¿Tiene Europa motivos para temer la victoria del líder socialista francés? Para nada, podría incluso suponer una ventaja.

 

Patrick Kovarik/AFP/Getty Images

 

Como se esperaba, los candidatos de los dos principales partidos franceses, Nicolas Sarkozy y François Hollande, han superado la primera vuelta de las elecciones presidenciales. El país ha evitado una repetición de la sorprendente situación de 2002, cuando el líder del Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen, obtuvo mejores resultados que el primer ministro Lionel Jospin y apartó al dirigente socialista de la decisiva segunda vuelta. La hija de Le Pen, Marine, no ha reproducido aquel éxito, aunque, en otros sentidos, ha logrado un resultado todavía mejor. Con casi un 18% de los votos a pesar de la elevada participación, que suele perjudicar a las formaciones más extremistas, Le Pen obtuvo un porcentaje de votos superior al de hace 10 años. Su estrategia de distanciarse del antisemitismo de su padre y normalizar en gran parte la retórica (aunque no el contenido político) de su partido extremista, anti-inmigración y contra la Unión Europea, ha funcionado. El Frente Nacional tiene unos apoyos más amplios que nunca.

Mientras Francia se prepara para la segunda vuelta de los comicios, que decidirá el futuro presidente el 6 de mayo, la atención va a estar centrada sobre todo en el duelo entre el presidente actual, el centroderechista Nicolas Sarkozy, y el hombre al que casi todos los estrategas políticos consideran ya el próximo presidente, el socialista de centroizquierda François Hollande. El candidato socialista sale de la primera vuelta con un fuerte impulso político: su primer puesto en las urnas ha dado fuerzas a su partido y ha deprimido a las tropas de su oponente de centro derecha. Como es habitual en él, Sarkozy, acosado por pésimos índices de popularidad y la difícil carga de cinco años en el cargo durante una gran crisis financiera, se apresuró a lanzarse al ataque. Desafió a Hollande a tres debates televisados en vez de uno solo, como estaba previsto, y varios de sus aliados acusaron al candidato socialista de ser cobarde y huidizo por negarse a aceptar el reto. Ahora, el presidente debe aspirar a convencer a más de la mitad de los protestatarios votantes de Marine Le Pen para que voten por él el 6 de mayo. Pero tiene que hacerlo al tiempo que se asegura todo o casi todo el 9% que votó por el centrista François Bayrou. Es un ejercicio de malabarismo tan complicado que, para muchos observadores, la derrota de Sarkozy es inevitable.

Si Sarkozy lograra salir victorioso, numerosos analistas, incluso de su propio campo, prevén que el electorado de centro izquierda, furioso, acudirá en masa a los colegios electorales en las elecciones parlamentarias del 10 y el 17 de junio y el resultado será una mayoría de dicho signo. De ser así, Francia y sus aliados europeos se enfrentarían a la desagradable realidad de que uno de los dos principales países de la eurozona comience un mandato presidencial de cinco años en una situación de lo que los franceses llaman “cohabitación”, en este caso de un presidente conservador con una mayoría parlamentaria y un Gobierno de izquierdas. Para Europa sería una pésima noticia. En París nadie piensa que la cohabitación pueda permitir la formación de un Gobierno de unidad nacional, capaz de dirigir el país con destreza durante las dificultades económicas y financieras que aún nos aguardan. Las experiencias pasadas indican que habría un periodo de desestabilización y conflictos en la política francesa, lentitud en la toma de decisiones, opciones políticas limitadas y una relación difícil entre Francia y sus socios. Antes esta perspectiva, incluso algunos Gobiernos de centro derecha reconocen en privado, a su pesar, que una doble victoria inequívoca de la izquierda ofrecería mejores perspectivas de estabilidad y eficacia.

Si los mercados no permanecen tranquilos, ningún presidente francés puede permitirse el lujo de provocar ni mantener una situación de más inestabilidad en Italia y España, con el riesgo de contagio a Francia

En París se especula sobre si el presidente Hollande podría apoyarse en una mayoría de su propio partido en la Assemblée Nationale o si tendría que alcanzar algún acuerdo de Gobierno con un partido más pequeño como los Verdes o el disminuido Partido Comunista. En cualquier caso, Hollande, dado el extraordinario poder constitucional del presidente francés, tendría enorme libertad para dirigir la política europea de Francia a su gusto. Las únicas limitaciones serias las constituirían las presiones para convocar referendos sobre temas importantes y la necesidad de obtener una mayoría parlamentaria de tres quintos para llevar a cabo cambios constitucionales.

Existe un intenso debate sobre el grado de agitación que supondría la llegada de Hollande para la política europea y, más en concreto, de la eurozona. El líder socialista habla en serio cuando exige una reorientación del nuevo marco de gobernanza económica de la eurozona hacia políticas que piensen más en el crecimiento. Quiere hacer posible que el Banco Europeo de Inversiones, en Luxemburgo, conceda más créditos a las pequeñas y medianas empresas; reasignar los fondos de cohesión no utilizados del presupuesto de la UE para impulsar el crecimiento; crear bonos europeos para financiar las infraestructuras y otros proyectos de estímulo del crecimiento y transformar la relación entre el Banco Central Europeo y el Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera para que este último pueda aprovechar el dinero del primero. Pero Hollande no es ni un demagogo ni un agitador revolucionario. Con las perspectivas económicas y presupuestarias cada vez más pesimistas que afrontan España e Italia, una nueva campaña para poner en marcha políticas de crecimiento más dinámicas podría no dejarle tan aislado en Europa como algunos predecían.

Desde luego, una victoria de Holande iría seguida de un periodo de tensión con Alemania y otros socios. Su duración dependería en parte de la reacción de los mercados financieros a la nueva estrategia francesa. Si los mercados permanecen tranquilos, un presidente Hollande podría jugar con la posibilidad de iniciar un periodo más largo de incertidumbre europea. Si no, ningún presidente francés puede permitirse el lujo de provocar ni mantener una situación de más inestabilidad en Italia y España, con el riesgo de contagio a Francia. Es imposible prever cuánto tardará la eurozona en alcanzar un nuevo consenso sobre la disyuntiva entre austeridad o crecimiento. Ahora bien, no existen motivos para dudar de que se consiga. Hollande ha dicho en repetidas ocasiones que, a pesar del frío trato que le ha dispensado Angela Merkel, la canciller alemana sería su socio más importante en Europa. El carácter personal de Hollande, un hombre que gusta de construir acuerdos y es reacio a ejercer una dirección agresiva, podría muy bien ser una ventaja desde el punto de vista diplomático. Europa no tiene razones especiales para temer que Hollande llegue a la presidencia.

 

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