Por qué los agoreros del clima demuestran poca confianza en la humanidad.

 

Feng Li/Getty Images

 

Es un gran momento para estar deprimidos por el destino del planeta. La última conferencia de Naciones Unidas sobre el cambio climático, una reunión celebrada en noviembre en Durban, Suráfrica, sugirió que es poco probable que ningún nuevo acuerdo sobre los gases de efecto invernadero tenga repercusiones antes de 2020. Y menos de un día después de que acabara la reunión, Canadá se retiró del único tratado actual sobre el cambio climático legalmente vinculante, el Protocolo de Kioto, que expira a finales de este año. Desde luego Estados Unidos nunca firmó Kioto y el Gobierno de Barack Obama no ha hecho precisamente muchos esfuerzos para buscar un tratado que lo sustituya.

Mientras tanto, quedan menos de tres meses para la próxima gran cumbre ambiental, Rio+20, la Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible, y podría decirse que las expectativas que despierta son modestas. El cambio climático quedó fuera del orden del día ya antes de que se fijase y hasta la idea misma de cambiar el nombre del Programa Ambiental de Naciones Unidas a Organización Ambiental de Naciones Unidas resultó demasiado ambiciosa para los negociadores.

Sin embargo, aunque los diplomáticos internacionales parezcan desesperados por dar la razón a los pesimistas y agoreros de todo el planeta, es importante situar el cambio climático en un contexto más amplio. Se trata de un problema vital para el mundo entero, que amenaza con retrasar el avance mundial hacia una mejor calidad de vida. El cambio climático ya es responsable de que tengamos un tiempo más extremo y está acelerando la extinción de varias especies; podría llegar a suponer la muerte de hasta el 40% de todas las especies vivas. Pero al mismo tiempo es un problema que sabemos cómo abordar, y aún estamos a tiempo de reaccionar antes de que impida definitivamente todo progreso. Y eso nos permite ser optimistas, porque el hecho de que sea controlable es el mejor motivo para intentar ocuparnos de él antes de abandonar toda esperanza como un pasajero de tercera en las entrañas del Titanic.

Empecemos por la economía. La Stern Review, dirigida por el distinguido economista británico Nicholas Stern, es el estudio más exhaustivo que se ha hecho hasta ahora de la economía del cambio climático. Sugiere que, desde el punto de vista de las rentas, los gases de efecto invernadero son un peligro para el crecimiento global, pero no inmediato ni catastrófico. Un ejemplo es la repercusión del cambio climático en el mundo en vías de desarrollo. La previsión más deprimente sobre el crecimiento de los países en desarrollo que hace el documento de Stern es el  "A2 scenario", una serie de previsiones económicas y de emisiones de gasas de efecto invernadero elaboradas para el Panel Intergubernamental de la ONU sobre el Cambio Climático (IPCC, en sus siglas en inglés). Es un modelo que predice gran lentitud en el crecimiento mundial y la convergencia de rentas (la equiparación entre los países pobres y los ricos). Pero, incluso según este modelo, el PIB per cápita de Afganistán se multiplicará por seis en los próximos 90 años, los de India y China, por nueve, y el de Etiopía, por 10. Aunque se descuente un tercio, de acuerdo con la simulación más pesimista de las que hace el informe, los habitantes de esos Estados seguirán mejorando mucho su situación: serán cuatro veces más ricos en el caso de Afganistán, y por encima de seis veces más en el de Etiopía.

Es de destacar que el informe Stern sugiere que el coste de reducir drásticamente las emisiones de gas de efecto invernadero se acerca ya al 1% (o quizá el 2%) del PIB mundial, entre 600.000 y 1,2 millones de dólares (entre unos 460.000 y 920.000 millones de euros). No cabe duda de que hay sólidos argumentos económicos en favor de luchar contra el cambio climático poniendo precio al carbono e invirtiendo en energías alternativas. El mundo será seguramente un lugar más pobre y desolado si no actuamos con rapidez para reducir los gases de efecto invernadero, pero, aun así, no parece que la economía global vaya a derrumbarse en el próximo siglo, aunque cometamos la tontería de retrasar nuestra respuesta unos cuantos años. A pesar de las inundaciones, las sequías y las elevadísimas facturas de aire acondicionado, la economía seguiría creciendo, según los datos que emplea Stern.

