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Jóvenes reclutas durante una inspección rutinaria al noroeste de Estocolmo, Suecia, 2017. Frederik Sandberg/AFP/Getty Images

El debate sobre la reintroducción del servicio militar obligatorio se aviva en varios países europeos ante las crecientes amenazas.

En tiempos recientes, Europa se aclimató a una sensación de paz intrínseca sin precedentes. Sucesivos gobiernos aprovecharon ese período de relajación estratégica para depositar íntegramente los cometidos bélicos en ejércitos profesionales. El servicio militar obligatorio, último eslabón de la corresponsabilidad defensiva entre el ámbito castrense y el civil, fue eliminándose en la gran mayoría de los países del continente.

Se impuso así la idea de que ese interludio militar en la vida de los civiles es una ineficaz rémora del pasado, especialmente en el contexto de asistencia mutua que garantiza la OTAN, de la que son miembros la mayoría de los Estados europeos. La eliminación del servicio se convirtió también en una suculenta promesa electoral de recomendado cumplimiento.

Pero no todos los países europeos eximen a sus ciudadanos de contribuir a la defensa nacional. Austria, Chipre, Dinamarca, Estonia, Finlandia, Grecia, Noruega y Suiza han mantenido la obligatoriedad del servicio, en paralelo a sus ejércitos profesionales, mientras que Lituania y Suecia, que lo abolieron en un primer momento, lo han restablecido recientemente. Francia, por su parte, se ha comprometido a reintroducirlo, y en Alemania muchos se ven tentados de hacerlo.

No es una coincidencia. En los últimos años, la creciente inestabilidad en Oriente Medio y el norte de África, el látigo del terrorismo y las acciones rusas en el Este, han llevado a los estados mayores a agitar la aletargada conciencia militar de ciudadanos y gobiernos con un mensaje de alarma: Europa se enfrenta a amenazas de seguridad crecientes y debe estar preparada para afrontarlas con un aumento de sus capacidades defensivas.

 

Militarización nórdica

Un ejemplo elocuente del cambio de parecer respecto al servicio militar obligatorio se observa en Suecia. Cuando lo eliminó, en 2010, lo hizo en la creencia generalizada de que era un ejercicio inútil y anticuado. Sin embargo, en marzo de 2017 una abrumadora mayoría de parlamentarios dio el visto bueno a su reintroducción. Unos 4.000 jóvenes nacidos a partir de 1999 —hombres y mujeres, mientras que anteriormente el servicio sólo era obligatorio para los varones— pasarán cada año a servir en las filas del ejército durante 12 meses.

Los motivos que han propiciado esta vuelta al pasado son la amenaza terrorista y, sobre todo, el cercano aliento de Rusia en el Báltico. La exposición a estos peligros ha puesto en evidencia un insuficiente acervo defensivo, especialmente tratándose de un país neutral que no es miembro de la OTAN y que, por tanto, tiene que desarrollar una relativa autosuficiencia —si bien colabora estrechamente con la Alianza Atlántica—. Ilustrativo de este exceso de relajación militar fue la incapacidad de Estocolmo para detectar unas maniobras de entrenamiento rusas realizadas en 2013 en las que se simulaba un ataque a Suecia.

Otro elemento que ha empujado al país a reintroducir el servicio militar es la dificultad para conseguir un número suficiente y capaz de efectivos profesionales. En una sociedad económicamente pletórica y de empleo creciente, es difícil convencer a 4.000 voluntarios para que se unan cada año al ejército. Alistarlos de modo obligatorio durante 12 meses, con el deseo de que después de ese período algunos de ellos decidan incorporarse como profesionales, es una forma de garantizar el número de tropas que requiere la defensa de un Estado en un entorno geográfico potencialmente convulso.

A Suecia le basta con mirar a su alrededor para darse cuenta de que varios de sus vecinos del Báltico y de otras zonas del perímetro ruso consideran necesario el servicio obligatorio: Noruega y Finlandia son dos de los pocos países europeos que no llegaron a abolirlo; la propia Rusia, de la que parecen emanar los peligros que han empujado a sus vecinos a blindarse, también impone esta obligación a sus ciudadanos varones; Ucrania reintrodujo el servicio obligatorio a raíz de la anexión de Crimea por parte de su vecino en 2014.

