Un agricultor recoge trigo en Xian, Shaanxi. (China Photos/Getty Images)

El historiador Frank Dikötter analiza el Gran Salto Adelante, etapa del régimen maoísta en la que se produjo la hambruna más grande de la historia, fruto de un sistema esclavista y violento.

La gran hambruna en la China de Mao

Frank Dikötter 

El Acantilado, Barcelona, 2017

El Gran Salto Adelante es la mayor prueba histórica de los peligros del optimismo. Esta etapa del régimen maoísta, de 1958 a 1962, pretendía que un país atrasado como China alcanzara niveles de desarrollo superiores a los de los países occidentales, en dirección a un paraíso comunista. No lo consiguió, y dejó una estela de 45 millones de muertos -la mayor catástrofe producida por el hombre- causados por un sistema militarista donde se condenaba al más débil a morir de hambre, donde toda salida de la ortodoxia era cortada con violencia y en el que las condiciones de vida se asemejaban al esclavismo más cruel.

El historiador Frank Dikötter explica esta etapa en su potente libro La gran hambruna en la China de Mao. Las tesis de Dikötter quedan claras, además de apoyadas por la gran cantidad de documentos a los que ha tenido acceso (aunque, nos advierte, los más importantes siguen bloqueados por el Partido Comunista, y no parece que esta situación vaya a cambiar pronto). Todo hecho relatado en el libro está justificado por múltiples documentos y ejemplos, lo que a veces ralentiza y cansa la lectura, pero encuentra justificación en el objetivo que tiene el autor: escribir la obra más completa y exhaustiva sobre el Gran Salto Adelante, cosa que consigue. Pese a la inmensidad de datos y hechos, el estilo favorece la lectura y el interés, especialmente cuando se relatan las luchas internas en el Partido Comunista, las delirantes políticas llevadas a cabo en esta etapa o las tragedias particulares que ilustran la bestialidad de la época. Al acabar el libro, uno quiere comprar cuanto antes los libros de Dikötter dedicados a la Revolución Cultural y a los primeros años del Gobierno de Mao.

Dikötter sitúa el inicio del Gran Salto Adelante en la “campaña de conservación de aguas” que Mao Zedong decidió llevar a cabo en 1958. El objetivo era crear grandes presas y desviaciones de agua que generaran nuevas zonas fértiles y mayor productividad agraria. El resultado fueron centenares de proyectos megalómanos e inservibles, fruto de un entusiasmo frívolo que movilizó a inmensas cantidades de población para construir obras de ingeniería que apenas se habían estudiado. Uno de cada seis chinos estaba cavando tierra durante esa etapa, en un régimen de vida cercano al esclavismo. Las diferentes provincias rivalizaban por ver cuál de ellas era la que más tierra había removido, en un afán de competición para satisfacer a sus superiores, aunque -en muchos casos- todo ese esfuerzo humano no tuviera función práctica alguna. Estas cifras eran usadas por el Gobierno como datos propagandísticos de cara al exterior, para demostrar la presunta superioridad del modelo socialista. El dato más repetido era el de la producción de acero, realizada en pequeños hornos que se construían en cada pueblo, donde los dirigentes locales fundían todo tipo de objetos cotidianos requisados (sartenes, camas, puertas, clavos) con el objetivo de aumentar la producción. Lo mismo se hacía con la agricultura, expropiando los techos de casas campesinas – hechas de paja y barro- para usarlos como fertilizante en los campos. Como consecuencia, entre un 30 y un 40% de las viviendas de China fueron destruidas durante esta etapa. Las medidas para conseguir cotas más altas eran delirantes: en varias aldeas de Guandong, se obligó a las mujeres a raparse el pelo para usarlo como abono en los campos.

Pese a toda esta movilización, la mayoría de las estadísticas que los pueblos y provincias entregaban  eran falsas. El miedo al castigo si no se llegaba a cifras de producción altísimas generaba un sistema viciado que inflaba los datos, factor esencial de la hambruna que tuvo lugar durante esos años, la más mortal de la historia humana. Sobre el papel, las cifras de producción de alimentos aumentaban y, por tanto, las requisas ejercidas por el Estado central también lo hicieron. Pero la situación real era que éste se llevaba más recursos cuando, precisamente, la producción había sido más baja, debido a las medidas delirantes que se habían llevado a cabo. Esto generó una disminución de alimentos disponibles que abrió la puerta a la gran hambruna.

La catástrofe afectó principalmente al campo, el sector más desprotegido, ya que el Gobierno mimaba especialmente a la industria urbana. Pero las ciudades para nada se salvaron de esta situación. Las fábricas producían productos de pésima calidad bajo la directiva de generar cuantas más unidades mejor, al margen de su estado. La corrupción y el robo dentro de las propias industrias era habitual; floreció un importante mercado negro. La mala gestión burocrática provocaba situaciones en las que se pudrían toneladas de grano o fruta debido a una pésima administración de los transportes, o por errores en documentos oficiales. Pese a esto, durante toda esta etapa aumentaron en un 50% las afiliaciones al Partido Comunista, una casta que disfrutaba de las mejores condiciones de vida y tenía la capacidad de imponer su voluntad mediante la violencia. Mientras, el resto de la población moría de hambre y sobrevivía, en buena parte, mediante el robo a sus propios vecinos. Se documentaron múltiples casos de cuidadoras de jardines de infancia -ninguna madre podía optar a estar con sus hijos, bajo pena de perder su ración de comida- que robaban los alimentos asignados a los niños que tenían a su cargo. Como apunta Dikötter, “la colectivización radical creó condiciones de carestía extrema en las que la supervivencia de unos exigía que otros murieran de hambre”.

