¿Cómo está transformando la globalización el mundo de las mujeres? ¿Cómo están transformando las mujeres el mundo globalizado?  

 

Todo lo establecido y consolidado se esfuma, todo lo sagrado es profanado, todas las estructuras sólidas y anquilosadas y todas las creencias tradicionales se diluyen. Las mujeres rescatan de la crisis a los bancos de Islandia, las trabajadoras de las fábricas de Bangladesh se ponen en huelga contra unos salarios miserables y en Nigeria las niñas aprenden a ser mecánicas de automóviles para no tener que prostituirse: un fantasma recorre el mundo, el fantasma de la globalización, y parece seguir el dictado de un guión escrito por Karl Marx hace más de 150 años. Sólo que él nunca escribió sobre mujeres. Pero precisamente en medio de una crisis que algunos ya han calificado como “crisis de hombres”, hay que preguntarse por esta nueva revolución: ¿cómo está transformando la globalización a las mujeres?, ¿cómo están cambiando las mujeres el mundo?

La globalización significa la abolición del tiempo y el espacio. Significa que las personas, los productos y el dinero se propagan por el mundo, al igual que el saber y los valores. Atraviesa fronteras culturales, transmite imágenes e ideas a través de la televisión e Internet y a menudo se topa con esquemas sociales arcaicos, profundamente enraizados y que llevan siglos cimentando una drástica desigualdad entre los sexos. El capitalismo reinante en todo el mundo alcanza a todas las clases sociales y transforma el papel de los sexos. El poder tiene con mucha más frecuencia que antes rostro de mujer. El de Angela Merkel en Berlín, el de Julia Gillard en Australia o el de Hillary Clinton en el mundo entero. Dos mujeres dirigen las multinacionales estadounidenses Pepsi y Xerox y en Francia es una mujer, Anne Lauvergeon, quien rige los designios de la potente empresa atómica Areva.

Estas imágenes, simbólicas y ejemplares, dan la vuelta al globo. Pero lo que hay que preguntarse es si estas mujeres constituyen un síntoma de que el mundo está cambiando, si son ellas las que quieren cambiar el mundo, o si no van más allá de una minoría simbólica.

Tres quintos de la población más pobre y dos tercios de los analfabetos son mujeres. Ellas reciben el 10% de la masa Salarial y poseen el 1% de la riqueza mundial

Las cifras también dan la vuelta al planeta y no resultan agradables, precisamente. Tres quintos de la población más pobre y dos tercios de los analfabetos son mujeres. Si le añadimos el trabajo no remunerado, nos encontramos con que dos tercios de quienes lo realizan son mujeres, quienes reciben el 10% de la masa salarial del mundo y poseen un 1% de la riqueza de todas las naciones. Una perspectiva nada alentadora.

Resulta difícil medir en cifras el progreso real. El Gender- Related Development Index (Índice de Desarrollo Humano relativo al Género) que publica la ONU desde hace algo más de 10 años puede proporcionar algunas pistas, ya que indica el grado de igualdad de oportunidades de un país. No evalúa la distribución del poder político, sino que compara la educación, los ingresos y la esperanza de vida de hombres y de mujeres. Las posiciones de cabeza las ocupan casi siempre los países escandinavos, Canadá, Australia y Suiza, y Francia también suele aparecer bastante arriba. En la última estadística, Alemania se sitúa en el puesto número 20 de 155 países evaluados, mientras España está en el 9. México, Chile y Argentina quedan en el primer tercio de la lista, y China ocupa el lugar 75. Níger y Afganistán se encuentran en las últimas posiciones, mientras Bangladesh, el país de las costureras en huelga, hace el número 123, lo que supone una mejoría, ya que el siglo pasado ocupaba el puesto 140.

 

PROGRESO, ¿ESO QUÉ ES?

Al subirse al tren del mercado mundial, países como China, México o Bangladesh han experimentado una versión más dura de esa “constante transformación de la producción, la conmoción ininterrumpida de todas las estructuras sociales, y la inseguridad y cambio incesantes” que predecía Marx en el Manoifiesto Comunista de 1848. El cambio resulta especialmente drástico en un país islámico como Bangladesh, uno de los más pobres del mundo, una nación en la que la dominación del hombre sobre la mujer aún suele considerarse un designio divino. Y al que este mercado mundial ha convertido en un taller de producción, sobre todo para la industria textil, porque la mano de obra, especialmente la de las mujeres, es allí mucho más barata que en los países industrializados. Para las mujeres esto significó salir al exterior, el adiós a la vida de encierro. Pero a menudo también un sueldo dolorosamente escaso y un gran riesgo para la salud, con larguísimas jornadas de trabajo en fábricas mal ventiladas y propensas a los incendios –un progreso con peligro de muerte.