 

Preparándose para lo peor

La preocupación por la seguridad en el Báltico no es fruto de ninguna paranoia exclusiva de los países del norte de Europa, sino un desvelo compartido a escala occidental. Tras el episodio de Crimea, la OTAN, en la creencia de que las repúblicas bálticas podrían sufrir un destino semejante, lanzó su Readiness Action Plan para proteger esa zona geográfica.

Varias de las naciones más amenazadas, por su parte, han optado por una cierta militarización de la vida civil. Estonia ha mantenido el servicio obligatorio, mientras que Letonia, que lo abolió en 2005, no parece predispuesta a reintroducirlo. Lituania, tras eliminarlo en 2008, fue el país que inició en 2015 esta tendencia emergente a restablecerlo. Su programa de alistamiento obligatorio, que se mantendrá en principio hasta 2020, espera reunir cada año a un total de 3.000 civiles varones de entre 19 y 27 años.

El objetivo de Lituania es actuar preventivamente contra potenciales veleidades extranjeras, reforzándose así frente a los vaivenes geopolíticos del Báltico y oponiendo un incremento de tropas a la acumulación de poderío militar ruso en el enclave de Kaliningrado.

La amenaza de un rediseño de fronteras, una insurrección entre las comunidades de habla rusa —similar a la acaecida en el Donbáss—, un ataque al suministro energético o un recrudecimiento de las agresiones cibernéticas, mantienen al flanco oriental de la UE en estado de ansiedad permanente. Pero la percepción continua de las amenazas va trasladándose ya a los grandes países europeos occidentales.

 

‘República en armas’

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El Presidente francés, Emmanuel Macron, con oficiales del Ejército galo durante un ejercicio miliar. cerca de Reims. Yoan Valat/AFP/Getty Images

Hace pocos años, los políticos europeos obtenían réditos electorales por deshacerse del servicio. En la actualidad, su reintroducción es una de las promesas en las que el presidente francés, Emmanuel Macron, tiene empeñada su palabra. El Reino Unido, que profesionalizó la totalidad de su Ejército de forma mucho más temprana —en 1963, mientras que París lo hizo en 2002—no se ha pronunciado, por el momento, a favor de su restablecimiento.

El shock producido en Francia por el terrorismo internacional y doméstico se esgrime como principal argumento a favor del servicio. Lo difícil ahora es encontrar el apoyo para llevar a cabo el plan, así como definir de manera precisa la naturaleza práctica y real de esa propuesta.

La formulación original hablaba de un servicio nacional universal de sólo un mes de duración para hombres y mujeres de entre 18 y 21 años. Ya en el Elíseo, Macron ha asegurado que la idea se llevará a buen término, pero su iniciativa está ahora pasando por el molde parlamentario y podría acabar muy desvirtuada: se habla de remplazar el servicio con cursos formativos de tres semanas, y de naturaleza no estrictamente militar, para los estudiantes de secundaria.

El alto coste potencial de restablecer el servicio está también en el candelero. Sus defensores siempre han argüido que es una forma barata de engrosar las tropas y que permite reducir el gasto de mantener un ejército plenamente profesional y no siempre en período activo. Sin embargo, los detractores consideran que el servicio obligatorio requiere costosas restructuraciones organizativas y puede retraer el ritmo económico a medio y largo plazo, al imponer retrasos en el curso natural de la vida profesional y familiar de los ciudadanos.

Más allá del diseño final de la iniciativa de Macron, la propia idea del servicio militar obligatorio no parece exactamente un elemento transformador de las capacidades defensivas de una potencia militar como Francia —más relevante resulta el incremento del gasto militar en un 40% que París acometerá en los próximos siete años—. La reintroducción del servicio sugiere un intento por parte del
Presidente de dejar su impronta personal en un terreno, el de la seguridad, donde se exigen respuestas antiterroristas contundentes y en el que sus rivales le han buscado el flanco más vulnerable.

 

Un coloso que no despierta

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Bandera alemana sobre el uniforme de soldado, sur de Alemania, 2018. Cnristof Stache/AFP/Getty Images

Uno de los países de Europa occidental más reacios a deshacerse del servicio militar es Alemania, que no se decidió a hacerlo hasta 2011. La cuestión sigue candente y, de hecho, después de la abolición se mantuvo una provisión constitucional que permitiría su reintroducción.

El debate nunca ha cesado. En 2016, el ministerio del Interior contempló seriamente restablecer el servicio, pero finalmente la iniciativa no ha logrado progresar en un clima político cada vez más dividido y en el que las voces antimilitaristas siguen resonando con fuerza.

