¿Cómo acabó China contando solo con ‘Estados canallas’ como sus verdaderos amigos?

 

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Los escasos visitantes que recibió China durante la Revolución Cultural a menudo pudieron observar un enorme cartel en el aeropuerto que se jactaba de una afirmación absurda: “Tenemos amigos por todo el mundo”.  A decir verdad, la China maoísta  —un Estado canalla que exportaba la revolución y la lucha armada alrededor del mundo,  y era un acérrimo enemigo de Occidente y del antiguo bloque soviético— se encontraba extremadamente aislada. Mantenía unas cuantas relaciones de amistad con países como la Rumanía de Ceausescu y la Camboya de Pol Pot; y durante algunos años nefastos el único verdadero aliado de China fue la diminuta Albania.

Cuarenta años más tarde, un Pekín más poderosos y asertivo cuenta con muchos más amigos. Su presencia económica es recibida calurosamente por muchos gobiernos (aunque no necesariamente sus pueblos) en África; los países europeos consideran a China un socio estratégico, y ha logrado establecer nuevos lazos con importantes economías emergentes como Turquía, Brasil y Suráfrica. Sin embargo, al margen de Pakistán, que depende de China para obtener ayuda económica y militar, y que Pekín respalda principalmente para que sirva de contrapeso a India, tiene una sorprendente carencia de aliados reales.

La alianza estratégica o la amistad reales no son un producto que se pueda comprar o intercambiar. Están basadas en los intereses de seguridad comunes, y fortalecidas por valores ideológicos similares y una confianza duradera. China destaca en la diplomacia transnacional, dedicándose a corretear por todo el mundo con su abultada chequera, apoyando a regímenes (normalmente pobres, aislados y decrépitos) como Angola y Sudán a cambio de obtener unas condiciones favorables sobre sus recursos naturales o de ganarse sus votos contra las resoluciones impulsadas por Occidente que critican las actuaciones chinas en materia de derechos humanos. Y la segunda mayor economía del mundo seguirá careciendo de aliados estratégicos fiables a causa de tres factores interrelacionados: geografía, ideología y políticas.

Para empezar, China está situada en uno de los vecindarios geopolíticos más complicados del mundo. Comparte fronteras con Japón, India y Rusia; tres grandes potencias con las que se han visto envuelta en conflictos militares a lo largo del siglo XX. Mantiene todavía disputas territoriales sin resolver con Japón e India, y los rusos temen que una horda de chinos se traslade a su país inundando el despoblado extremo oriental ruso. Como rivales geopolíticos naturales, estos países no resultan aliados fáciles. Al sureste está Vietnam, una desafiante potencia mediana que no sólo ha luchado muchas guerras con China en el pasado, sino que aparentemente está haciendo preparativos para otra disputa por las aguas en litigio del Mar de la China Meridional. Y justo al otro lado del Mar Amarillo está Corea del Sur, históricamente un protectorado del imperio chino pero ahora un firme aliado de Estados Unidos.

Eso deja países como Myanmar, Camboya, Laos y Nepal, Estados débiles que son cargas estratégicas netas: caros de mantener y que arrojan unos beneficios mínimos a cambio. En la última década, Pekín cortejó a naciones del sureste asiático más importantes para hacerles entrar en su órbita con una encantadora ofensiva de libre comercio y relaciones diplomáticas. Aunque la campaña produjo una breve luna de miel entre China y la región, rápidamente perdió gas cuando la creciente asertividad china en las disputas territoriales en el Mar de la China Meridional hizo que las naciones del sureste asiático se dieran cuenta de que su mejor apuesta en cuestiones de seguridad seguía siendo Estados Unidos. En la última Cumbre del Este de Asia celebrada en Bali en noviembre de 2011, la mayoría de los países de la ASEAN intervinieron en favor de las posiciones de Washington en el Mar de la China Meridional.  

