Japón se encuentra en el momento más álgido de
una revolución constitucional. Frente a un Occidente estancado, la recién
activada ciudad de Tokio promete estabilidad en una región que cambia
con mucha rapidez. Sin embargo, con las prisas por dar un giro a seis
décadas de pacifismo oficial, el Gobierno nipón asfixia el serio debate
nacional que se requiere en una democracia moderna.

La Constitución pacifista de Japón se ha quedado congelada en el tiempo. No ha sufrido cambios desde que se promulgó en 1947 durante la ocupación estadounidense del General Douglas MacArthur. No obstante, y pese a contar con pocas oportunidades para el debate, el parlamento nipón aprobó un proyecto de ley que abre las puertas a modificaciones constitucionales. Los gobiernos occidentales, abrumados por sus responsabilidades de seguridad en todo el mundo, sólo han prestado atención a un aspecto: la enmienda del artículo nueve, que prohíbe al país participar en una guerra, y restringe el tamaño y alcance de sus fuerzas militares. El énfasis casi exclusivo sobre este punto ha oscurecido el proceso lleno de imperfecciones sobre el que se deben realizar los cambios.

La nueva ley, impulsada por el inexperto primer ministro, Shinzo Abe, permite al gobierno convocar un referéndum a escala nacional sobre las enmiendas constitucionales propuestas. La iniciativa de Abe, que contó con el respaldo de la línea oficial de su partido en el parlamento, presenta serios defectos.

Lo más importante es que esta ley impone recortes drásticos a la libertad de expresión. No se permitirá propaganda política en la radio o en la televisión durante las dos semanas previas al referéndum a cerca de las enmiendas propuestas. Peor todavía es que prohíbe a los profesores hablar sobre el asunto, como si unos pocos conocimientos fuesen algo peligroso cuando el propio país está replanteándose su futuro constitucional. Este tipo de restricciones no tienen cabida en un sistema que se basa en el poder del pueblo.

Sin embargo, el Gobierno japonés puede que tenga
algo más en mente. La nueva ley no considera necesario un número
mínimo de votantes para que el referéndum constitucional
sea válido. Al tolerar la enorme pasividad política e imponer
el silencio en la sociedad civil, la ley está fijando un escenario
ideal para representar una parodia de las políticas democráticas.
La Constitución no debería ser enmendada por una minoría
que acuda a las urnas influenciada por élites políticas
afianzadas.

Por otra parte, algunos controles para evitar el abuso permanecerán.
La Constitución heredada de la era MacArthur requiere dos terceras
partes de los votos en ambas cámaras legislativas para que la enmienda
pueda ser trasladada al pueblo. Así pues, esta mayoría sólo
se logrará a través de un consenso de la élite política,
antes de que pueda producirse cualquier cambio constitucional esencial.
Sin embargo, los principios democráticos implican algo que va más
allá: una prueba completa y justa del consentimiento de los ciudadanos.
Mientras se impongan restricciones a la libertad de expresión y
no se establezca un número mínimo de votantes, la ley sobre
el referéndum carece de este requisito clave.

Los dirigentes de Occidente harán caso omiso de este hecho con
facilidad. Con los recursos de la OTAN más que estancados, se preocupan
cada vez más por la modificación de la famosa “cláusula
de paz”. Al percibir a China como potencia emergente, un mayor número
de gobiernos occidentales estará tentado de apoyar la revocación
del artículo nueve sin serias dudas.

La Constitución no debería ser enmendada por una minoría que acuda a las urnas influenciada por élites políticas afianzadas

Un intento de repudiar el pacifismo oficial japonés desataría
una gran preocupación en la región, incluso si viene acompañado
de trámites democráticos sin errores. Pero si las élites
fuerzan la revocación del artículo nueve mediante un proceso
sospechoso provocaría, con razón, preocupaciones sobre la
democracia en el País del Sol naciente. Una cosa es volver al escenario
mundial como una potencia militar sin más, mientras que otra bien
distinta es crear un precedente que pueda provocar futuros ataques hacia
su frágil herencia constitucional. En una región extremadamente
nacionalista y que vive de muchos recuerdos históricos, un movimiento
así podría resultar muy peligroso.

Abe tiene razón respecto a una cuestión: el giro de Japón
hacia la soberanía popular es esencial si el pueblo nipón
quiere tomar las riendas de su propio destino político. La Constitución
actual fue redactada en gran medida por abogados militares estadounidenses
y nunca se sometió a la aprobación de los ciudadanos. Sesenta
años después es el momento para que este moderno país
deje atrás la ocupación norteamericana y construya un texto
constitucional que sea digno de sus dos generaciones democráticas.
No obstante, esta nueva ley es un mal camino para empezar.

La ley del referéndum no entra en vigor hasta dentro de tres años,
tiempo suficiente para que provoque un impacto en la opinión pública
de dentro y fuera del país. En el intento de derogar el artículo
de paz, el Gobierno de Shinzo Abe ha seguido adelante sin establecer un
debate sobre las implicaciones constitucionales que conlleva. Permitir
que este silencio continúe sería una muestra de poca visión
de futuro por parte de los amigos de este país.