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Nubes rojas en la ciudad israelí de Netanya. (JACK GUEZ/AFP/Getty Images)

La tecnologías que intentan frenar el cambio climático sin reducir necesariamente las emisiones enfrentan a científicos y activistas.

La geoingeniería, que agrupa estos instrumentos, pone de los nervios a quienes asumen que todo lo que no sea destinar dinero a reducir emisiones es quitárselo y que estas tecnologías, como apunta el experto Alan Robock, pueden provocar muchísimos más problemas de los que prometen resolver.

Hasta hace pocos años, la hostilidad era la posición de consenso de la comunidad internacional. Por eso, en 2010, publicaciones como Scientific American se manifestaron totalmente en contra y se firmó la Convención de la ONU sobre Diversidad Biológica. Esta convención impuso algo parecido a una moratoria que restringía la realización fuera del laboratorio de grandes proyectos de geoingeniería a excepción de la reforestación masiva. No ayudó que algunos de los que, hasta hace poco, cuestionaban la gravedad (Bjorn Lomborg) o el origen humano (ExxonMobil) del cambio climático afirmasen que la lucha contra las emisiones era sólo una parte de la solución contra el calentamiento.

Entre los pragmáticos a favor y en contra de estas nuevas técnicas, los contornos del debate se podían resumir así: unos creían que, antes de hablar de alternativas, los líderes mundiales debían concentrar sus esfuerzos en pactar una drástica reducción de las emisiones; y otros decían que era utópico, que eso nunca iba a suceder, y que lo mejor era reconocer desde el principio que habría que complementar una reducción más light de las emisiones con los avances que pudiera procurar la geoingeniería.

Vistos los estragos de la crisis económica y la debilidad del compromiso de los Estados en las últimas décadas, los segundos partían con ventaja. La llegada de Donald Trump y el incremento de las emisiones de CO2 en 2018 han terminado de inclinar la balanza a su favor. La organización Global Carbon Project estima que éstas aumentaron en casi un 3% el año pasado, un récord nunca visto desde que existen series históricas.

Ahora, la comunidad internacional ha aceptado que hay que explorar las posibilidades de la geoingeniería sin dejar de avanzar en el recorte de las emisiones. Así, el influyente panel IPCC de la ONU reconoció en octubre que estas nuevas técnicas podían ser parte de la solución del calentamiento. Por supuesto, no las ponía al mismo nivel que aplicar un severo tijeretazo al CO2, pero admitía, al menos, que los experimentos donde se habían inyectado agentes químicos en la estratosfera estaban dando buen resultado en el laboratorio.

Polarización y parálisis

Lamentablemente, el debate enfervorecido y el rechazo de la geoingeniería han provocado enormes retrasos. En consecuencia, hasta los últimos dos o tres años, no han aparecido grandes centros de investigación en China y Estados Unidos y, aunque los fondos públicos y privados han crecido, siguen siendo escasísimos. Todo ello nos ha llevado a que, según un estudio reciente de Nature, muchas de estas nuevas tecnologías no podrán alcanzar la madurez antes de 2050.

A pesar de eso, ya existen grandes experimentos fuera de los laboratorios. Uno de ellos es SCoPEX y consiste en introducir aerosoles en la estratosfera. Otro es el llamado Marine Cloud Brightening Project, por el que intentan aumentar el brillo de las nubes rociándolas con un espray de agua salada en Moss Landing, California. Por último, el Ice911 supone cubrir pequeñas superficies de hielo con cristales diminutos en distintas localizaciones de Alaska. El objetivo de todos ellos es aumentar la reflectividad de la Tierra para que absorba menos radiación solar y reduzca así el calentamiento.

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Algas flotan en el río Hanjiang en Wuhan, en la provincia china de Hubei. (STR/AFP/Getty Images)

Más allá de experimentos asombrosos, las líneas de investigación en geoingeniería que más han avanzado son, fundamentalmente, cuatro. La primera pasa por utilizar el CO2 para transformar la biomasa en electricidad, biocombustibles o productos químicos. ¿Cómo funciona? Por ejemplo, se captura el CO2 de la atmósfera mediante algas (¿transgénicas?) que luego se utilizara para producir biocombustibles, o se emplea el dióxido de carbono en la producción de hormigón. También se puede quemar biomasa para producir un carbón que fertilizará el suelo al enterrarlo. La quema de biomasa para producir energía eléctrica se considera neutral desde el punto de vista de las emisiones, porque se asume que las plantas volverán a crecer en el suelo y que capturarán, de nuevo, CO2.

