En su reciente discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas el presidente estadounidense, Donald Trump, confundió tres conceptos: globalización, Derecho Internacional y patriotismo. En nombre de su proyecto de America First rechazó la globalización y reafirmó que EE UU no formará parte de ningún régimen multilateral que vaya en contra del patriotismo.  

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El Presidente Donald Trump en una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU, septiembre de 2018. Spencer Platt/Getty Images

El discurso del Presidente no defraudó a nadie. Atacó duramente a Irán, fue amable con Corea del Norte (aunque el año pasado amenazó con borrar a ese país de la faz de la tierra), denunció a China, casi no mencionó a Rusia y arremetió contra la inmigración. Indicó que Alemania es cada vez más dependiente de Moscú, aplaudió al gobierno autoritario de Polonia y, por supuesto, reafirmó la amistad con Israel.

Hizo, también, una imprevista denuncia sobre China, al indicar que Pekín pretende interferir en las elecciones al Congreso y el Senado que habrá en Estados Unidos en noviembre. Trump defiende con tanta eficacia los intereses estadounidenses que China, dijo, está aliándose con los Demócratas para sacarlo de la Casa Blanca.

Fue un golpe de efecto, sin ofrecer ninguna evidencia, mientras más se aproxima el momento en que el fiscal especial Robert Müller muestre qué evidencias tiene (o no) sobre la complicidad de la campaña de Trump con Rusia.

En la rueda de prensa del día siguiente todo se mezcló: su defensa del juez nominado para la Corte Suprema que está acusado de intento de violación y malos hábitos sexuales, sus experiencias con mujeres que le han puesto juicios de diferente índole (“porque soy famoso”), la posibilidad de que eche de su puesto al Vice Fiscal General Rod J. Rosenstein, la supuesta interferencia china, la “adorable” e “histórica” carta que el Presidente norcoreano le ha enviado, y las amenazas a Irán y a los aliados europeos que decidan continuar comerciando con este país.

En nombre de America first, indicó que Estados Unidos no se someterá a ningún régimen de justicia que no sea el propio, y menos aún a instituciones burocráticas como la Corte Penal Internacional (CPI), el reciente Global Compact acordado en la ONU para protección de los inmigrantes y refugiados, o el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas. En consecuencia, afirmó, su país no se somete a “la ideología de la globalización”. Su única guía es el “patriotismo”.

En medio de una narrativa caótica y agresiva fue especialmente relevante la confusión que expresó sobre los conceptos de globalización, Derecho Internacional (al hablar de mecanismos de la ONU) y patriotismo.

 

Globalización desigual

El manejo de estos conceptos requiere una serie de aclaraciones.

La globalización, según la define el premio Nobel Joseph Stiglitz, es el proceso de integración entre países a través del incremento del flujo de bienes, servicios, capital y trabajo. A partir del siglo XV se produjeron sucesivas y diferentes globalizaciones, regionales o mundiales. El impulso mayor comenzó a finales del siglo XIX, con una mayor aceleración desde la mitad del siglo XX, debido a los avances en tecnología de la comunicación, transporte, movimientos de capital, la liberalización de los movimientos financieros y, más recientemente, la incorporación de la inteligencia artificial en los movimientos de capital y mecanismos productivos.

Uno de los instrumentos que han impulsado los países con mayores capacidades e influencia global, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y los grandes capitales son las asociaciones de libre comercio. Por ejemplo, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), la (parte comercial de la) Unión Europea, el MERCOSUR, la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN) y el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP). Estas asociaciones son pilares de la denominada globalización. Trump ha sacado a Estados Unidos del TPP y está renegociando el NAFTA con México.

En las últimas tres décadas la globalización ha estado fuertemente asociado con políticas neoliberales que propugnan un papel mínimo para el Estado, la liberalización del mercado laboral, la disminución del peso de los sindicatos y la predominancia de la iniciativa individual sobre proyectos sociopolíticos colectivos. Esta fórmula ha agudizado la desigualdad entre sociedades ricas y pobres, y dentro de ellas. A la vez, ha generado una inmensa distancia entre las élites y sus periferias, y los millones de personas que viven de ingresos inestables.

Pero la globalización va más allá de la integración económica, manifestándose en expresiones culturales, religiosas, hábitos de consumo y formas políticas. Esta homogeneidad genera, también fuertes rechazos que adoptan en ocasiones formas nacionalistas, de radicalismos religiosos y chauvinistas.

 

Conservadurismo cultural

Cuando el presidente Trump se refiere a la globalización, en el mismo discurso en el que acusa a China y Canadá de “abusar” comercialmente de Estados Unidos, toca una tecla que resuena entre la parte de sus votantes que han visto perder sus empleos porque las empresas se fueron a invertir en China o México para ahorrar costes.

Esos votantes, además, consideran a la migración como una amenaza y anidan fuertes prejuicios racistas contra la población negra, los musulmanes (a los que consideran terroristas), los judíos americanos liberales, el feminismo, los modelos no tradicionales de familia, y todo lo que perciben como una amenaza contra el conservadurismo más profundo.

Al oponerse a la globalización, Trump lanza un mensaje cultural y económico a sus electores en Estados Unidos, y en un disparo por elevación a los nacionalistas y racistas en Francia, Italia, Polonia, Hungría, Holanda, Suecia y otros países europeos.

