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La cara de Donald Trump junto a las banderas de EE UU y la UE. Omar Marques/SOPA Images/LightRocket via Getty Images

¿Asistimos al fin de la unidad de Occidente tal como lo hemos conocido desde el final de la Segunda Guerra Mundial? ¿Se acaba el mundo cuyo centro de poder político y económico estaba en el eje Estados Unidos-Europa Occidental? ¿Podrá el viejo continente hacer efectiva la “ambición de poder” que sugiere el jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, si gana otra vez Donald Trump?

La conferencia sobre seguridad celebrada hace pocos días en Múnich (Alemania) adoptó como nombre provocador Westlessness (menos Occidente), sugiriendo que la configuración del sistema internacional que ha regido por siete décadas podría llegar a su fin. El debate entre relevantes diplomáticos, políticos y expertos giró en torno a tres cuestiones vinculadas. Primera, las crecientes y fuertes discrepancias entre la política exterior de Estados Unidos y una serie de aliados europeos. Segunda, las tensiones internas en Europa, entre aliados que disienten sobre cómo reforzar la Unión, y entre gobiernos del Este europeo (más) alineados con las políticas autoritarias del presidente Donald Trump y los del Oeste, que tratan de encontrar un equilibrio entre mantener las alianzas con Washington y encontrar un camino propio. Y, en tercer lugar, que Occidente estaría perdiendo espacio económico, financiero, tecnológico, y hasta militar frente a China y, en cierta forma, ante Rusia.

 

El negacionismo

Múnich parece haber servido para que los europeos tomen conciencia de que EE UU se encuentra en un repliegue estratégico, de largo plazo, que va más allá de la aparentemente improvisada presidencia de Donald Trump.

Cuando Trump triunfó en las elecciones de 2016 la mayor parte de los gobiernos y analistas europeos se negaron a ver que Estados Unidos estaba cambiando su relación con el mundo, y que la alianza que estableció con Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial se vería afectada.

La incapacidad de ver esa realidad tiene razones históricas (el papel que desempeñó EE UU en la Primera y la Segunda Guerra Mundial en Europa), de privilegios (formar parte del eje atlantista que ha tenido la hegemonía global desde la época colonial) y por debilidad (no tener acuerdos entre los europeos sobre cómo ejercer poder en la esfera internacional). Los tres factores combinados han creado una visión rígida de la historia y una razón de fe que Estados Unidos nunca dejaría de ser imperio, y que el modelo económico neoliberal sería inmutable.

Pero en las últimas dos décadas ambos principios se han visto desafiados. Desde la crisis financiera de 2008 es cada vez más amplia la crítica en todo el espectro político a que el denominado modelo neoliberal (desregulación, menos estado, más privatización, menos sindicatos, flexibilización y precarización del empleo) no funciona para las mayorías, ha producido una deslegitimación de la democracia liberal y potencia la adhesión a populismos, especialmente de ultraderecha.

Estas constataciones, sin embargo, no significan que haya aperturas en las élites a buscar modelos económicos alternativos, como lo demuestran los discursos cerrados en sí mismos de las recientes reuniones de Davos y Múnich, pese a que se reconocen muchos de los problemas más graves, como el cambio climático.

 

El ‘imperio’

Respecto a Estados Unidos, su crisis interna se manifiesta en diversas fracturas políticas. Por ejemplo, la tensión creciente entre fortalecer un presidencialismo sin control del Congreso y un poder legislativo profundamente polarizado. Un sistema electoral anticuado. Las guerras culturales en torno a ser un estado secular o religioso, y las discusiones sobre el monopolio legítimo de la fuerza frente a la primitiva idea del derecho de los ciudadanos a portar armas.

Igualmente, supone graves desafíos la brecha entre la alta tecnología punta de empresas como Google y Amazon y la desindustrialización, el empleo precario y la destrucción de empleo por parte de la robotización y la aplicación de inteligencia artificial a procesos productivos.

Si la política exterior de un país es una continuación de su política interior, la regla se cumple en el caso estadounidense. La carrera imperial comenzó después de su fundación como estado, conquistando los territorios de las poblaciones indígenas, y de los imperios francés y español, de México y parte del Caribe. Desde ahí inició una proyección global que llegó a su cúspide después de la Segunda Guerra Mundial.

El sistema multilateral se basó en principios liberales y en el Derecho Internacional, y el sistema financiero global pasó a girar alrededor de EE UU. Washington promovió un modelo con el que cumplía cuando le era beneficioso, y lo dejaba de lado cuando no le convenía. La Guerra Fría le fortaleció en el papel de líder de Occidente. Un concepto transnacional que incluía la democracia parlamentaria y el libre mercado.