Del mundo llegan nuevos productos, llega trabajo y llega dinero: en Bangladesh surgió la idea del premio Nobel Muhammad Yunus de conceder microcréditos a las mujeres para ayudarles a ganarse la vida como empresarias. Del mundo llegan ideas: aunque no encaje con el concepto tradicional de mujer, en Bangladesh, y en muchos países del sureste asiático, de Latinoamérica, del este de Europa, está aumentando la cantidad de mujeres que emigran para asegurar el sustento de su familia; algunos sociólogos hablan ya de una “feminización de la emigración”.  Entonces, ¿qué es lo que les aporta la globalización a las mujeres?, ¿progreso?, ¿un progreso auténtico? La respuesta es sí y es no, y la polémica en torno a ella va más allá de la frontera entre los sexos y traspasa continentes. El ex consejero de la ONU Jagdish Bhagwati lo deja claro en su Defensa de la globalización: “La globalización ayuda a las mujeres”. Bhagwati pertenece a esa escuela de pensamiento que siempre “ha defendido la liberalización del comercio”, porque la considera un “arma política en la lucha contra la pobreza”. Conoce muy bien las críticas de que son objeto sobre todo las zonas de fomento de la exportación que se han establecido en China, Rusia o Vietnam como avanzadillas de la globalización moderna, la crítica a las jornadas laborales interminables, a las terribles condiciones de trabajo y a las míseras ganancias. Piensa que esas zonas son injustamente consideradas la “cara más brutal de la globalización”, ya que opina que, al fin y al cabo, las propias obreras jóvenes prefieren ganar “mucho dinero lo más rápido posible” y, por eso, “trabajan mucho y duro por voluntad propia”. Para él, esos trabajos junto a la cinta transportadora requieren disciplina y, aunque “los vigilantes y las grandes multas económicas” de los que hablan las mujeres taiwanesas, por ejemplo, resultan muy desagradables, comprende que todo eso es necesario, porque al fin y al cabo es fundamental “contar con una plantilla disciplinada”.

Su idea es que el trabajo de una persona refuerza su autoestima y por eso también ve sólo ventajas para todos en la emigración en masa de empleadas domésticas hacia los Estados del Golfo, EE UU o Europa, siempre y cuando las mujeres no sean obligadas a mantener relaciones sexuales o se las maltrate: “Las trabajadoras que emigran están mejor en el Nuevo Mundo, que les ofrece más contactos y autonomía; sus hijos son felices, porque los cuidan sus abuelas y las abuelas a su vez se ocupan con alegría de sus nietos; las madres que les ofrecen trabajo también se sienten felices de encontrar buenas niñeras para sus hijos, porque así pueden ir a trabajar sin esa sensación agobiante de descuidar a sus hijos”. ¿La globalización? Una bendición. Especialmente para las mujeres.

“Olvidaos de China, India e Internet; las impulsoras del crecimiento económico son las mujeres”, ‘The Economist’

Pero la lectura que hace de ella en sus trabajos la experta en desarrollo Christa Wichterin es diametralmente opuesta. Wich terin lleva años ocupándose del tema mujeres y globalización y mantiene una postura más bien crítica con la credulidad de Bhagwatis hacia el mercado. Ella ve una “doble cara de la globalización”. La globalización les consigue a las mujeres de los viejos países industrializados de Europa camisetas baratas, teléfonos baratos, lavadoras baratas, mientras, a cambio, los puestos de trabajo se esfuman hacia Rumania, hacia Polonia, hacia Bangladesh. Y al poner a esos países en desarrollo en contacto con el mercado mundial, el capital se lleva por delante de un plumazo las viejas estructuras económicas y el autoabastecimiento rural, que casi siempre era cosa de mujeres. En su lugar, coloca a esas mujeres en puestos de trabajo por cuenta ajena, y las deja expuestas a los altos y bajos del mercado mundial, ahora mismo sobre todo a los bajos.

Hoy, a raíz de la crisis, se calcula que se han perdido 30 millones de empleos en todo el mundo. Los afectados han sido principalmente hombres, pero eso no es una buena señal, pues han desaparecido sobre todo los puestos más seguros, los bien pagados. Las mujeres ocupan en una gran mayoría los trabajos flexibles, los precarios, en fábricas, tareas domésticas o burdeles. Las mujeres son comodines, se las contrata más rápido y se las despide más rápido aún.

La cara de la globalización: es un rostro femenino, agotado, marcado por el trabajo y la falta de sueño. O quizás una cara con los labios pintados y una sonrisa comercial. Esta versión, que también existe y se da cada vez con mayor frecuencia, pertenece a esa especie de mujeres con formación, buenos sueldos e influencia, que trabajan para empresas, partidos, gobiernos, organizaciones de ayuda o lobbies, y les resulta de lo más natural sacar provecho de la globalización. Puede apreciarse en los congresos de mujeres y los foros económicos, allí donde se da cita la élite, allí donde impera la consigna publicada por The Economist: “Olvidaos de China, India e Internet; las impulsoras del crecimiento económico son las mujeres”, donde circula desde hace unos años una nueva palabra clave: “womanomics”, la confianza en la potencia económica de las mujeres. En las más altas esferas, en consultoras como por ejemplo McKinsey, y también en el Banco Mundial, han descubierto  el creciente arsenal de mujeres de amplia formación, ambiciosas y con espíritu profesional, que en muchos países ya constituyen la mayoría en las universidades. Y que, gracias a su flexibilidad y capacidad de comunicación y cooperación, según un estudio de McKinsey, están especialmente bien dotadas para responder a las exigencias de la globalización.