¿Cómo nadie del Partido Comunista, donde históricamente habían existido diversas facciones que generaban un cierto equilibrio, criticó esta política o reunió fuerzas para oponerse a ella? Dikötter apunta a las purgas que Mao realizó antes de lanzar esta campaña mortífera. Los miembros del Partido que anteriormente habían expresado críticas contra el líder fueron sometidos a su línea o marginados. Se hizo cambios importantes en el Ejército para evitar una posible sublevación. El resultado fue que, en el momento de llevar a cabo el Gran Salto Adelante, todas las voces críticas de importancia habían sido adecuadamente silenciadas. El lenguaje usado en estas campañas sería un preludio de la retórica que florecería con toda su fuerza durante la Revolución Cultural.

A pesar de que veamos esta catástrofe en clave interna, las relaciones internacionales entre China y el resto de países comunistas tuvieron bastante que ver. El Gran Salto Adelante fue, en buena parte, fruto de la competición que Mao quiso llevar a cabo contra la URSS de Kruschev, presidente al que despreciaba por la desestalinización que llevó a cabo, una política que Mao temía que sus camaradas de partido pudieran copiar. En el inicio del Gran Salto Adelante, China importó grandes cantidades de maquinaria que aumentaron enormemente su déficit comercial. Mao no quería mostrarse débil, y prefirió exportar los alimentos producidos en China (y muy necesitados por la población) antes que no pagar sus deudas y quedar mal de cara al exterior. A la vez, ofrecía créditos baratos y productos de primera necesidad subvencionados a otros países socialistas, con el único objetivo de aumentar su reputación internacional. Todo ello con pleno conocimiento de que había zonas de su propio país donde la gente moría de hambre, y que podrían haber sobrevivido alimentándose de todas esas mercancías que el Gobierno mandaba al exterior.

El sistema que sirvió para movilizar y controlar a toda la población tenía como base una siniestra ética del sacrificio, de inspiración militarista. Dikötter explica así la mentalidad de la que surgió toda esta tragedia: “Todos los dirigentes eran militares habituados a los rigores de la guerra. Habían pasado veinte años en una lucha de guerrillas en condiciones extremas de privación. […] Habían sobrevivido a crueles purgas y sesiones de tortura que de tiempo en tiempo convulsionaban al propio Partido. Glorificaban la violencia y estaban acostumbrados a las pérdidas masivas de vidas humanas. Y todos ellos compartían una ideología en la que el fin justificaba los medios. […] La fuerza bruta con que habían conquistado el país se desató entonces en la economía, sin que se prestara atención al número de bajas. Y como se creía que la mera fuerza de voluntad era capaz de casi todo -podía mover montañas- cualquier fracaso se parecía sospechosamente a un sabotaje”.

Esta mentalidad hacía que cualquier crítica al Gran Salto Adelante fuera considerada como “derechista”. Las personas que ponían en duda la viabilidad de proyectos delirantes, advertían de la situación de hambruna o pedían medidas más humanas para la población eran tildadas de “contrarrevolucionarias”. Esto generaba un círculo vicioso: los dirigentes provinciales querían mostrarse lo más revolucionarios posibles -es decir, imponiendo medidas más draconianas al pueblo e inflando las cifras-, y, a la vez, los dirigentes locales querían ser aún más radicales que sus superiores, en parte por fanatismo y en parte por miedo a ser tachados de “derechistas”.

Para imponer su voluntad, el método más común era privar de la ración diaria de alimento a la gente que no obedecía, cometía una falta o no iba al trabajo, aunque fuera por enfermedad. Las cantidades de comida se daban por criterios de darwinismo social: los trabajadores más fuertes recibían mayores raciones, mientras que las mujeres y enfermos obtenían cantidades menores. Lo mismo para niños y ancianos, a los que también se obligaba a trabajar. Pero la base fundamental del sistema era la violencia y el terror “arbitrario e implacable”. El secretario del Partido de una comuna -que había vapuleado a 150 personas, cuatro de ellas a muerte- tenía un consejo para los nuevos afiliados: “Si quieres militar en el Partido, tienes que saber dar palizas”. Según Dikötter, 2,5 millones de personas murieron a golpes y por torturas durante el Gran Salto Adelante. Las humillaciones eran constantes. En Hunan, las mujeres embarazadas que no iban al trabajo eran obligadas a desnudarse e ir a romper hielo en pleno invierno. Entre uno y tres millones de personas se suicidaron durante esta etapa.

Durante todo el libro, Dikötter recoge ejemplos -escritos sin sensacionalismos- que ilustran la barbarie de esta etapa. Casos como el Deng Daming, al que se mató, se cortó a trozos y se usó como abono, para castigarle por las habas que su hijo había birlado. O el caso de un niño que había robado un puñado de grano, y fue enterrado vivo por su propio padre bajo la coacción de los cuadros locales del Partido.

Pese a todo, muchas veces la bestialidad no necesitaba ninguna coerción directa. El sistema ya funcionaba por sí sólo. Se documentaron múltiples casos de gente que había desenterrado cadáveres humanos para comérselos, presos de la desesperación. El hambre lo podía todo: “No todo el mundo podía vivir con el llanto constante y las peticiones de comida de los niños, todavía más insoportables por las difíciles decisiones que había que adoptar cuando se distribuían recursos escasos. Liu Xiliu, privada de comida durante seis días por haber estado demasiado enferma para trabajar, sucumbió por fin al hambre y devoró la ración de su niño. Éste, a su vez, no tardó en echarse a llorar. Incapaz de soportar aquel tormento, la mujer acabó por tragar sosa cáustica para poner fin a su propia vida”.