Es hora de que Occidente se dé cuenta de que Mijaíl Saakashvili no es ningún santo y que Georgia no es en absoluto una víctima inocente.

 

La breve guerra del pasado agosto entre Rusia y Georgia no se libró sólo en las colinas de Osetia del Sur, sino también en los medios de comunicación. No se puede decir que el Ejército georgiano destacase en el primer frente, pero su Gobierno –y especialmente su presidente, Mijaíl Saakashvili– dominó totalmente el segundo.

VANO SHLAMOV /AFP/Getty Images

Guerrero mediático: El presidente georgiano, Mijaíl Saakashvili, es un experto de la manipulación.

Desde los primeros momentos del conflicto, el líder georgiano se lanzó a través de las ondas en busca de comprensión y ayuda internacional. En general, sus esfuerzos funcionaron y la opinión pública occidental se tragó la historia de que un pequeño aliado democrático estaba siendo intimidado por una superpotencia sin escrúpulos. La versión rusa, que un presidente sectario y hambriento de poder iba a perpetrar un genocidio contra los osetios, tuvo buena acogida interna pero no funcionó tan bien a escala internacional.

Sin embargo, en los últimos meses se ha abierto paso una visión más compleja que estas dos caricaturas. Ninguno de los bandos sale libre de culpa. Pero a la vista de esta nueva información, está claro que para el presidente electo de EE UU, Barack Obama, meter en cintura a Georgia será una tarea tan importante como contener a Rusia.

Desde el cese de las hostilidades y la retirada de las tropas rusas de Georgia propiamente dicha, Moscú y Tbilisi han seguido lanzándose puñales acerca de los motivos y el comportamiento de cada uno durante la guerra. Los orígenes del conflicto siguen siendo confusos, y cada bando expone una serie de analogías históricas disfrazadas de argumentos –desde la invasión de los Sudetes por Hitler en 1938 hasta el apoyo militar de la Unión Soviética a un Gobierno afgano ilegítimo en 1979. Pero una cosa está clara: Occidente en general, y Estados Unidos en particular, no consiguieron que el bravucón Ejecutivo georgiano desistiese de convertir un problema territorial interno en una guerra regional.

La respuesta militar rusa fue un acto precipitado y descarado, que con razón ha sido condenado por las potencias extranjeras, pero la próxima Administración de EE UU debe aprender que los países pueden jugar políticas arriesgadas con los amigos, además de con los adversarios. Las autoridades estadounidenses advirtieron a Tbilisi de los peligros de usar la fuerza militar, pero aún así Saakashvili endureció su retórica y aprovechó los anuncios occidentales de que la consolidación de la democracia y la entrada de Georgia en la OTAN estaban garantizadas. Una serie de mensajes poco claros de EE UU contribuyeron a que el Gobierno georgiano tuviera la sensación de que una guerra rápida y exitosa contaría con la aprobación de Washington.

Recientes informaciones procedentes del Cáucaso cuestionan la versión georgiana del origen de la guerra. Una investigación realizada por dos veteranos reporteros de The New York Times desveló que los bombardeos de zonas civiles en Tsjinvali, la capital de Osetia del Sur, comenzaron mucho antes de lo que las autoridades de Tbilisi afirman. Además, Amnistía Internacional ha denunciado que ninguno de los dos bandos protegió adecuadamente a los civiles.

Es cierto que estos supuestos ataques del Ejército de Georgia palidecen en comparación con la limpieza étnica sistemática perpetrada por las milicias de Osetia del Sur en las aldeas georgianas, pero estas recientes informaciones difieren notablemente de lo publicado inicialmente por los medios de comunicación occidentales, que se basaron en la versión de Tbilisi.

Por desgracia, quienes en Washington apoyaron ciegamente a Saakashvili adolecen de la misma mentalidad simplista que contribuyó a provocar la guerra. Piensan en los intereses de Georgia únicamente en el contexto de las perversas tácticas rusas en el tablero estratégico eurasiático. Hasta los mismos ciudadanos ven las cosas con muchos más matices.

Las encuestas realizadas recientemente por el Instituto Republicano Internacional muestran que el número de georgianos que piensan que el país avanza en la dirección correcta es mayor que antes de la guerra. Pero cuando se les preguntó cuál es su principal miedo, sólo el 8% menciona un “ataque de Rusia”. En cambio, el 48% dijo que lo que más teme es que se reanuden las hostilidades. Además, la posibilidad de ingresar en la UE o en la OTAN, aún siendo una preocupación destacable, les importa menos que la creación de puestos de trabajo. Así que, para el ciudadano de a pie, Rusia no es ni el agresor evidente ni la gran amenaza que los extranjeros hacen que parezca.

Saakashvili y su formación, el Movimiento Nacional Unido, emergieron de la guerra con más popularidad que nunca. Un partido que estaba menguando y envuelto en polémicas ahora logra un porcentaje de aprobación de más del 50% en las encuestas. Pero entre los apoyos del presidente empiezan a aparecer fisuras. Una serie de importantes figuras políticas que inicialmente respaldaron la gestión de la guerra ahora cuestionan públicamente al Gobierno. A principios de noviembre, nada menos que 15.000 opositores se concentraron en la capital georgiana para pedir el adelanto de las elecciones, y prometieron iniciar una nueva oleada de protestas contra la gestión que Saakashvili ha hecho de la guerra y sus consecuencias.

Los gobiernos occidentales harían bien en prestar atención a la voz de los propios georgianos. Deberían darse cuenta de que respaldar al presidente Saakashvili, apoyar las fronteras oficialmente establecidas, y apoyar la democracia en Georgia no sólo han dejado de ser posiciones sinónimas, sino que incluso pueden ser mutuamente excluyentes. Los amigos de Georgia deberían tomar nota de cómo los ciudadanos de este país han definido sus intereses nacionales –de modo más sofisticado, variado y pragmático de lo que les gustaría sus líderes.

Mijaíl Saakashvili ha supervisado reformas importantes y ha hecho que su país dé algunos pasos para convertirse en una auténtica democracia europea, pero Estados Unidos necesita urgentemente una política para Georgia basada en los intereses reales de ambos países, no una astuta campaña personal de marketing.

 

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