Puede sonar a ciencia ficción, pero es cuestión de tiempo que los ejércitos aprendan a utilizar la Tierra como un arma.

Evitar que el calentamiento global se convierta en una catástrofe planetaria puede requerir medidas más drásticas que emplear energías renovables, realizar diseños urbanísticos megaeficientes y crear impuestos globales sobre la emisión de CO2. Estas innovaciones siguen siendo esenciales, pero el cambio climático puede convertir estas modificaciones de nuestro modo de vida –paulatinas y relativamente lentas– en el chocolate del loro. A medida que se multiplican los informes que apuntan a que el cambio climático será mayor del esperado, hay más expertos que temen que, al final, habrá que intentar algo radical: la geoingeniería.

NASA

La geoingeniería implica que los seres humanos modifiquen de forma consciente y a gran escala la geofísica de la Tierra para cambiar el medio ambiente. Entre las alteraciones podría incluirse el secuestro de dióxido de carbono en los océanos, cambiar la capacidad reflectora (de la luz) de la superficie del planeta, y bombear partículas a la estratosfera para bloquear una fracción de los rayos solares. Muchas de estas ofertas reproducen procesos naturales, así que sabemos que, en principio, pueden funcionar, aunque se conoce poco sobre sus efectos secundarios potenciales. La geoingeniería es una opción muy polémica, e incluso quienes han propuesto su utilización consideran que es el último recurso y que sólo debe considerarse cuando el resto de posibilidades hayan fallado.

Pero la geoingeniería no sólo genera dudas ecológicas, sino también un dilema geopolítico. Con procesos de esta magnitud y grado de incertidumbre, los países discutirían inevitablemente sobre el control, los costes y la responsabilidad de los errores. Aún más preocupante, sin embargo, es la posibilidad de que algún Estado decida utilizar tecnologías y proyectos de geoingeniería como armas. Es un gran riesgo no tener en cuenta esta amenaza debido a dos factores: el impacto desigual de los cambios climáticos y la capacidad de los Estados pequeños –e incluso de entidades no estatales– de lanzarse a la geoingeniería.

Por razones políticas y naturales, el calentamiento global influye de forma diferente en cada país. Las economías frágiles con infraestructuras débiles tienden a sentir más los efectos de los cambios. Ejemplo de ello son la vulnerabilidad de Bangladesh ante los monzones, la acelerada desertificación en el norte de China y la devastación del huracán Katrina en Nueva Orleans. Al mismo tiempo, el aumento de las temperaturas y la alteración de los patrones de precipitaciones pueden mejorar de forma temporal las condiciones de vida en los países en latitudes extremas, incrementando las cosechas en Canadá y Rusia durante algunos años. De un modo similar, los cambios deliberados que se realicen para luchar contra el calentamiento global también tendrían resultados diferentes dependiendo de la región.

Al mismo tiempo, los recursos requeridos para los proyectos de geoingeniería pueden variar enormemente. Una compañía llamada Climos y el Gobierno de la India han comenzado a diseñar, por separado, pruebas "de fertilización del océano con hierro" para estimular las floraciones del fitoplancton de los océanos y así poder extraer el CO2 de la atmósfera con un coste de unos pocos millones de dólares. Mientras, proyectos como la inyección de megatones de dióxido sulfúrico a la exosfera (la última capa de la atmósfera terrestre) para simular los efectos de un volcán costarían fácilmente unos 10.000 millones de dólares (menos de 7.000 millones de euros), una cantidad que se sitúa aún al alcance de la mayoría de los países desarrollados.

Es esta combinación de impacto variable y costo relativamente bajo lo que hace que sean casi inevitables las disputas internacionales por la geoingeniería. Aunque casi todo el mundo está de acuerdo en que implica demasiados riesgos, la investigación en este ámbito surgirá de forma natural a partir del instinto de supervivencia. Nadie quiere quedarse en el camino. Por otra parte, no es difícil imaginar a algunos actores internacionales haciendo cábalas sobre la utilización de esta ingeniería para otros fines.

