El gigante asiático continúa con la creación de nuevas ciudades, el movimiento interno de población y la construcción de grandes infraestructuras.

Por primera vez en la historia, en el siglo XXI la mayoría de personas vive en ciudades. Al frente de este gran proceso de urbanización, impulsado por los países en vías de desarrollo, se encuentra China. Después de 35 años de frenético crecimiento económico, el gigante asiático cuenta en la actualidad con 131 ciudades de más de un millón de habitantes frente a las 18 de la Unión Europea. Si en 1990 el 26% de los chinos vivía en zonas urbanas, en 2012 la cifra se había disparado hasta el 54%. Con su llegada al poder el año pasado, el nuevo gobierno chino ha vuelto a reforzar su compromiso con la urbanización. De cumplirse sus planes, otros 250 millones de personas se habrán mudado a ciudades en 2030, alcanzando un total de 1.000 millones de chinos urbanos.
A medida que los jóvenes se van a la ciudad a buscarse la vida, los pequeños pueblos del interior de China se quedan desiertos. Con pocos recursos económicos, mal conectados con los núcleos urbanos y el comercio internacional y con escasos recursos para la educación o la sanidad, tan solo los mayores deciden permanecer en el campo. En muchos casos, estos pueblos y sus familias sobreviven gracias a las "remesas" que llegan de la ciudad. La migración interior china responde a distintas escalas y variables geográficas. Los que viven en pueblos pequeños se mudan a ciudades medianas, mientras que estos buscan instalarse en las capitales provinciales o en las grandes metrópolis como Pekín, Shanghai, Guangzhou o Shenzhen. El movimiento casi siempre se produce desde el oeste y el centro del país hacia las ciudades costeras, donde se ha concentrado el desarrollo económico en las últimas décadas.
El grueso de los migrantes llega a las ciudades de la mano de algún familiar o amigo y casi siempre procedente del mismo pueblo natal. Gracias a estas conexiones, los jóvenes chinos se incorporan a las cadenas de producción de las fábricas, se introducen en el sector de la construcción o trabajan en algún pequeño establecimiento como restaurantes, peluquerías, centros de masaje o tiendas de comestibles. A esta población se la conoce en China como waidiren (literalmente, "la gente de fuera") y su principal objetivo para mudarse a la ciudad es conseguir mejores trabajos, ganar más dinero y poder ofrecer mejores condiciones de vida a sus hijos (sobre todo en educación). En la imagen, Liu Xia, una joven de 25 años que llegó a Pekín en 2006 procedente de la provincia de Shandong, posa junto con su hijo de cinco meses frente a la peluquería en la que trabaja con su marido.
La imagen de los rascacielos de Shanghai es una de las más simbólicas del gran proceso de urbanización chino. Donde hasta los años 90 no había nada más que tierras embarradas, el Gobierno local decidió levantar uno de los complejos urbanos más modernos del mundo, con decenas de torres de oficinas, hoteles de cinco estrellas y centros comerciales. Shanghai es probablemente el mejor ejemplo de esa apuesta por los distritos financieros y las grandes construcciones; pero no es ni mucho menos el único: China cuenta con 200 rascacielos de más de 250 metros de altura, cuatro veces más que Estados Unidos.
La mayoría de las viviendas chinas, sin embargo, son mucho menos luminosas que los rascacielos de Pekín, Shanghai o Shenzhen. Bajo la filosofía de construir rápido y barato, el edificio que mejor describe la urbanización del país es el bloque de viviendas de 15, 20 o 30 plantas, omnipresente a lo largo y ancho de su geografía. Son construcciones prácticamente idénticas y funcionales, cuyo objetivo es acoger al mayor número de personas en el menor tiempo posible. Aunque China ha conseguido en gran medida evitar el surgimiento de favelas -al menos de las dimensiones de Brasil e India- y promover una urbanización bastante ordenada, los arquitectos se quejan de la falta de humanidad de las ciudades y del poco valor estético de los edificios.