 

Autarquía agresiva

Trump_votanteDesde su ideología nacionalista Trump ha dedicado parte de su primer año y medio a atacar las asociaciones de libre comercio, la Alianza Atlántica, y las convenciones y acuerdos internacionales de los que forma parte Estados Unidos. Estos ataques alimentan a su electorado, pero son signos de la incapacidad del Gobierno estadounidense y parte de su élite para entender y relacionarse con un mundo complejo en el que, precisamente, no le sirve tratar de imponerse con el peso de las armas, el chantaje económico o la diplomacia de la fuerza.

Estos métodos le pueden servir con algunos países débiles, pero están dando la oportunidad a China y Rusia para desafiar a Estados Unidos, especialmente a Pekín que combina peso económico y comercial con creciente potencia militar. Por otro lado, obliga a parte de los europeos a plantearse nuevas alianzas y a revisar el paradigma dominante durante los últimos 60 años en el cual Washington era el líder hegemónico confiable.

Con el riesgo seguro de que terminará enfrentado al sector empresarial y financiero estadounidense que se beneficia de la integración en la economía global, Trump propone una autarquía agresiva, rodeado de fanáticos nacionalistas y apoyado por el partido Republicano que confía en él para imponer su agenda cultural y económica conservadora.

El Presidente se guía por su instinto de empresario individualista, enemigo de leyes, normas, acuerdos y regímenes que le supongan obstáculos, desde la justicia interna hasta los acuerdos de libre comercio y las normas del derecho internacional promovidas por Naciones Unidas.

 

La confianza en el Derecho Internacional

Posiblemente Trump no tiene los conocimientos básicos, pero el Derecho Internacional es el conjunto de reglas y principios, prácticas, muchas de ellas no obligatorias, que proveen las líneas de funcionamiento normativo (o sea, basados en la ley y la ética, especialmente en cuestiones como los derechos humanos o la igualdad racial y de género) para las relaciones entre los Estados. A lo largo de siglos de negociaciones, a medida que se constituían los Estados como hoy los conocemos, el Derecho Internacional ha ido construyendo métodos, mecanismos y un lenguaje conceptual compartido para los actores internacionales.

Los temas comunes del Derecho Internacional son la paz y la guerra, la diplomacia, los derechos humanos o el comercio. Con los avances tecnológicos la lista se ha ampliado a cuestiones como las patentes intelectuales, la contaminación transfronteriza y el uso de alta tecnología sin presencia humana en los campos de batalla.

Para los nacionalistas radicales, como Trump y su extremista consejero de seguridad nacional, John Bolton, el Derecho Internacional no existe, es sólo una expresión de deseos, porque, a diferencia del derecho del Estado, no es vinculante: no hay jueces para condenar lo que no se cumple, ni policía para detener a jefes de Estado represivos o corruptos.

Si bien esto es cierto, a medida que se han creado normas de convivencia entre los países, se han mantenido y ampliado las esferas de actuación de Naciones Unidas, y se han acordado centenares de normas (convenciones, tratados, acuerdos) sobre decenas de temas, el Derecho Internacional ha cobrado peso propio. Un hito fue la creación de la Corte Penal Internacional (CPI) en 1998.

Es interesante que Trump se refiriese específicamente a la CPI en su discurso. Washington recientemente se ha retirado de ella, alegando que no somete su soberanía a un cuerpo burocrático sin legitimidad. Pero, como recuerda el jurista Tom Farer, el artículo 38 del Tratado de Roma que dio vida a la CPI dice que sus fuentes son las convenciones internacionales, el derecho consuetudinario (prácticas que aceptadas como leyes) y “los principios legales reconocidos por las naciones civilizadas”.

Pese a las violaciones que muchos Estados cometen contra el Derecho Internacional, este es un marco de referencia del que se espera que, precisamente, los países que lideran el orden liberal (como Estados Unidos y los europeos) lo defiendan y protejan. Los ataques de Trump transforman a este país en un socio poco fiable con el que mantener y entablar presentes y futuras negociaciones sobre seguridad, comercio, medio ambiente, salud, derechos humanos, patentes y otras cuestiones.

Los Estados civilizados tratan de actuar de acuerdo con las normas del Derecho Internacional basándose en los sentidos de consenso y reciprocidad, con la visión que operando dentro de estos marcos se ven beneficiados por el clima de certeza, predictibilidad y fines comunes. Todo lo contrario de lo que es hoy Washington.

 

¿Qué tipo de patriotismo?

Tras indicar que Estados Unidos no adhiere ni a la globalización ni al Derecho Internacional, Trump dijo que su guía es “el patriotismo”. Este es un concepto polémico y con diversas interpretaciones. Tradicionalmente se le asocia con sentimientos de adhesión hacia un país, que pueden desembocar en chauvinismo.

Pero una serie de filósofos, como Martha Nussbaum, Richard Rorty, Kwame Anthony Appiah y Jürgen Habermas comenzaron hace dos décadas a plantear que el patriotismo podría tener otras interpretaciones, bien sea vinculadas a diferentes identidades nacionales, a las raíces democráticas de sus países, o a la riqueza cultural que produce la vinculación de cada “patria” con otras en el mundo. El objetivo sería formar una comunidad cosmopolita. Habermas, por ejemplo, propone un “patriotismo constitucional” que integre principios liberales universales.

Este patriotismo no es el que propone Trump, que moviliza a sus seguidores alrededor de los mitos racistas (contra los inmigrantes), belicistas (contra toda limitación a las armas), machistas (protegiendo a los acosadores) y de abierta competencia fuera de los marcos cooperativos.

Detrás de su ignorancia e incompetencia, su discurso en la ONU dejó claro que Estados Unidos empuja al mundo hacia tiempos peligrosos.