia Central.

Paralelamente, Moscú ha criticado las negociaciones que la Administración Trump inició con los Talibanes (excluyendo al gobierno afgano), pero apoyó el acuerdo firmado en febrero de 2020 entre las dos partes. Ese acuerdo estableció la retirada de las fuerzas estadounidenses y el compromiso de los Talibanes de no apoyar a Al Qaeda u otros grupos que pudiesen atentar contra Estados Unidos.

Lewis concluye que en última instancia la política rusa en Afganistán “tiene como objetivo limitar la influencia estratégica occidental en un amplio arco desde Siria e Irán hasta la región de Afganistán-Pakistán y los Estados de Asia Central, en lo que Moscú se refiere cada vez más como "la Gran Eurasia".

Y el interés de Irán

Estados Unidos e Irán comparten el interés de combatir al Islamic State Khorasan Province, una rama del Estado Islámico que busca establecer un califato (Khorasan) en Afganistán, Pakistán y los países de Asia Central.

Las relaciones entre Irán y Afganistán han tenido momentos de alta tensión, especialmente durante el período que los Talibanes estuvieron en el poder. A la vez, Irán alberga a alrededor de 800.000 refugiados afganos.  En los últimos años, Teherán ha desarrollado una política pragmática, tratando de tener buenos vínculos tanto con el gobierno afgano como con los Talibanes. A la vez, le preocupan que facciones radicales de los Talibanes y grupos como ISKP puedan ganar influencia, especialmente si se agrava la situación política, con la salida de Estados Unidos.

Como durante la Guerra Fría, Afganistán se ha convertido en territorio en disputa entre grandes potencias. La presencia militar de Estados Unidos ya no aseguraba la estabilidad del país, ni impedía las competencias entre otras potencias. La retirada reafirma que Washington ha perdido la capacidad de influir sobre dinámicas externas mientras que China, Rusia y poderes regionales ocupan su espacio.