En Europa Occidental, América Latina, Asia, África, más Canadá, Australia y Nueva Zelanda, Washington contó con políticos y diversos sectores sociales que adhirieron, aceptaron y fortalecieron su hegemonía.  Las resistencias nacionalistas, o que buscaban seguir el modelo comunista, en el antiguo mundo colonial fueron combatidas.

Culturalmente EE UU logró crear lo que Régis Debray denomina una “civilización” de consumo que impone sin necesidad de usar la fuerza, “convirtiéndonos a todos en americanos”. Sin embargo, eso no ha impedido el ascenso de guerras culturales, entre liberales y conservadores en el espacio occidental; y entre identidades religiosas y nacionales contra la hegemonía cultural americana a escala global.

 

El declive

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El funeral del general iraní Qasem Soleimani, asesinado por un dron estadounidense, en Teherán, enero 2020. ATTA KENARE/AFP via Getty Images

Ese mundo parecía que no iba a cambiar nunca. Sin embargo, Alemania y Japón, países que perdieron la Segunda Guerra Mundial, se convirtieron en potencias económicas. La UE se transformó en un centro de poder económico, comercial y con dos Estados poseedores de armas nucleares (ahora sólo uno, con la salida del Reino Unido de la Unión).

En el curso de las últimas décadas pasaron a tener fuerte relevancia las potencias emergentes (Brasil, India, Suráfrica, Turquía, Indonesia, Corea del Sur, entre otros), y China se ha transformado en la mayor potencia comercial preparando su nueva ruta de la seda alrededor del mundo. Es la segunda economía más grande del planeta, un potente actor militar y compite con EE UU por estar en la vanguardia tecnológica. A la vez, es un inversor y poderoso comprador de materias primas en países del sur, proveedor de ayuda al desarrollo y está generando sus propias instituciones financieras internacionales.

Estados Unidos dejó de ser, por un lado, la primera potencia global por el ascenso de otros.  Por otro, debido a razones propias. La crisis interna y sus fracasos militares en Vietnam, Afganistán e Irak, desgastaron su legitimidad y su capacidad de influir procesos políticos en otros continentes. El caso más notable es Oriente Medio, donde ni siquiera sus aliados más fieles, como Israel y Arabia Saudí, siguen estrictamente sus recomendaciones, y desarrollan políticas exteriores propias y diversificadas.

Después de los tres fracasos militares mencionados, Washington es mucho más reacio a intervenciones militares masivas, como la que le solicitaban en 2019 algunos países latinoamericanos y parte de la oposición venezolana contra el gobierno de Nicolás Maduro. Prefiere usar drones, realizar ataques quirúrgicos como el reciente contra el jefe militar iraní Qassem Soleimani, o apoyar a gobiernos (Arabia Saudí en Yemen) o grupos armados (milicias en Siria).

 

No habrá vuelta atrás

Pese a estas tendencias, los líderes europeos esperaron a que bien Trump se moderase o, cuando fue manifestando sus políticas de choque en la OTAN, contra la UE o en favor del Brexit, que su carrera en la Casa Blanca terminase en cuatro años. Ahora hay serias posibilidades de que gane las elecciones de noviembre próximo. Más aún, el diario New York Times indica que si gana un segundo mandato se podría plantear la salida de EE UU de la Alianza Atlántica.

A la conferencia de Múnich asistió una fuerte representación del Congreso estadounidense, liderada por la demócrata Nancy Pelosi, quien explicó que pese a los ataques del presidente Trump a la OTAN, EE UU sigue comprometido con sus aliados. Joe Biden, candidato por el liderazgo del Partido Demócrata, insistió en que Estados Unidos “volverá” a estar en el mundo atlantista como en los viejos tiempos.

Más allá de las buenas palabras, la realidad es que el sistema internacional está cambiando profundamente, y que el papel de EE UU no volverá a ser el mismo. Trump es un peligroso extremista, pero sus políticas responden al declive como imperio. La retórica es guerrera, pero la tendencia es a usar menos la fuerza militar y más el chantaje comercial.

Después de la guerra de Irak de 2003 por el entonces presidente George W. Bush y la ofensiva de Barak Obama en Afganistán (2009), Washington ha respondido usando la fuerza de forma crecientemente selectiva. Prefiere, en cambio, utilizar mecanismos comerciales para chantajear y forzar a sus socios (México, Canadá, Europa, Corea del sur), a sus competidores (China) o a países muy débiles (América Central) para que acepten sus condiciones.

Aunque EE UU puede chantajear, especialmente a los más frágiles y cercanos, como los centroamericanos y México para que frenen (con éxito relativo) la migración hacia el norte, no puede controlar las políticas de Pakistán, Turquía, Israel o India. Aumenta el presupuesto de defensa, pero eso no impide que Rusia lleve a cabo sus acciones militares e imponga su política en la guerra en Siria.