La segunda técnica supone aumentar la reflectividad de la Tierra para que su superficie ‘devuelva’ más luz solar que ahora y mitigue así el calentamiento que provoca. Esto se puede llevar a cabo, por ejemplo, mediante la ampliación del espacio dedicado al cultivo de plantas como la hierba verde o de determinados alimentos como puede ser el grano, que se podría modificar genéticamente para hacerlo más reflectante.

La tercera técnica que más ha avanzado pasa por fertilizar los océanos con hierro para estimular una floración marina que capture el CO2. Aquí la clave está en verter sulfato de hierro o urea en zonas con muy poca vegetación para excitar el crecimiento de fitoplancton. Este último capturaría de forma natural el CO2 y, al mismo tiempo, al morir, serviría para nutrir el suelo marino, que daría lugar a su vez a más vegetación.

La cuarta técnica tiene que ver con la introducción de aerosoles en la estratosfera para reducir la radiación solar. Los aerosoles de los que hablamos estarían compuestos por partículas de azufre, aluminio o titanio y actuarían como un gran espejo que repelería una parte de los rayos del sol. Aquí la gran pregunta es cómo se colocaría esa especie de espejo de partículas. Algunos abogan por unos aviones que volcasen su contenido en la estratosfera, otros apuntan a cañones antiaéreos de enorme alcance y otros se inclinan más por la posibilidad de que sean las propias partículas las que se eleven ‘naturalmente’ hasta la estratosfera.

Precaución

Una de las conclusiones que empiezan a emerger de muchos experimentos es que no está claro que lo que funciona a escala diminuta pueda funcionar a escala planetaria. Esto era absolutamente previsible. También hemos visto que, si las reglas no están claras o si no se informa adecuadamente a las poblaciones que pueden verse afectadas por las investigaciones, la consecuencia será un rechazo rotundo por parte de la gente. Haida Salmon Restoration Corporation vertió cien toneladas de sulfato de hierro en aguas próximas a Canadá en 2012 y el escándalo internacional fue considerable. A veces, los escándalos están justificados, porque se cometen irregularidades y otras veces no lo están porque los promueven los activistas que se oponen a la geoingeniería.

Otra de las conclusiones que se perfilan con estos experimentos es que la manipulación a gran escala del clima o la radiación solar no será gratis. Habrá ganadores y perdedores y, por eso, algunos criterios e instituciones son necesarios para que no decidan, simplemente, los países más fuertes. Por ejemplo, existen estudios modelizados que indican que la inyección de aerosoles en la estratosfera del hemisferio norte podría provocar sequías en África subsahariana y en India. Si uno de los peligros del cambio climático era la multiplicación de fenómenos meteorológicos extremos y difíciles de predecir, cabe preguntarse hasta qué punto la geoingeniería mitiga o agrava la amenaza.

Además de crear un marco fiable para las decisiones, el contexto va a exigir el despliegue de medidas de compensación económicas y de otro tipo. Es muy probable que la inyección de aerosoles en un lugar deba ‘equilibrarse’ con otra inyección en una región lejana pero que podría recibir un impacto indeseable. Sabemos cómo empiezan estas espirales pero no cómo terminan. La planificación climática, igual que la planificación central de la economía, implicará cada vez más intervención si no existen unas normas estrictas que la limiten.

Cuando hablamos de los ganadores y perdedores de la geoingeniería, es importante incluir la diversidad de los ecosistemas y la cuestiones ligadas al abastecimiento de alimentos o materias primas. Parece claro que verter sulfato de hierro en el océano aumenta la vegetación marina, que esa vegetación marina se hace menos diversa porque el sulfato ayuda más a unas especies de plantas que a otras y que el incremento de la vegetación reduce el oxígeno que necesitan plantas y peces. También parece claro que multiplicar masivamente los cultivos de un determinado tipo de grano (porque sea muy reflectante) puede ir en detrimento de las necesidades alimentarias de una parte de la humanidad. Para determinar el éxito de un programa como éste, habrá que tener en consideración otras variables además del enfriamiento de la Tierra.

La geoingeniería se enfrenta a retos inmensos e incógnitas de enorme envergadura. Exactamente igual que los que han tenido que enfrentar las renovables hasta llegar a ser lo que son hoy en día. Igual que con ellas al principio, hablamos ahora más de sus dificultades que de sus posibilidades de éxito. Pero no podemos quedarnos paralizados. La investigación debe continuar, los recursos deben fluir como un gran torrente y las nuevas técnicas tienen que demostrar de qué son capaces. No puede existir una excusa que justifique la renuncia a un arma poderosa en la lucha contra el calentamiento global. No sabemos si la geoingeniería lo es, pero no podemos permitirnos no descubrirlo siempre que la complementemos con la reducción de las emisiones.