Refugiados esperan en la frontera entre Serbia y Hungría. Csaba Segesvari/AFP/Getty Images
Refugiados esperan en la frontera entre Serbia y Hungría. Csaba Segesvari/AFP/Getty Images

¿Cuál es el impacto de los flujos de refugiados y su gestión por parte de la Unión Europea en los países balcánicos?

Los conflictos que asolaron la península balcánica a lo largo de los 90 dieron por concluida la denominada “cuestión balcánica” con la firma de los acuerdos de paz de Dayton. Sin embargo, los problemas de la región no sólo no se han resuelto, sino que las tensiones socioeconómicas y políticas se han acentuado con los años.  Sigue siendo una zona con riesgo de conflicto, lo que plantea un desafío claro para la seguridad en las fronteras exteriores de la UE. Quizá la cuestión balcánica no sea un problema regional, sino Europeo y, por tanto, la implicación de la Unión en estos territorios debería ser más proactiva que reactiva.

Un claro ejemplo del olvido que están experimentando estos países durante los últimos años puede observarse a través del impacto que la crisis humanitaria −provocada no solo por el conflicto en Siria, sino también por la inestabilidad en otros lugares de Oriente Medio− está teniendo en la sociedades balcánicas, que todavía mantienen la memoria fresca de lo sucedido hace solo 25 años.

El impacto de esta crisis de gestión migratoria por parte de la Unión Europea muestra una doble vertiente. De manera explícita, son sociedades que asumen la recepción de un ingente número de personas sin las infraestructuras y los recursos necesarios. De modo implícito, la crisis migratoria también está afectando a algunas de las vías que tradicionalmente son utilizadas por colectivos procedentes de estos Estados, fundamentalmente albaneses, albanokosovares y población romaní, que hasta febrero de 2015 constituían numéricamente uno de los primeros peticionarios de asilo en la UE. A pesar de lo que evidencian los números, también es verdad que el porcentaje de rechazo de estas peticiones, en Alemania, superaba el 90%. La mayor parte de las personas que llegaban en aquel momento a Europa no eran migrantes forzosos, sino migrantes económicos que escapaban de la miseria y la xenofobia en sus países de origen, pruebas evidentes de la ausencia de eficacia de la política de condicionalidad de la UE. Ante esta situación Alemania decidió comenzar a reformar su Ley de Asilo, que fue aprobada en octubre de 2015. A través de esta reforma, entre otras cuestiones, se planteaba la concesión de “país seguro” a tres Estados balcánicos que no lo eran hasta ese momento: Albania, Kosovo y Montenegro.

A todo esto hay que añadir que la futura ampliación hacia los Balcanes y Turquía se enfrentaba a una serie de factores difícilmente salvables. Por un lado la “fatiga de la ampliación”, argumento reforzado por las declaraciones de Jean-Claude Juncker en su toma de posesión como presidente de la Comisión europea en 2014 y que se une a una “pereza reformista” por parte de los países afectados; la crisis económica y del euro, con los sucesivos rescates llevados a cabo en Grecia, Portugal, Irlanda o España; una pertinaz crisis socioeconómica que se refleja en el aumento de los extremismos, del euroescepticismo y los movimientos sociales; una crisis institucional que arrastra el proyecto europeo desde el fracaso del Tratado Constitucional y cuyo último capítulo, hasta ahora, es la salida de Reino Unido del club europeo. Y, por si eso fuera poco, la UE se encuentra en uno de los momentos de mayor tensión con Moscú como consecuencia de la crisis en Ucrania.

Ante la situación que se estaba viviendo en las fronteras de Europa la respuesta ofrecida por las instituciones y gobiernos europeos llegó tarde y mal. Desde la aprobación de la Agenda Europea de Inmigración en mayo de 2015, pasando por la Declaración de Luxemburgo, las cuotas de reubicación y reasentamiento que tanto han dado que hablar, sin olvidarnos de los cierres unilaterales del espacio Schengen, el despliegue de la OTAN en el Mediterráneo o el acuerdo al que se llegó entre la UE y Turquía por un lado y entre Grecia y Turquía, por otro, en materia migratoria y que ha sido ya denunciado por diversas organizaciones sociales de ámbito internacional.

La respuesta europea no solo ha sido errática al centrarse en cuestiones de seguridad y olvidarse del cumplimiento de las obligaciones internacionales de los Estados miembros de la UE, sino que además ha llevado a una crisis mucho más grave y profunda, una crisis de identidad y de valores mayor de lo que muchos pensaban. Y es inevitable que todo ello impacte de manera directa en los países aspirantes a unirse en el medio plazo a esta UE en crisis.

Cualquier decisión tomada por la UE durante los últimos tiempos ha tenido un impacto directo sobre los países de los Balcanes occidentales. Así, el control del Mediterráneo Central por parte de Frontex, como consecuencia de la Declaración de Luxemburgo, provocó el cierre de la ruta libia hacia Italia y el desvío de los flujos hacia la ruta del Mediterráneo oriental vía Turquía y Balcanes. Los sucesivos cierres de la frontera exterior (primero húngara, luego croata) hicieron que un gran número de personas quedasen atrapadas en Macedonia y Serbia, Estados que nunca imaginaron que tendrían que gestionar una situación similar y ante la que se sintieron abandonados por la pobre ayuda financiera recibida por parte de la Unión.

Con la Cumbre de Viena de octubre de 2015, en la que participaron varios Estados miembros de la Unión, pero no la UE como tal, junto con representantes de Serbia y Macedonia, parecía que el rumbo iba a cambiar de manera sustantiva. Sin embargo, el resultado no fue el esperado por estos países y las consecuencias no se hicieron esperar. La crisis política en Macedonia en noviembre de 2015, o la presentación de la candidatura a la UE de Bosnia, son ejemplos evidentes de la apuesta de la UE por la estabilidad y no por la democratización, el Estado de derecho y la lucha contra la corrupción en la región. Esta aproximación intergubernamental a Serbia y Macedonia les ha otorgado un mayor margen de influencia y negociación, lo que favorece y tolera la emergencia de líderes y fuerzas de corte autoritario y populista que se sostienen bajo el paraguas de la UE.

Algunas de las conclusiones que podemos extraer de esta particular relación de la UE con la región de los Balcanes pueden y deben comenzar por constatar el fracaso de la política de ampliación hacia estos países, poniendo en entredicho el poder transformador de la Unión. La presencia e influencia de la UE pierde fuerza a favor de otros actores, viejos y nuevos, que entran en escena: Rusia, China, Turquía o los países del Golfo, que tienen cada vez un papel más relevante en toda la zona, Grecia incluida. Y todo ello como consecuencia del lanzamiento por parte de la UE de políticas reactivas que generan más estabilidad, pero pérdida de influencia.