Cómo la Unión puede todavía ayudar a impulsar la transformación de la región.

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Los gobiernos europeos están demasiado ocupados en los distintos frentes de la profunda crisis política, económica y de modelo que asola Europa, como para dedicar mucho tiempo a la política exterior, menos aún a seguridad y defensa. Estos no son tiempos de diplomacia de recorrido ni de grandes estrategias, sino de cortoplacismos, twitter diplomacy y alianzas flexibles, que uno pueda cambiar según el interés del momento. Y cuando los europeos deciden hacer algo parecido a una política exterior y de seguridad común, tienen que priorizar crisis sistémicas, como Siria, sobre otras crisis o problemas diplomáticos enquistados, que caen, lenta pero inexorablemente, al final de la agenda, ya sea Afganistán o lejanas crisis africanas. En estas crisis de segunda se posponen decisiones hasta que no queda más remedio, como en el caso del conflicto en la República Centroafricana.

Algo parecido le sucede hoy a la política de ampliación de la UE, en su momento, prioridad de la política exterior europea y, teóricamente, uno de sus logros reconocidos en la estabilización de Europa; hoy cuestión secundaria, si no tabú. A la ampliación le aquejan tres factores: un contexto doméstico envenenado en Estados miembros clave (como el reciente llamamiento de David Cameron para restringir la libertad de movimiento de los ciudadanos de los nuevos –y más pobres– países de la UE, para frenar el ascenso electoral del UKIP); el predominio de una diplomacia de gestión y tecnocrática, que a veces trata procesos complejos como la democratización y el Estado de Derecho como una lista técnica de la que ir quitando cosas, y, finalmente, choques de intereses de todos los actores involucrados. Algunos países hacen lobby para acelerar el proceso, mientras que otros están más preocupados en los riesgos de apoderar a oligarcas o autócratas locales –y lo que ello implica en términos presupuestarios–. Por no mencionar líderes balcánicos que se debaten entre los miedos de una Europa demasiado cerrada y una quizá demasiado abierta para sus intereses.

La política de esta –quizás última– ampliación europea consiste esencialmente en intentar equilibrar estas distintas posiciones. La UE intenta generar procesos de modernización y reformas en los Balcanes, sin ir muy lejos con promesas que probablemente no puede cumplir. Este contexto, así como la necesidad de contrarrestar críticas a su gestión, explican la retórica dominante sobre el poder transformador de la UE, los progresos en las reformas y en general el efecto estabilizador de la UE en los Balcanes Occidentales. Declaraciones rápidas sobre éxitos y progresos prevalecen sobre análisis más profundos sobre lo que de verdad está sucediendo en el terreno.

 

¿Curando las profundas cicatrices de la Historia? ¿En serio?

En el terreno, sin embargo, las cosas parecen muy distintas, como también lo es la vida para muchas personas, teóricamente, los beneficiarios de estas políticas. Más que tanta diplomacia basada en viajes a las capitales de los Balcanes para reunirse con ministros sonrientes y halagüeños, algunos altos funcionarios europeos podrían de vez en cuando, por ejemplo, coger uno de los viejos autobuses que sale de Sarajevo Este hacia Bosnia Este, que sufrió el grueso de la limpieza étnica. Los campos plagados de minas anti-persona a lo largo de la Inter-Entity Boundary Line (línea de demarcación que divide Bosnia Herzegovina en dos entidades, la República de Srpska y la Federación Bosnio-Croata), los centros de población en declive, las fábricas yugoslavas abandonadas y una sensación general de decadencia y pobreza son duros recordatorios de que algo no funciona.

Excluyendo a algunos soldados de la misión europea EUFOR o algún proyecto de infraestructuras financiado por la UE, la Unión es inexistente aquí, una consideración que es aplicable a gran parte de una región fundamentalmente rural. Los retornados, en ambos lados de la Inter-Entity Boundary Line  (IEBL), son en su mayoría ancianos que viven en núcleos aislados –incluso para estándares balcánicos–, lejos de centros urbanos habitados por otras mayorías étnicas, con quienes la relación se limita a contactos personales o iniciativas ad hoc. Unas 7.000 personas todavía viven hacinadas en horrorosos centros colectivos, muchos de ellos habiendo ya perdido su estatus de Persona Desplazada –y el reloj de la vida. La UE financia el Regional Housing Program, que debe ser implementado por la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). Pero la segregación, la economía y la demografía bien podrían acabar finalizando el trabajo que empezaron los criminales de guerra.