No sería la primera vez que los Estados consideran el medio ambiente como un arma. A principios de los años 70, el proyecto Popeye del Pentágono intentó "sembrar nubes" para aumentar la fuerza de los monzones y empantanar la Ruta Ho Chi Minh [un sistema logístico utilizado por el Viet Cong durante la guerra de Vietnam]. En 1996, un grupo de oficiales de la fuerza aérea y del ejército de Tierra que trabajaban con el Programa de la Fuerza Aérea 2025 elaboró un documento titulado ‘El clima como multiplicador de la fuerza: Poseer el clima en 2025’ (que nunca llegó a ninguna parte). La Unión Soviética tenía proyectos similares en curso. Pero aunque la idea de una carrera de armamentos de este tipo puede ir paralela a esta línea del pensamiento, en realidad es un concepto muy distinto. Al contrario que en la "guerra climática", la geoingeniería sería sutil y a largo plazo; más un proyecto estratégico que una arma táctica. Y al contrario que el control del clima, sabemos que puede funcionar, puesto que llevamos décadas cambiando el clima de forma inconsciente.

Los posibles daños son variados. Una excesiva floración de algas podría esterilizar grandes áreas del océano en un determinado plazo y destruir así industrias pesqueras y los ecosistemas locales. El dióxido de sulfuro [que generan las erupciones de los volcanes y que algunos científicos consideran que podría imitarse para enfriar la Tierra, porque impide la entrada de los rayos solares] es peligroso para la salud cuando reacciona fuera de la estratosfera. También se podría extraer agua fresca de los fondos oceánicos y llevarla a la superficie para modificar la trayectoria de huracanes. Para contrarrestar esas acciones, los demás actores internacionales pueden desarrollar otros proyectos para retrasar o alterar los efectos de los primeros ataques.

A largo plazo, la geoingeniería da pánico. Puesto que su propósito declarado sería luchar contra el calentamiento global, y debido a la dificultad de saber a ciencia cierta qué proyecto es responsable de un determinado daño (a causa de la complejidad de los sistemas climáticos), la manipulación del planeta como arma ofensiva sería muy difícil de detectar. Y, en un mundo donde la disuasión nuclear sigue teniendo fuerza pero el valor de la potencia militar convencional está en cuestión, los Estados buscarán maneras alternativas e inesperadas de superar a sus competidores en poder estratégico.

A pesar del impacto global de la geoingeniería, la diversidad de patrones climáticos y la resistencia de las infraestructuras tecnológicas, económicas y sociales locales garantiza que a algunos Estados les vaya mejor que a otros. Si los estrategas nucleares de la guerra fría consideraban que se ganaba un conflicto por tener más supervivientes que el adversario, los defensores de la guerra climática podrían pensar que Estados Unidos, Europa occidental o Rusia están más capacitados para liderar la manipulación del clima que China o los países de Oriente Medio, por ejemplo.

Podrían reducirse los riesgos con políticas inteligentes. La Convención sobre la Prohibición de utilizar técnicas de modificación ambiental de 1977, aprobada por Naciones Unidas en respuesta al proyecto Popeye, prohíbe el uso de la manipulación del clima con fines militares. Es poco probable que se llegue a prohibir la investigación en geoingeniería, desde el momento en que ofrece esperanzas de evitar el desastre climático. Ponerla en manos de organismos internacionales transparentes podría reducir la tentación de convertir sus técnicas en armas; la internacionalización podría también ayudar a compartir la responsabilidad y los costes, reduciendo una fuente potencial de tensión.

La mejor estrategia para evitar el uso hostil de la geoingeniería tiene dos patas. Primera, emprender los cambios sociales, económicos y tecnológicos necesarios para evitar el desastre climático antes de que sea demasiado tarde; segunda, ampliar las redes de satélites y sensores que permiten vigilar los cambios –y la manipulación– del clima. Puede que esta estrategia no reduzca la tentación de considerar la geoingeniería como una herramienta ofensiva, pero evitaría que los experimentos y prototipos pudieran ocultarse fácilmente bajo una etiqueta de "lucha contra el cambio climático". Todos sabemos demasiado bien que la competencia internacional por la energía continuará incluso aunque nos enfrentemos a una amenaza global cada vez mayor. Sería una tragedia si, al intentar evitar una catástrofe ambiental, permitimos una nueva carrera por la ventaja geopolítica. Los riesgos de convertir a la Tierra en una arma son demasiado grandes.