Su reivindicación: las mujeres al poder. Y no lo consideran tanto una cuestión de justicia como una cuestión económica. “Emancipación adaptada al mercado” lo llama Christa Wichterich. El movimiento feminista de antes nunca habría considerado a una mujer a la cabeza de una poderosa empresa automovilística, o a una mujer que lleva a su país a la guerra como ministra de Exteriores como un signo de progreso, sino como una traición. Pero ahora impera una argumentación muy distinta, no sólo en McKinsey o el Banco Mundial, sino últimamente también en los grupos de mujeres. Hay que participar, integrarse en el mundo de los economistas y los políticos, ¿hacerlo todo mejor?

Esta crisis que experimenta la economía ¿es de verdad una crisis de hombres?, ¿una crisis de los jóvenes inteligentes con traje gris, como escribía el periódico francés Ouest-France? ¿No habría quebrado un banco Lehman Sisters? ¿De verdad son distintas las mujeres? ¿Lideran, deciden, gobiernan de otra forma?

En economía la verdad no resulta tan sencilla de dilucidar como quisieran creer algunos. Es cierto que, por lo general, las mujeres administran el dinero con más prudencia, no buscan tanto el riesgo, no se dejan llevar con tanta premura por las nuevas y brillantes ideas, y se las considera más conscientes de la importancia de la seguridad, y en un mundo que ha aprendido a tener miedo de jugar con el riesgo, la seguridad se ha convertido en un bien muy preciado. También es cierto que Wall Street, el mundo de los banqueros, que ha llevado a la economía mundial al borde del abismo, es eminentemente masculino. Pero esa bomba crediticia que se convirtió en el detonador de la crisis financiera la inventó Blythe Masters en JP Morgan, una mujer.

Lo que está claro es que no existe de forma natural un interés común de todas las mujeres. No cuando se está al mismo nivel, pues la armonía puede esfumarse de inmediato cuando ellas compiten por el mismo puesto o el mismo proyecto. Y tampoco cuando existen diferencias de nivel, puesto que puede ser una mujer, una consultora empresarial quizás, la que baje el sueldo de una costurera o se lleve su puesto de trabajo a un lugar en el que resulte más barato.

Esa creciente cantidad de mujeres que han adquirido poder influye en las leyes, los contratos de trabajo y las inversiones, establecen redes y dialogan en sus almuerzos para damas (Ladies lunches) en los congresos mundiales. Y lo que está por saber en todas esas ocasiones es: ¿sólo buscan una carrera mejor o también un mundo mejor?

Ahí reside la esperanza: en que la globalización de arriba ayude a la de abajo. Que las corrientes globales de información resulten útiles, que la expansión de conocimiento pueda convertirse en el núcleo de un proceso de democratización. Que allí donde crece el peligro también pueda crecer el remedio, si se abona adecuadamente. Porque la globalización del saber y de los valores tiene como mínimo tanta importancia como la globalización del dinero y la producción. Las mujeres producen una gran parte de los alimentos del planeta, pero la tierra en la que los hacen crecer pertenece casi siempre a los hombres, y muy rara vez a ellas. Normalmente ni se les ocurre que pudiera ser de otro modo. Consideran normal el no poseer, no decidir, ni siquiera sobre el propio cuerpo, porque siempre fue así, en la época de sus madres y antes, en la de sus abuelas. La impotencia, y así lo resalta con vehemencia el informe de población mundial de la ONU, no sólo surge de las formas visibles del sometimiento, sino también de las ideas que tienen de sí mismas las mujeres que ven esa impotencia como algo perenne, irrevocable. Pero esas ideas también pueden modificarse con la ayuda del saber, con apoyo, estímulo, información.

Si no queremos pintar el mundo de color de rosa, a la manera de Bhagwati, tendremos que admitir con madurez que es muy posible que la crisis proporcione un espaldarazo a las mujeres situadas en la cima, de forma que aumente su participación en el poder. Pero en las clases inferiores el panorama es muy distinto. Los primeros rescates, o al menos apoyos, han ido a parar a las industrias de la construcción y del automóvil –trabajos de hombres–. Y esas acciones de salvamento se financian con programas de ahorro que se dejan sentir abajo del todo: allí donde afectan en primer lugar a las mujeres y los niños.

“Sisterhood is global”, se decía en los albores de movimiento feminista de los años 70 y algunos siguen creyéndolo. A veces incluso resulta cierto. Como en Bangladesh, donde las costureras se han puesto en huelga; su lucha sería más difícil si no se viera apoyada en los países ricos, que divulgan su situación y les ofrecen apoyo moral. Si no comenzara a surgir poco a poco cierto interés por el precio que tiene que pagar por la globalización una trabajadora textil de Bangladesh. A veces la sisterhood podría resultar muy fácil. Por ejemplo, cuando una mujer con buenos ingresos de España o Alemania se pregunta: ¿quiero comprar en serio esta camiseta importada que cuesta unos miserables 4,99 euros? ¿O no quiero?

ilustraciones de Luis F. Sanz para FP edición española