Puede que el Imperio del Centro sea el patrón de Corea del Norte, pero los dos países se tienen una intensa antipatía mutua. El temor de Pekín a una Corea reunificada le motiva a seguir facilitando enormes ayudas a Pyongyang. Y a pesar de que China sea a la vez su gasolinera y su cajero automático, el reino ermitaño no siente ninguna gratitud hacia Pekín y rara vez se digna a alinear sus intereses de seguridad con los del gigante asiático: consideremos, por ejemplo, los intentos de Corea del Norte de hacerse con armamento nuclear, que han empeorado drásticamente el entorno de seguridad de China. Y lo que es peor, Pyongyang se embarcó repetidamente en negociaciones directas con Washington a espaldas de Pekín durante las “conversaciones a seis bandas” impulsadas por China, ilustrando que siempre estuvo preparada para vender a su amigo y vecino al mejor postor. Y no obstante China no tiene mucha más opción que sonreír y hacerse la simpática, ya que sus relaciones con una Corea reunificada serían aún peores: si el democrático Sur absorbe al Norte, el nuevo país casi con toda seguridad continuaría, y posiblemente reforzaría, sus relaciones de seguridad con EE UU, en lugar de acercarse más a China.

De todos sus vecinos, solo Pakistán ha producido auténticas recompensas en seguridad para China. Pero a medida que la agitación interna debilita al Estado paquistaní, los beneficios netos de esta relación están decreciendo. Los ampliados lazos en comercio y seguridad de China con las autocracias de Asia Central se enfrentan a la competencia de Rusia (su tradicional protector) y EE UU; estos Estados pueden necesitar que China funcione como contrapeso ante las otras grandes potencias que codician sus recursos y su situación estratégica, pero sienten demasiado temor a adentrarse mucho en la órbita del gigante asiático como para formar genuinas alianzas con ella.

Si la geografía es uno de los factores que conspiran para privar a Pekín de aliados duraderos en cuestiones de seguridad, el sistema chino de partido único también limita seriamente la variedad de candidatos que se pueden reclutar para entrar en la órbita de Pekín. Las democracias liberales —en la mayoría de los casos prósperas, influyentes y poderosas— están fuera de su alcance a causa de los impedimentos internos e internacionales para establecer una alianza con una dictadura. China y la Unión Europea no formarían una alianza de seguridad; la elevación retórica de su relación a “asociación estratégica” suena inmediatamente vacía ante el actual embargo de armas europeo contra el gigante asiático y las incesantes disputas comerciales.

