La
sacralidad de la vida

Peter Singer Los
partidos políticos

Fernando Henrique Cardoso El euro
Christopher Hitchens

La
pasividad japonesa

Shintaro Ishihara

La monogamia

Jacques Attali

La
jerarquía religiosa

Harvey Cox

El Partido
Comunista Chino

Minxin Pei

Los
coches contaminantes

John Browne

El
dominio público

Lawrence Lessig

Las
consultas de los médicos

Craig Mundie

La monarquía
inglesa

Felipe Fernández-Armesto

La
guerra contra las drogas

Peter Schwartz

La
procreación natural

Lee Kuan Yew

La polio
Julie Gerberding

La soberanía

Richard Haass

El anonimato

Esther Dyson

Los subsidios
agrícolas

Enrique Iglesias

La soberanía –la noción de que los
gobiernos tienen libertad para hacer lo que deseen dentro de su territorio– constituye
el principio rector de las relaciones internacionales desde hace más
de 350 años. Dentro de 30, este concepto ya no será sagrado.
En su contra se unirán poderosas fuerzas y amenazas de nuevo cuño.

Los Estados-nación no desaparecerán, pero compartirán
el poder con un número mayor de pujantes actores o soberanos que
nunca, entre ellos las empresas, las organizaciones no gubernamentales,
los grupos terroristas, los carteles de la droga, las instituciones regionales
y mundiales, y los bancos y fondos de pensiones privados. La soberanía
morirá víctima del rápido y poderoso tráfico
de personas, ideas, gases de efecto invernadero, mercancías, euros,
drogas, virus, correos electrónicos y armas en el interior de
los países y a través de las fronteras. Un comercio que
desafía uno de los principios fundamentales de la soberanía:
la capacidad de controlar lo que cruza la frontera. Los Estados, cada
vez más, medirán su vulnerabilidad, no ante otros, sino
ante las fuerzas de la globalización que no pueden controlar.

La soberanía morirá
víctima del tráfico de personas, ideas, ‘gases invernadero’,
mercancías, euros, drogas, virus y correos electrónicos

Pero las fuerzas impersonales no serán las únicas responsables.
En el futuro, los países, a veces, decidirán arrebatar
la soberanía a otros. Igualmente, un gobierno que no tenga la
capacidad o la voluntad de satisfacer las necesidades básicas
de sus ciudadanos perderá el derecho a su soberanía. No
es sólo cuestión de escrúpulos morales, sino de
comprender, con sentido práctico, que el abandono –bienintencionado
o no– puede generar oleadas de refugiados desestabilizadoras y
desencadenar la bancarrota del Estado, lo cual abre el paso a los terroristas.
La intervención de la OTAN en Kosovo, en 1999, que obligó a
Serbia a renunciar al control de la provincia descontenta tras años
de abuso de poder, puede ser un prototipo para el futuro.

En todo ello está implícita la idea de que la soberanía
es condicional, incluso contractual, y no absoluta. Si un país
patrocina el terrorismo, desarrolla armas de destrucción masiva
o practica el genocidio, está renunciando a los beneficios normales
de la soberanía, y se expone a ser atacado, derrocado u ocupado.
El reto diplomático será obtener un amplio apoyo a los
principios de comportamiento del Estado y un procedimiento para decidir
el remedio cuado se violen dichos principios.

Los Estados también decidirán prescindir de parte de su
soberanía. Esta tendencia ya está en marcha, sobre todo
en el ámbito mercantil. Los gobiernos aceptan las decisiones de
la OMC porque, en conjunto, les beneficia un orden comercial internacional
que esté regulado, aunque una norma concreta afecte al derecho
de proteger las industrias nacionales.

El cambio climático también está poniendo límites
al control gubernamental. El Protocolo de Kioto, que estará en
vigor hasta 2012, exige a los firmantes que pongan freno a las emisiones
de gases invernadero. Se puede imaginar un acuerdo todavía más
ambicioso en el que un número mayor de gobiernos, que incluya
a Estados Unidos, China e India, acepte límites más estrictos,
basados en el reconocimiento de que estarían peor si ningún
país aceptara las restricciones.

Todo esto constituye un mundo que no es plenamente soberano, pero en
el que tampoco reinan un gobierno mundial ni la anarquía. De aquí a
30 años, el mundo será semisoberano. Reflejará la
necesidad de adaptar los principios legales y políticos a un planeta
en el que los retos más graves procedan de lo que las fuerzas
globales hagan a los Estados y lo que los gobiernos hagan a sus ciudadanos,
y no de los que los Estados se hagan entre sí.