Las consecuencias negativas para la calidad de vida mundial serán menores si las economías siguen creciendo: el lugar en el que se está más a salvo durante una catástrofe natural es un país rico

¿Y qué ocurre con las repercusiones en la salud mundial? Las sugerencias de que la malaria se está extendiendo como consecuencia del cambio climático y de que las muertes que provocará dicha enfermedad sufrirán un aumento espectacular en el futuro debido al calentamiento se contradicen con las pruebas de que han disminuido tanto los casos de malaria como las muertes causadas por ella durante el último siglo. Los autores de un estudio reciente, publicado en la revista Nature, llegan a la conclusión de que los efectos previstos del aumento de las temperaturas sobre la malaria “son al menos un orden de magnitud menores que los cambios observados desde 1900 y dos órdenes de magnitud menores que los que se pueden lograr si se intensifican de verdad las medidas de control fundamentales”. En otras palabras, el cambio climático es y seguramente seguirá siendo un factor mínimo en el número de muertes por malaria en un futuro próximo.

¿Y otras enfermedades? Christian Zimmermann, de la Universidad de Connecticut, y Douglas Gollin, de Williams, evalúan el efecto probable que puede tener un aumento de tres grados de la temperatura en enfermedades tropicales como el dengue, que provoca medio millón de casos de fiebre hemorrágica y 22.000 muertes al año. Los medios de transmisión de estas afecciones –mosquitos, moscas, etcétera–, en general, tienen dificultades para sobrevivir con temperaturas muy frías. Por tanto, si las temperaturas se mantienen altas, es probable que estas enfermedades se extiendan. Al mismo tiempo, existen ya instrumentos para prevenir o tratar la mayoría de las enfermedades tropicales, y Zimmerman y Gollin sugieren que “unas mejoras muy modestas en la eficacia de la protección podrían  servir de contrapeso a las consecuencias del cambio climático”. Podemos controlarlo.

Lo mismo ocurre con la agricultura. El calentamiento global tendrá muchas repercusiones negativas (y algunas positivas) en el abastecimiento de alimentos, pero es probable que otros factores –tanto positivos, por ejemplo la transformación tecnológica, como negativos, por ejemplo el agotamiento de los acuíferos– tengan efectos mucho mayores. El informe del IPCC de 2001 indicaba que el cambio climático, a largo plazo, podía reducir la producción agrícola hasta en un 30%. Compárese eso, por ejemplo, con el 90% de aumento de la producción de arroz que experimentó Indonesia entre 1970 y 2006.

Una vez más, aunque el calentamiento global hará que sean más habituales fenómenos meteorológicos extremos y desastres naturales como las inundaciones y los huracanes, las consecuencias negativas para la calidad de vida del planeta serán menores si las economías siguen creciendo. El motivo es, como demuestra Matthew Kahn, de Tufts University, que el lugar en el que se está más a salvo durante una catástrofe natural es un país rico. Cuanto más dinero tienen los ciudadanos y los Gobiernos, más pueden imponer y respetar normas de edificación y reglas sobre el uso de las tierras, además de construir infraestructuras públicas, como los diques, que disminuyen el número de muertes.

No olvidemos tampoco los mecanismos de la psicología humana. Muchos ecologistas, demasiados, insinúan que para afrontar el cambio climático hay que llevar a cabo una transformación inmediata y radical de la economía global. No es verdad. La lucha contra el cambio climático es asequible y práctica, y no necesita ninguna revolución. Transmitir el mensaje de que la única forma de llegar a la sostenibilidad es volver a unos niveles de vida medievales, solo sirve para conseguir el rechazo de todo el mundo. Y, cuando uno se convence de que el mundo se encamina de forma inevitable hacia el desastre, si se hace una nueva fractura hidráulica en el medio oeste estadounidense o India construye otras tres centrales eléctricas alimentadas por carbón, la única salida lógica es sentarse, poner los zapatos en el sofá y beberse un té de cultivo artesanal hasta que la civilización se venga abajo. El cambio climático no es así; o, por lo menos, no es así todavía.

En resumen, si están buscando una excusa para agarrar una pancarta que diga “el fin del mundo se acerca” y salir a manifestarse, búsquense otra mejor; por ejemplo, la amenaza de una guerra termonuclear mundial o un asteroide descontrolado. La lucha para reducir las emisiones de gas de efecto invernadero está reservada a los optimistas recalcitrantes.

 

Artículos relacionados