 

Presiones con éxito relativo

Washington puede incluso lograr que parte de los europeos acepten sus presiones para imponer sanciones a Irán, pero todos buscan nuevas formas de acción y alianzas que les provean los beneficios económicos y de seguridad que antes obtenían al estar bajo el liderazgo estadounidense.

Washington, por ejemplo, presiona a los aliados, incluyendo al Reino Unido, para que no firmen contratos de alta tecnología con China, en particular con la empresa Huawei, alegando que es un riesgo de seguridad nacional permitirle tener acceso a sistemas de comunicación y defensa. El gobierno de Boris Johnson, significativamente, ha resistido la presión estadounidense y ha firmado con Huawei imponiendo una serie de restricciones.

La Casa Blanca tampoco quiere que Alemania siga adelante con el proyecto Nord Stream 2, que permitirá a Rusia aumentar sus ventas de gas a la Unión Europea. En diciembre pasado Trump anunció que impondrá sanciones contra las compañías que colaboren con este proyecto. Berlín y Moscú respondieron que estas medidas son inaceptables.

Como buen ejemplo de que las relaciones de EE UU con el mundo no dependen sólo de Trump, Demócratas y Republicanos están en contra de Nord Stream 2 y apoyan las sanciones. Éstas también afectan al proyecto ruso-turco TurkStream, complicando más las relaciones entre Washington y Ankara. Pero las presidencias alemana y turca están dispuestas a seguir adelante con los planes.

 

La brecha se agranda 

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Palestinos protestando por la decisión de EE UU de mover la embajada de Tel Aviv a Jerusalén. Scott Olson/Getty Images

Estas tensiones se suman a las que Washington ha generado desde enero de 2016 al abandonar el acuerdo sobre el programa nuclear iraní y extremar las sanciones a Teherán mientras que Europa trataba de salvar el acuerdo.

Igualmente, ha generado mucha irritación en Europa que EE UU diese por terminado el acuerdo sobre armas nucleares intermedias (INF en sus siglas en inglés) y que haya retirado en octubre pasado parte de sus fuerzas del norte de Siria, dando lugar a un avance de Rusia en la guerra en ese país y a una grave crisis humanitaria.

También en Oriente Medio, el presidente Trump mudó la embajada de su país desde Tel Aviv a Jerusalén, contraviniendo una larga lista de resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU y la práctica diplomática de centenares de Estados que consideran a Israel potencia ocupante de Cisjordania y Jerusalén Oriental.

La reciente presentación en enero pasado por parte de Trump de un supuesto plan que daría solución al conflicto palestino-israelí fue rechazado por buena parte de Europa y los palestinos. Lo mismo ocurrió con la decisión de la Casa Blanca en 2018 de cortar los fondos para la agencia de la ONU para los refugiados palestinos (UNRWA en sus siglas en inglés) de las guerras de 1948 y 1967.

En el terreno del cambio climático también hay posiciones diferentes entre los gobiernos europeos que se mantienen dentro del Acuerdo de París y la decisión estadounidense de retirarse del mismo. Y sobre migraciones, Washington se ha negado a firmar el acuerdo global de protección de Naciones Unidas.

 

¿Un nuevo camino para Europa?

El nuevo jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, afirma que Europa necesita tener una mayor ambición de poder en el espacio global. Esto coincide con la discusión sobre una posible “autonomía estratégica” para Europa.

El presidente francés, Emmanuel Macron, ha cuestionado la viabilidad de la OTAN, y ha ofrecido recientemente las armas nucleares de su país para proteger al conjunto de Europa, sin compartir, sin embargo, el control de estas. Alemania, por su parte, tiene una visión más conservadora de la Alianza Atlántica. El debate que ya dura décadas sobre la construcción de una seguridad europea sigue sin resolverse, y es previsible que en el medio plazo la mayoría de los países se plieguen a acomodarse como sea posible a las exigencias de EE UU. Para ellos será un problema si Trump continúa con sus ataques a la OTAN, estrechando vínculos con los gobiernos autoritarios de Europa del Este y teniendo una posición acrítica hacia Moscú. En este punto se cruzarán los desafíos a la seguridad con el futuro de la democracia.

En el sistema internacional presente y futuro ningún país tendrá la capacidad de dominar totalmente a otros. No será un mundo dominado por China o EE UU. Habrá alianzas heterodoxas y cambios de bandos muy fluidos. La hegemonía cultura estadounidense podrá convivir con mayor poderío global de China. Europa no actuará homogéneamente, unos países establecerán relaciones con Rusia y China sin romper con Washington. Se crearán agrupaciones regionales. Posiblemente la fragmentación debilite a la UE. El abismo entre Estados ricos y pobres será mayor, y entre regiones dentro de numerosos países. Nada será como antes, y EE UU continuará siendo parte del problema y no de la solución.