 

 

La soberanía. Richard
Haass

La
sacralidad de la vida

Peter Singer Los
partidos políticos

Fernando Henrique Cardoso El
euro

Christopher Hitchens

La
pasividad japonesa

Shintaro Ishihara

La
monogamia

Jacques Attali

La
jerarquía religiosa

Harvey Cox

El
Partido Comunista Chino

Minxin Pei

Los
coches contaminantes

John Browne

El
dominio público

Lawrence Lessig

Las
consultas de los médicos

Craig Mundie

La
monarquía inglesa

Felipe Fernández-Armesto

La
guerra contra las drogas

Peter Schwartz

La
procreación natural

Lee Kuan Yew

La
polio

Julie Gerberding

La
soberanía

Richard Haass

El
anonimato

Esther Dyson

Los
subsidios agrícolas

Enrique Iglesias

La soberanía –la noción de que los
gobiernos tienen libertad para hacer lo que deseen dentro de su territorio– constituye
el principio rector de las relaciones internacionales desde hace más
de 350 años. Dentro de 30, este concepto ya no será sagrado.
En su contra se unirán poderosas fuerzas y amenazas de nuevo cuño.

Los Estados-nación no desaparecerán, pero compartirán
el poder con un número mayor de pujantes actores o soberanos que
nunca, entre ellos las empresas, las organizaciones no gubernamentales,
los grupos terroristas, los carteles de la droga, las instituciones regionales
y mundiales, y los bancos y fondos de pensiones privados. La soberanía
morirá víctima del rápido y poderoso tráfico
de personas, ideas, gases de efecto invernadero, mercancías, euros,
drogas, virus, correos electrónicos y armas en el interior de
los países y a través de las fronteras. Un comercio que
desafía uno de los principios fundamentales de la soberanía:
la capacidad de controlar lo que cruza la frontera. Los Estados, cada
vez más, medirán su vulnerabilidad, no ante otros, sino
ante las fuerzas de la globalización que no pueden controlar.

La soberanía morirá
víctima del tráfico de personas, ideas, ‘gases invernadero’,
mercancías, euros, drogas, virus y correos electrónicos

Pero las fuerzas impersonales no serán las únicas responsables.
En el futuro, los países, a veces, decidirán arrebatar
la soberanía a otros. Igualmente, un gobierno que no tenga la
capacidad o la voluntad de satisfacer las necesidades básicas
de sus ciudadanos perderá el derecho a su soberanía. No
es sólo cuestión de escrúpulos morales, sino de
comprender, con sentido práctico, que el abandono –bienintencionado
o no– puede generar oleadas de refugiados desestabilizadoras y
desencadenar la bancarrota del Estado, lo cual abre el paso a los terroristas.
La intervención de la OTAN en Kosovo, en 1999, que obligó a
Serbia a renunciar al control de la provincia descontenta tras años
de abuso de poder, puede ser un prototipo para el futuro.

En todo ello está implícita la idea de que la soberanía
es condicional, incluso contractual, y no absoluta. Si un país
patrocina el terrorismo, desarrolla armas de destrucción masiva
o practica el genocidio, está renunciando a los beneficios normales
de la soberanía, y se expone a ser atacado, derrocado u ocupado.
El reto diplomático será obtener un amplio apoyo a los
principios de comportamiento del Estado y un procedimiento para decidir
el remedio cuado se violen dichos principios.

Los Estados también decidirán prescindir de parte de su
soberanía. Esta tendencia ya está en marcha, sobre todo
en el ámbito mercantil. Los gobiernos aceptan las decisiones de
la OMC porque, en conjunto, les beneficia un orden comercial internacional
que esté regulado, aunque una norma concreta afecte al derecho
de proteger las industrias nacionales.

El cambio climático también está poniendo límites
al control gubernamental. El Protocolo de Kioto, que estará en
vigor hasta 2012, exige a los firmantes que pongan freno a las emisiones
de gases invernadero. Se puede imaginar un acuerdo todavía más
ambicioso en el que un número mayor de gobiernos, que incluya
a Estados Unidos, China e India, acepte límites más estrictos,
basados en el reconocimiento de que estarían peor si ningún
país aceptara las restricciones.

Todo esto constituye un mundo que no es plenamente soberano, pero en
el que tampoco reinan un gobierno mundial ni la anarquía. De aquí a
30 años, el mundo será semisoberano. Reflejará la
necesidad de adaptar los principios legales y políticos a un planeta
en el que los retos más graves procedan de lo que las fuerzas
globales hagan a los Estados y lo que los gobiernos hagan a sus ciudadanos,
y no de los que los Estados se hagan entre sí.

 

 

Richard Haass es presidente del
Council of Foreign Relations y autor de The Opportunity: America’s
Moment to Alter History’s Course (PublicAffairs, Nueva York, 2005).