Bosnia es una espina clavada para toda la comunidad internacional. No obstante, y con algunas excepciones, también es difícil ver en los países teóricamente en progreso a la integración europea, esta modernización liderada por la UE. Imágenes similares se encuentra en otras partes de los Balcanes. En Prístina (Kosovo) puedes encontrarte con coches envueltos con la bandera albanesa de la doble águila del héroe nacional Scanderbegh, realizando disparos al aire (una costumbre local para celebraciones donde el folclore y bodas se unen con lo identitario), para pocos minutos después toparte con banderas serbias al llegar a Gračanica, de mayoría serbia, donde te hablan de una historia totalmente diferente, siendo la única narrativa común el nacionalismo. Excluyentes simbolismos, asfixiantes políticas de identidad y discursos infundidos de odio –por espurios intereses políticos– lo impregnan todo. Aun considerando algún avance positivo como el acuerdo entre Serbia y Kosovo logrado por la UE, la idea de que la Unión está jugando un papel central en la “curación de profundas cicatrices históricas” es cuestionable, o un objetivo muy distante todavía.

 

Los viejos hábitos no mueren con facilidad

Por ahora, las reformas impulsadas por la UE están logrando escasos resultados en lo que respecta al nacionalismo, a los juegos de políticas de suma cero y las redes de poder, los mismos factores estructurales que sembraron el conflicto. Las declaraciones sobre el poder transformador de Europa suenan vacías en los oídos de mucha gente que ve cómo son las mismas élites de la etapa comunista quienes, bajo una u otra fachada, siguen en el poder. Impunidad, captura del Estado, corrupción sistémica y clientelismo son términos comunes en la mayoría de los informes diplomáticos sobre los países. Mientras informes de la Comisión hablan de progreso en lugares como Albania para justificar la concesión del estatus de Estado candidato, otros expertos hablan de un “régimen híbrido”, similar al de Libia o Venezuela.

Uno se asombra de la maestría con la que las élites balcánicas actúan hábilmente en tres juegos diferentes: el europeo, el nacionalista y el de divide y vencerás. Las leyes se aprueban en procesos exprés cuando se acerca el informe de progreso de la Comisión Europea (CE), o cuando el Comisario europeo está de visita, junto con visitas continuas a Bruselas para reforzar sus credenciales europeas. Pero fuera de las cámaras es donde se juega la verdadera partida, con luchas políticas internas que frenan las reformas. Apelar al nacionalismo viene bien cuando se trata de resistir desafíos de poder o de utilizar a otros como chivos expiatorios de los propios fracasos de gobernanza. Y, por último, las élites son maestras a la hora de dividir a los actores internacionales, utilizándoles para sus propios intereses.

Por tanto, estos Balcanes de camino a la UE son una mezcla retorcida de viejos hábitos, los 90, transiciones políticas inciertas y ciertos destellos de europeización. Algunos viejos hábitos no desaparecen fácilmente, como la preferencia por el liderazgo fuerte, cuasi-autocrático (čvrsta ruka); una cultura de dependencia de los demás para resolver sus propios problemas y, de fondo, una cultura política que tiende a premiar la destrucción del adversario y aborrece el consenso. La UE está atrapada en este círculo vicioso y a menudo se ha convertido en otra arma de la política local.

 

Un cambio de políticas

Transformar sociedades fragmentadas y desgarradas por la guerra es una tarea desalentadora que cuestiona lugares comunes y cosecha pocos éxitos –o sea que no es precisamente de interés para el gobernante europeo medio. Pero, en los Balcanes Occidentales, la UE debería ir más allá de la actual dinámica de autocomplacencia y diplomacia de Twitter. No hay recetas perfectas y los oficiales de la CE a menudo son conscientes de estos dilemas y los juegos de las élites, pero con demasiada frecuencia la política de ampliación opera como una chaqueta de fuerza, limitando la necesaria flexibilidad para adaptarse a circunstancias cambiantes.

Para empezar, los Estados Miembros necesitan promover mayor consenso interno sobre la ampliación, vinculando los esfuerzos de la UE sobre el terreno con una cierta dirección estratégica –y una visión a largo plazo de Europa, hoy inexistente. Los europeos también deberían probar diferentes opciones y no solo emplear un único modelo para casos diferentes –algo que es también aplicable a toda la política en la vecindad Este y Sur. El problema con Bosnia no se resolverá solo con criterios de ampliación: hay una larga lista de prioridades, ante todo, reconciliación y reforma constitucional. Es positivo que la Estrategia de la CE sobre Ampliación de 2013-14 identifique la reconciliación como una tarea pendiente, así como el imperio de la ley y una democratización más profunda. Pero estos son procesos a largo plazo que no pueden lograrse de la noche a la mañana, desde arriba, al ritmo de las necesidades de las élites locales o las dinámicas específicas de la UE. Y son procesos en los que la Unión no puede asumir responsabilidades exclusivas.

Es probable que una transformación a gran escala de los Balcanes Occidentales no se logre pronto –la Historia pesa demasiado. Con todo, a pesar de su gran pérdida de reputación, la UE todavía conserva un poder de atracción para muchas personas en los Balcanes –y más allá, como Ucrania– que solo han conocido el conflicto, la injusticia y la opresión, y que merecen algo mejor. A pesar de sus límites como actor geopolítico y militar, podría ser que una vecindad más estable y democrática sea al final el mayor legado de Europa.

 

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