La crisis política pone de evidencia cuan dividida está la sociedad del país asiático.

 

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El pasado mes de enero una provocativa pancarta apareció colgada en un puente en la provincia de Phayao, en el norte de Tailandia. “Este país no tiene justicia. Quiero que el país se divida”, rezaba el inmenso cartel impreso en vinilo. Últimamente la idea de una separación de Tailandia en dos –o incluso tres– estados diferentes o de una guerra civil ha ocupado en varias ocasiones los titulares de los periódicos del país asiático. La razón es la crisis política en la que está sumido el país desde el pasado mes de noviembre, cuando manifestantes antigubernamentales salieron a las calles de la capital, Bangkok, para pedir la dimisión de un Ejecutivo al que acusan de corrupción y nepotismo.

Tailandia es un polvorín político desde 2006, cuando el entonces primer ministro Thaksin Shinawatra fue depuesto en un golpe de Estado tras meses de protestas muy similares a las actuales. Desde entonces, buena parte de los conflictos políticos en Tailandia han girado en torno a su figura y las calles del país, principalmente las de Bangkok, han sido ocupadas en varias ocasiones por sus detractores o seguidores. La prensa los ha dibujado como dos bandos opuestos enfundados en dos colores diferentes: el de los camisas rojas, los pro Thaksin, habitantes de las zonas más pobres del norte y el este del país; y los camisas amarillas, detractores del antiguo primer ministro, pro-monárquicos, clase media y alta de Bangkok y habitantes del sur, que son los que ahora ocupan las calles de la capital, aunque cada vez en menor número.

Pero ¿cómo de profunda es esta ruptura? La reciente llamada de un grupo de camisas rojas desde Chiang Mai para que la actual primera ministra y hermana de Thaksin, Yingluck Shinawatra, forme una nueva capital en el norte si es depuesta no ha alentado a los optimistas. Al mismo tiempo, en las calles de Bangkok los manifestantes se han replegado en un solo punto y han tomado el parque Lumpini, uno de los más importantes de la capital, donde guardias ejercen de policías y prohíben el paso  a su antojo. Los incidentes violentos en la capital con pequeñas granadas y tiroteos ocasionales han sido frecuentes durante las últimas semanas y han costado ya la vida a al menos 23 personas, cuatro de ellos niños.

Los mapas de los resultados electorales de los últimos años también muestran una fuerte fractura entre regiones. El norte y el este de Tailandia, las regiones más pobladas del país, han votado mayoritariamente desde  2001, el primer año en que ganó Thaksin Shinawatra, a los partidos relacionados con el también magnate de las telecomunicaciones –la formación política Thak Rak Thai primero y el Puea Thai en la actualidad. Por su parte, el sur y el oeste del país se decantan por el Partido Demócrata, la formación con la que consiguió un escaño el líder de las protestas Suthep Thaugsuban antes de abandonarlo en diciembre para dirigir a las filas de descontentos con el Gobierno.

Para el académico David Streckfuss las diferencias son más que regionales y parten del mismo entendimiento del Estado, en un país en el que la monarquía y el Ejército han manejado durante décadas los hilos de una débil democracia. “Un primer grupo cree en las elecciones, está contra el golpe de Estado y se fía cada vez menos de la imparcialidad de las llamadas agencias independientes”, explica el autor de La verdad a juicio en Tailandia: difamación, traición y lesa majestad. En este grupo se incluirían los habitantes del norte, noreste y sur profundo que se caracterizan sobre todo por hablar “idiomas diferentes al tailandés” y que incluye también a los llamados camisas rojas. “[El segundo grupo] desconfía del gobierno electo y su única esperanza es conseguir poder a través de un golpe de Estado o tener un papel importante en la elección del primer ministro en funciones”, continúa. Son los manifestantes que ocupan ahora las calles de Bangkok y que en su mayoría son urbanitas, de clase media y alta, aunque también proceden de zonas rurales del sur del país. La razón de una y otra posición la explicaba el también académico Duncan McCargo en un reciente artículo: “Ahora que los votantes del norte y el noreste han sido movilizados para votar como un bloque, las clases medias de Bangkok y sus aliados del sur se enfrentan a la perspectiva real de que nunca más podrán elegir a un gobierno de su agrado”, escribía McCargo. En el trasfondo de la actual crisis está además la sucesión real de Bhumibol Adulyadej, uno de los monarcas más longevos del mundo, un tema tabú en el país por la dura legislación sobre lesa majestad que existe en Tailandia.

 

Un país roto pero muy centralizado

Tradicionalmente, Tailandia ha sido un Estado en el que las decisiones se tomaban en Bangkok y el dinero se gastaba en sus habitantes. Thaksin desafió esa centralización y aprobó programas para mejorar la vida de las clases rurales, fundamentalmente un acceso más barato a la sanidad y la concesión de microcréditos para poner en marcha nuevos negocios. Al mismo tiempo, aumentó la corrupción y el gobierno ejerció su populismo de forma autoritaria, reprimiendo a los medios y a los movimientos sociales, dos de las principales críticas de los detractores de Thaksin. Y ahí se hizo evidente la ruptura.

La pregunta que se hacen ahora académicos y políticos es si es posible que esta diferencia de posturas se materialice en una separación real. Yingluck Shinawatra y la dirección central de los camisas rojas se han distanciado del sector separatista, pero la primera ministra no ha conseguido acallar la polémica. “La ruptura de Tailandia es bastante improbable, porque traería muchos problemas, como el reconocimiento internacional, pero es posible que la tensión entre regiones crezca”, asegura Pavin Chachavalpongpun, profesor asociado sobre el Sureste Asiático de la Universidad de Tokio y uno de los comentaristas más reconocidos de la política tailandesa. Streckfuss, sin embargo, sí ve posible que el gobierno de Yingluck Shinawatra se asiente en Chiang Mai en el caso de que haya un golpe de Estado, algo que ya ha ocurrido en 18 ocasiones, aunque no siempre de forma exitosa, desde 1932. En ese caso, las tres provincias del sur que hacen frontera con Malasia, de mayoría musulmana frente al budismo del resto del país, aprovecharían la ocasión para impulsar su propio proceso independentista que llevan reclamando durante décadas con una violencia creciente en los últimos tiempos. “Si lo consigue [asentarse en Chiang Mai], entonces la diplomacia internacional estará en una posición difícil, porque ese ‘gobierno’ en el norte podrá decir que es el Gobierno legítimo de Tailandia”, afirma el académico.

 

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