Los argumentos para la reintroducción aportados por sus valedores resultan familiares: tras los ataques terroristas sufridos en suelo alemán, la anexión de Crimea en 2014 y otros posibles apetitos territoriales de Rusia, el país debe estar preparado para participar significativamente en potenciales acciones defensivas.

Sin embargo, la cuestión de fondo va más allá de las circunstancias geoestratégicas del momento, e interpela directamente al corazón de la pacifista nación constituida tras la posguerra: en tanto que referente político y económico de Europa, ¿es razonable que Alemania siga manteniendo unas capacidades militares (tanto en número de tropas como en inversión armamentística) que no están a la altura de su liderazgo continental?

Las voces para el fortalecimiento militar de Alemania llegan desde diferentes flancos: las de la Casa Blanca son las más audibles, las del cuartel general de la OTAN más sosegadas. También algunos think tanks sostienen la necesidad de que Alemania asuma un papel más activo en la defensa europea, dejando atrás unas reticencias que son “más políticas y psicológicas que financieras o técnicas”.

En este contexto, la reintroducción del servicio obligatorio no otorgaría quizás una aportación estratégica decisiva, pero sí podría servir al menos para inocular una cierta dosis de conciencia militar y defensiva en la gran potencia económica europea, acomodada bajo el manto protector de la Alianza atlántica.

 

La cuestión de la utilidad

En esta tendencia incipiente a la reintroducción del servicio, prevalece en parte lo psicológico sobre lo operativo. Su impacto parece más orientado a despertar a la sociedad a la existencia de amenazas reales y a una revalorización de la defensa, que a lograr un reforzamiento militar determinante.

La pregunta se impone: en la guerra moderna, ¿tan útil puede resultar un engrosamiento de las filas por medio de efectivos no profesionales? La cuantía de las tropas, con toda su trascendental importancia, no parece el elemento más decisivo de la guerra moderna, sobre todo si en ella participan superpotencias tecnológicas. De lo contrario, Vietnam, cuyo personal activo es numéricamente mayor que el de cualquier otro país, sería hoy el poder militar más formidable del planeta.

La ventaja estratégica clave se basa sobre todo en recursos materiales, tecnológicos y de inteligencia, así como en el perfeccionamiento de ciertas especialidades cada vez más necesarias —como el combate en espacios urbanos densamente poblados—. El servicio obligatorio, con sus enseñanzas castrenses tradicionales, podría resultar poco eficaz, sobre todo si consideramos que la preparación militar forzosa de los civiles no significa necesariamente que ese adiestramiento los haga aptos para la guerra.

 

Bondades de compartir

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Un Air Force F-15C Eagle estadounidense cerca de las banderas de la Alianza atlántica y EE UU durante un ejercicio militar de la misión de la OTAN en el Báltico, Lituania, 2017. Petras Malukas/AFP/Getty Images

El futuro del conflicto bélico es también colaborativo. La OTAN suscita cada vez más dudas, y está atravesando ahora un período de divergencia entre sus miembros a uno y otro lado del Atlántico. Ante ese posible desfallecimiento, la UE aspira a actuar como un ente militar autónomo y complementario a la Alianza atlántica.

El año pasado, Bruselas lanzó la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO), que compromete a 25 Estados miembros a avanzar en una defensa unificada y con autonomía estratégica. Ese enfoque agrupador, junto a acuerdos bilaterales de complementariedad y puesta en común de recursos como el alcanzado por Francia y el Reino Unido en 2010, prefigura los nuevos caminos de la defensa europea.

Ante un futuro de solapamientos multilaterales, el retorno a la militarización temporal de la vida civil en Europa parece una medida de viejo cuño y un tanto aislacionista. Por ello, difícilmente será crucial a la hora de atajar las amenazas militares contemporáneas, que son mutables, transversales y a veces innovadoras, y requieren por tanto de una solución en el ámbito asociativo y en el afianzamiento de la superioridad tecnológica.

El servicio obligatorio sí puede, no obstante, contribuir a cimentar una extraviada cultura de la defensa y a hacer que la sociedad sea más consciente de potenciales amenazas que no son prioritarias en la conciencia colectiva. Pero son pocos los gobiernos que se atreven a contemplar una medida impopular que entraña grandes riesgos políticos, y cuyos beneficios no están demostrados.