El enfoque tradicional de la integración europea tiende a concentrarse
en el número de miembros y en sus logros: de Seis en su origen a Veinticinco
en la actualidad, y del carbón y el acero al euro. Sin embargo, hay
otra manera de ver las etapas de esta construcción: las de las tecnologías
de la información y la comunicación. El desarrollo de algunas
de ellas ha permitido los pasos de la ampliación y profundización
de Europa. No al revés.

Cuando entre los Seis iniciales se lanzó la Comunidad Europea del Carbón
y del Acero en 1950, imperaba el ciclostil. Ya en 1957, cuando el Tratado de
Roma y la creación de las Comunidades Europeas, había empezado
a entrar la fotocopiadora, y poco después, la máquina de escribir
eléctrica. Sin ellas, hubiera sido difícil distribuir los documentos
y la información en los cuatro idiomas oficiales de los miembros fundadores.

El papeleo empezó a crecer con la profundización primero, y
posteriormente con la ampliación para convertirse consecutivamente en
los Nueve, los Diez y los Doce con España y Portugal. El número
de documentos y de idiomas siguió creciendo. Pero ya para entonces estaba
generalizado el uso del fax, un invento viejo (la primera patente es de 1843,
incluso previa al teléfono), que empezó a desarrollarse en los
años 20 y 30 del siglo xx pero que realmente cobró importancia
a partir de los 70. Es un buen ejemplo de tecnología no óptima
que, sin embargo, satisfizo unas necesidades. Sin fax, las negociaciones de
adhesión de España, por ejemplo, hubieran resultado casi imposibles,
dada la cantidad de temas y de actores involucrados.

Pero eso no es nada comparado con la documentación manejada para la
ampliación hasta convertirse en los Quince, y posteriormente, los Veinticinco.
El número de páginas a traducir se había multiplicado
enormemente, y, con la última expansión, también lo ha
hecho el número de lenguas oficiales. El Big Bang a los 10 en 2005 añadió nueve
idiomas, a los que habrá que sumar dos más si a principios del
año próximo o del siguiente ingresan Bulgaria y Rumanía.

Afortunadamente, la tecnología parece acompañar los pasos de
la integración europea, y se pasó de los Quince a los Veinticinco
cuando ya estaba plenamente desarrollado Internet y el correo electrónico.
Sin éste último no se hubiera podido transmitir la ingente cantidad
de material necesario para llevar a cabo estas ampliaciones.

En los últimos años, muchos contactos entre dirigentes políticos
de los miembros de la UE y de sus instituciones se establecen gracias al teléfono
móvil —ya sea para comunicarse directamente, saltando por encima
de todo filtro secretarial— o por SMS, que a menudo, por el modo en que
se escriben y su dimensión, tienden a simplificar en exceso el mensaje.
Y todo ello se ha facilitado aún más con artefactos como la Blackberry
o similares, que integran el teléfono, el correo electrónico
y el acceso a Internet. Cabe recordar que Europa llegó al móvil,
de forma masiva y con capacidad de roaming para los viajeros por el continente,
antes que EE UU. Ha cambiado la forma y frecuencia de la comunicación
entre los responsables de la política exterior común y de otros
sectores.

Pero la Unión con 25 o más miembros empieza a tener serias dificultades
de funcionamiento y de toma de decisiones. En buena parte, para paliar algunas
de estas carencias se confeccionó el Tratado Constitucional, ahora en
dique seco tras los noes de franceses y holandeses. De modo informal, se ha
instaurado que los idiomas de trabajo fueran el inglés, el francés
y el alemán. Pero en debates con representantes políticos, como
los Consejos de Ministros, el Consejo Europeo o el Parlamento Europeo, y en
los textos que a menudo son de aplicación directa en los países
miembros, no es posible limitarse a lenguas de trabajo. A 25 son 20 las lenguas
oficiales (a las que cabe añadir otras cooficiales como el catalán,
el euskera y el gallego, cuyo coste financiará España).

Lo que necesita la UE son avances en traducción
e interpretación automáticas. La tecnología ayudará
a superar sus inmensos problemas de crecimiento

La UE es una Torre de Babel, que requiere traducción de textos e interpretación
de palabra. En 1992, los servicios de la Comisión Europea tradujeron
932.000 páginas, y en 2005, 1.324.000, aunque ahora se usan memorias
que conservan en paralelo los textos traducidos en los distintos idiomas. Sus
servicios de interpretación son de los mejores del mundo y se calcula
que se requieren 80 nuevos profesionales por cada nueva lengua que se incorpore.
El coste de esta ingente labor en la UE era de 40 céntimos por habitante
en 2004, antes de la última ampliación, y puede llegar a medio
euro por ciudadano en el periodo 2007-2010.

Ahora lo que necesita la UE son avances en traducción, primero, y luego
interpretación, automáticas. La Comisión Europea ha ido
impulsando programas para texto escrito. Usa uno externo, Systran, y ahora
el ECMT (Traducción a Máquina de la Comisión Europea,
en sus siglas en —claro— inglés), y ha constituido una base
de datos terminológica muy útil. Esta traducción automática
no funciona mal para saber de qué va un documento en una lengua desconocida
para el que lo recibe. Incluso Google y Yahoo van perfeccionando sus sistemas.
La interpretación automatizada aún no ha llegado, pero está en
camino. Una vez más, la tecnología ayudará a la Unión
Europea a superar sus inmensos problemas de crecimiento. Y si no se lo cree,
googléelo.

Como siempre, estamos abiertos a sus comentarios.