Las democracias electorales ahora constituyen aproximadamente un 60% de todos los Estados del mundo, haciendo el conjunto de candidatos a aliados potenciales para China mucho menor de lo que era en las décadas de los 60 y los 70. Recientes democracias liberales como Mongolia, vecina de China, están poco dispuestas a sentirse atadas a un gigante autocrático, especialmente a uno tan cercano. En su lugar, lo que buscan para su seguridad es una alianza con Occidente (y uno se puede imaginar que Pekín no se mostró muy contento de que Mongolia y Estados Unidos realizaran recientemente ejercicios militares conjuntos). Hoy, los tan pregonados lazos establecidos por China en la Guerra Fría con Rumanía y Albania se han venido abajo. Aunque sus democracias tienen importantes fallos, los líderes de ambos países parecen comprender que enganchar sus vagones al de Pekín perjudicaría sus opciones de formar parte de Occidente. Hacer negocios con China es una cosa —y quizá es inevitable en una economía moderna y globalizada— pero compartir posiciones en política exterior es algo completamente diferente.La estrategia de política exterior de Pekín en las últimas tres décadas no se ha centrado en construir alianzas estratégicas. Por el contrario, ha puesto el énfasis en mantener una relación estable con Estados Unidos y en sacar provecho de un pacífico entorno externo para fomentar el desarrollo económico interno. La diplomacia china post-Mao tuvo que meter la directa solo en dos ocasiones: para presionar a Taiwan cuando el poder estuvo ocupado por un gobierno pro independencia (1995-2008) y en las ocasiones en que tuvo que movilizar a los países en desarrollo para derrotar la campaña occidental contra China en cuestiones de derechos humanos. Aquellos eran los tiempos en los que Pekín tenía que depender de su amistad (y de veladas amenazas) para conseguir sus objetivos, como cuando convenció a Estados como Argelia y Sri Lanka para que boicotearan la ceremonia de entrega de los premios Nobel de la Paz en diciembre de 2010 que galardonaba al disidente chino Liu Xiaobo. Pero por lo demás, los líderes chinos han permanecido firmemente anclados en su creencia de que el modo más fiable para que una gran potencia salvaguarde su seguridad y sus intereses sigue siendo la expansión de sus propias capacidades mientras ignora al resto del mundo.Al igual que otras grandes potencias, China tiene Estados clientes, como Corea del Norte y Myanmar. Si Pyongyang ha mostrado cómo un vasallo puede convertirse en una peligrosa fuente de problemas, Myanmar ilustra por qué un patrón nunca debería pensar que tiene garantizado el cargo. Hasta el reciente deshielo político en Myanmar, China pensaba que tenía a la aislada junta militar en el bolsillo. Pero los generales que gobiernan el país vecino aparentemente tenían otros planes. Revocaron un contrato con China para construir una polémica presa y, antes de que Pekín pudiera dar a conocer su disgusto, liberó a prisioneros políticos e invitó a la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, a Rangún para una visita histórica. Hoy Myanmar parece estar deslizándose fuera de la órbita de influencia china.En la lejanía, el gigante asiático puede contar con unos cuantos países con los que se verdad se relaciona en términos auténticamente amistosos, como la Venezuela de Hugo Chávez, el Zimbabue de Robert Mugabe y la Cuba de Castro. Pero estos son, en general, Estados presididos por parias políticos que resultan hábiles manipuladores de las grandes potencias. Más allá del acceso a recursos naturales y del respaldo en la ONU, por muy importantes que estos sean, las buenas relaciones con este tipo de países no son de gran valor para Pekín. Y en cualquier caso, los gobernantes de estos Estados están mayores y enfermos. Cuando su lugar sea ocupado por nuevos y mejores demócratas, la relación con China puede enfriarse.Rusia es lo más parecido que tiene China a un poderoso cuasialiado. Su miedo y odio compartidos hacia Occidente, especialmente a Estados Unidos, han acercado cada vez más a Moscú y Pekín. Pero es cierto, sus intereses económicos comunes están disminuyendo: Rusia ha decepcionado al gigante asiático por su rechazo a facilitar armamento avanzado y suministros energéticos, mientras que China no ha prestado a Rusia un apoyo suficiente en su pelea con EE UU por la defensa de misiles y Georgia. Pero en un sentido estrictamente táctico, ambos se han convertido en socios de conveniencia, cooperando con el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (UNSC) para evitar el aislamiento y proteger los intereses vitales del otro. Respecto a Irán, se coordinan cuidadosamente entre sí para moderar las presiones occidentales sobre Teherán. En lo referente a Siria, en dos ocasiones han vetado conjuntamente resoluciones del UNSC para proteger al régimen de Assad. No obstante, cualquier ruso o chino sincero negaría rotundamente que sean aliados; su estratégica desconfianza mutua hace imposible una genuina alianza.El crecimiento del poder chino ha creado el temido dilema de seguridad: en lugar de hacer a los chinos más seguros, su creciente poder está suscitando el miedo entre sus vecinos y, lo que es peor, ha provocado una respuesta estratégica por parte de Estados Unidos, que ha trasladado el foco de atención de su política de seguridad a Asia. La emergente rivalidad estratégica pondrá duramente a prueba las habilidades diplomáticas de Pekín. Las opciones estratégicas disponibles en términos de reforzamiento de su estructura de alianzas son pocas. La mayor parte de los Estados asiáticos quieren que Estados Unidos mantenga su vital papel de equilibrador en la región; los amigos que China pueda hacer en otras partes del mundo no tienen peso sobre esta rivalidad. Existen, sin embargo, dos caminos difíciles pero prometedores que Pekín puede tomar. Uno es resolver las disputas territoriales todavía existentes con sus vecinos y después hacer valer su poder dentro de un sistema regional de seguridad colectivo que, una vez en funcionamiento, podría aliviar los nervios de sus vecinos, moderar la rivalidad Washington-Pekín y eliminar la necesidad de que este último reclute aliados. El otro es democratizar su sistema político, un avance que eliminaría de una vez por todas los riesgos de un conflicto estratégico completamente desarrollado entre Estados Unidos y China y proporcionaría a Pekín amigos por todo el mundo. El primero puede ser un avance —demasiado poco y demasiado tarde—, y no espere de pie a que se opte por el segundo. Artículos relacionados