Tanta construcción (y tan rápida) ha sido posible gracias a la abundante mano de obra del país. Estos "héroes olvidados", que con frecuencia trabajan todos los días de la semana y se organizan en turnos de 24 horas, suelen instalarse de forma temporal en las ciudades y trabajar por cortos períodos de tiempo. Cuando acaban la obra, se vuelven a sus lugares de origen e intentan buscar otro trabajo. Aunque el sueldo mínimo se ha incrementado desde el 2008 en medias anuales en torno al 20%, lo cierto es que la construcción es probablemente el sector más duro y precario, también en el que los empresarios cometen más abusos. Uno de los impedimentos con los que los chinos se encuentran a la hora de instalarse en la ciudad es el sistema de registro o hukou que liga los servicios sociales básicos (como educación o sanidad) al lugar de origen de la persona. Aunque siempre hay soluciones al problema, sobre todo pasando por caja, la imposibilidad de asistir a las escuelas públicas (junto con otros factores como el alto precio de la vida o la posesión de tierra en el campo) hace que una gran parte de los migrantes no estén completamente integrados en las urbes. Según cifras oficiales, de los actuales 730 millones de urbanitas chinos, un tercio no está registrado en la ciudad en la que vive.
La fiebre de la construcción en China abarca todo lo imaginable: nuevos edificios gubernamentales, estaciones de tren, aeropuertos, autopistas, centros de congresos, museos, canales, hospitales, presas, universidades...En el interior de las urbes, el metro se ha ido abriendo paso a toda velocidad. Si hace una década se trataba de una forma de transporte casi desconocida, en la actualidad 18 ciudades chinas tienen ya al menos una línea de metro en funcionamiento, una cifra que se multiplicará por dos en 2018. Con 465 kilómetros de extensión, el metro de Pekín (en la imagen) es ya el tercero más largo del mundo, por detrás tan solo de Seúl y Shanghai. La enorme población con la que cuenta el país hace que algunas infraestructuras se desborden al poco tiempo, convirtiendo las aglomeraciones y las esperas en uno de los problemas más frecuentes de las ciudades chinas.
La urbanización es una de las principales causas de la contaminación del aire. Entre otras industrias pesadas, el país necesita producir toneladas y toneladas de acero para construir infraestructuras, lo que emite a la atmósfera grandes cantidades de dióxido de carbono y metales. Esos materiales son además transportados de un punto a otro del país a través de anticuados y poco eficientes camiones de mercancías. Además, todo el proceso de urbanización demanda mucha energía, lo que implica quemar más carbón, utilizar más gasolina y consumir más gas. Las grandes de obras de construcción a menudo están rodeadas por la omnipresente contaminación del aire que sufre el país.
Aunque depende de la región, en China hay ciudades en las que decenas de kilómetros cuadrados se han reducido a escombros para construir nuevos barrios residenciales o nuevos complejos de oficinas. La destrucción casi nunca ha respetado barrios históricos ni patrimonio artístico, lo que ha provocado la pérdida de cascos antiguos, como los famosos "hutongs" de Pekín, o de viviendas de gran valor. Si Mao Zedong, cuando llegó al poder en 1949, se propuso construir la "nueva China", desde 1978 el desarrollo económico se ha encargado de no dejar huella del pasado.
Con la vida en la ciudad, los chinos se han lanzado también a la compra de vehículos privados, algo casi impensable hace una década. China es ya el mayor productor y consumidor de coches, y por sus calles han pasado de circular 5,4 millones de vehículos en 1990 a 83 millones en 2012.A largo plazo, la urbanización china, como la del resto del planeta, tendrá que plantearse nuevas fórmulas de desarrollo y transporte que sean más sostenibles y menos contaminantes, pero que al mismo tiempo sean capaces de gestionar núcleos urbanos que fácilmente sobrepasan los 10 millones de personas.