El enfoque tradicional de la integración europea tiende a concentrarse
en el número de miembros y en sus logros: de Seis en su origen a Veinticinco
en la actualidad, y del carbón y el acero al euro. Sin embargo, hay
otra manera de ver las etapas de esta construcción: las de las tecnologías
de la información y la comunicación. El desarrollo de algunas
de ellas ha permitido los pasos de la ampliación y profundización
de Europa. No al revés.

Cuando entre los Seis iniciales se lanzó la Comunidad Europea del Carbón
y del Acero en 1950, imperaba el ciclostil. Ya en 1957, cuando el Tratado de
Roma y la creación de las Comunidades Europeas, había empezado
a entrar la fotocopiadora, y poco después, la máquina de escribir
eléctrica. Sin ellas, hubiera sido difícil distribuir los documentos
y la información en los cuatro idiomas oficiales de los miembros fundadores.

El papeleo empezó a crecer con la profundización primero, y
posteriormente con la ampliación para convertirse consecutivamente en
los Nueve, los Diez y los Doce con España y Portugal. El número
de documentos y de idiomas siguió creciendo. Pero ya para entonces estaba
generalizado el uso del fax, un invento viejo (la primera patente es de 1843,
incluso previa al teléfono), que empezó a desarrollarse en los
años 20 y 30 del siglo xx pero que realmente cobró importancia
a partir de los 70. Es un buen ejemplo de tecnología no óptima
que, sin embargo, satisfizo unas necesidades. Sin fax, las negociaciones de
adhesión de España, por ejemplo, hubieran resultado casi imposibles,
dada la cantidad de temas y de actores involucrados.

Pero eso no es nada comparado con la documentación manejada para la
ampliación hasta convertirse en los Quince, y posteriormente, los Veinticinco.
El número de páginas a traducir se había multiplicado
enormemente, y, con la última expansión, también lo ha
hecho el número de lenguas oficiales. El Big Bang a los 10 en 2005 añadió nueve
idiomas, a los que habrá que sumar dos más si a principios del
año próximo o del siguiente ingresan Bulgaria y Rumanía.

Afortunadamente, la tecnología parece acompañar los pasos de
la integración europea, y se pasó de los Quince a los Veinticinco
cuando ya estaba plenamente desarrollado Internet y el correo electrónico.
Sin éste último no se hubiera podido transmitir la ingente cantidad
de material necesario para llevar a cabo estas ampliaciones.

En los últimos años, muchos contactos entre dirigentes políticos
de los miembros de la UE y de sus instituciones se establecen gracias al teléfono
móvil —ya sea para comunicarse directamente, saltando por encima
de todo filtro secretarial— o por SMS, que a menudo, por el modo en que
se escriben y su dimensión, tienden a simplificar en exceso el mensaje.
Y todo ello se ha facilitado aún más con artefactos como la Blackberry
o similares, que integran el teléfono, el correo electrónico
y el acceso a Internet. Cabe recordar que Europa llegó al móvil,
de forma masiva y con capacidad de roaming para los viajeros por el continente,
antes que EE UU. Ha cambiado la forma y frecuencia de la comunicación
entre los responsables de la política exterior común y de otros
sectores.

Pero la Unión con 25 o más miembros empieza a tener serias dificultades
de funcionamiento y de toma de decisiones. En buena parte, para paliar algunas
de estas carencias se confeccionó el Tratado Constitucional, ahora en
dique seco tras los noes de franceses y holandeses. De modo informal, se ha
instaurado que los idiomas de trabajo fueran el inglés, el francés
y el alemán. Pero en debates con representantes políticos, como
los Consejos de Ministros, el Consejo Europeo o el Parlamento Europeo, y en
los textos que a menudo son de aplicación directa en los países
miembros, no es posible limitarse a lenguas de trabajo. A 25 son 20 las lenguas
oficiales (a las que cabe añadir otras cooficiales como el catalán,
el euskera y el gallego, cuyo coste financiará España).

Lo que necesita la UE son avances en traducción
e interpretación automáticas. La tecnología ayudará
a superar sus inmensos problemas de crecimiento

La UE es una Torre de Babel, que requiere traducción de textos e interpretación
de palabra. En 1992, los servicios de la Comisión Europea tradujeron
932.000 páginas, y en 2005, 1.324.000, aunque ahora se usan memorias
que conservan en paralelo los textos traducidos en los distintos idiomas. Sus
servicios de interpretación son de los mejores del mundo y se calcula
que se requieren 80 nuevos profesionales por cada nueva lengua que se incorpore.
El coste de esta ingente labor en la UE era de 40 céntimos por habitante
en 2004, antes de la última ampliación, y puede llegar a medio
euro por ciudadano en el periodo 2007-2010.

Ahora lo que necesita la UE son avances en traducción, primero, y luego
interpretación, automáticas. La Comisión Europea ha ido
impulsando programas para texto escrito. Usa uno externo, Systran, y ahora
el ECMT (Traducción a Máquina de la Comisión Europea,
en sus siglas en —claro— inglés), y ha constituido una base
de datos terminológica muy útil. Esta traducción automática
no funciona mal para saber de qué va un documento en una lengua desconocida
para el que lo recibe. Incluso Google y Yahoo van perfeccionando sus sistemas.
La interpretación automatizada aún no ha llegado, pero está en
camino. Una vez más, la tecnología ayudará a la Unión
Europea a superar sus inmensos problemas de crecimiento. Y si no se lo cree,
googléelo.

Como siempre, estamos abiertos a sus comentarios. Andrés
Ortega